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– Entonces, ¿soy libre de irme?

Ella vaciló.

– Tengo una deuda con Graydynn.

Él resopló burlonamente.

– ¿Cómo? No le debes nada a Graydynn. -Se incorporó hasta quedar completamente sentado, empleando una fuerza que no comprendió cómo había recuperado. Los músculos de sus brazos se reflejaron con el brillo del fuego y Morwenna advirtió algo sombrío y oscuro en sus ojos, algo peligroso e incluso atractivo-. Crees que de algún modo soy un asesino, que te traicioné a ti y a todos los de Wybren.

– No es mi labor juzgarte.

Él la miró airadamente, con desdén.

– Oh, milady -le dijo él-, ya lo has hecho. ¿Qué piensas que hará Graydynn cuando me vea llegar a Wybren?

– No lo sé.

– ¿Acaso me dará la bienvenida con los brazos abiertos? ¿Me ofrecerá alimento y vino, tal vez una mujer? -le preguntó él, irradiando cólera-. O más bien, milady, ¿crees que hay alguna posibilidad de que me envíe directamente a la horca y al verdugo?

Ella se desmoronó interiormente y sacudió la cabeza.

– ¿No? -le disparó por la espalda él-. Entonces, déjame explicártelo. Graydynn busca a alguien a quien inculpar, una cabeza de turco a la que acusar de todas las miserias acaecidas en Wybren. Y esa cabeza de turco, cuando traspase las puertas de Wybren, seré yo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Es natural. Yo haría lo mismo.

– ¿Con la misma facilidad con que mataste a tu familia? ¿Con la misma rapidez con que me diste la espalda? -preguntó ella.

Se puso de pie de repente, cruzó el suelo cubierto de juncos, la agarró por los antebrazos con sus dedos fuertes y se quedó erguido desnudo delante de ella.

– No hice nada de eso.

– ¿Quieres decir que no eres Carrick? -preguntó ella, la voz en un susurro, la garganta seca como la arena mientras trataba de zafarse de sus manos.

– No. -Sacudió la cabeza y, por debajo de la rabia, de aquella ráfaga de cólera severa y masculina, descubrió un rastro de confusión.

– Ya no.

– Oh… Por lo tanto quieres fingir que el pasado no existe, ¡quieres un paso adelante y ser tan inocente como un bebe recién nacido! -Morwenna logró liberar uno de sus brazos-. Las cosas no son así, Carrick. No podemos dejar atrás los errores del pasado. Si eso fuera así, lo juro, borraría todos los recuerdos que tengo de ti. Para mí estarías muerto, nunca habrías existido.

– Te recuerdo.

Morwenna se quedó helada.

– ¿Qué?

– Algunas cosas, algunos momentos -admitió él, encajando su mandíbula-. Recuerdo tu mirada. Tu risa. Que montabas a caballo como el propio Satanás te estuviera persiguiendo.

Morwenna tenía el corazón en un puño. Unos cuantos recuerdos de días que habían pasado juntos, aquellos días cálidos, hacía tanto tiempo… rasgaron su convicción. ¡Ay, cuánto lo había amado!

– Qué… qué útil te resulta recordármelo ahora, justo cuando estoy a punto de enviarte bien lejos. Y, sin embargo, insistes en que no tienes ningún recuerdo de la gente que confió en ti, los que perdieron la vida por tu culpa.

– No. -Su voz se quebró y parpadeó-. Te juro, Morwenna, que no maté a mi familia. No sé si alguna vez le he quitado la vida a un hombre; las cicatrices de mi cuerpo me hacen intuir que he pasado mucho tiempo en el campo de batalla, y tengo algún recuerdo de soldados y armas y la rabia que fluye por mi sangre, pero te juro por lo más sagrado que no maté a mi familia. Y… -alcanzó y enredó un mechón espeso del cabello de Morwenna alrededor de su dedo- tampoco creo que abandonara…, embarazada o no…

A Morwenna las lágrimas le quemaron en los ojos. Oh, cómo anhelaba creerle, esas palabras eran un bálsamo para todo el dolor que le había oprimido el corazón, pero no era tan tonta como para confiar en él.

– Pero así fue, Carrick. Lo recuerdo muy bien. -Cerró los ojos, conteniendo las lágrimas y recordó que él era un pedazo de escoria mentirosa, diría cualquier cosa por salvar el pellejo-. Yo estaba allí. Me abandonaste.

– Entonces fui un estúpido más grande de lo que puedo imaginar -susurró, y antes de que Morwenna pudiera reaccionar, la atrajo hacia él de modo que quedó presa contra su cuerpo duro y desnudo. Él inclinó su boca hacia abajo y reclamó la de ella con una urgencia salvaje que le encendió la sangre.

«¡No! -gritó la mente de ella-. ¡Morwenna, para esta locura ahora!» Pero en ese mismo momento el cerebro le dio otra orden y cedió al beso, sintiendo la presión suave y fuerte de los labios de él contra los suyos. Abrió la boca ante la insistencia de la otra lengua de él, sintiendo cómo las yemas de los dedos le recorrían la espalda, agarrándola todavía con más fuerza.

«¡No, no, no!»

Pero no se detuvo. No podía. Dejó que su cuerpo gobernara su mente, y al oírlo gemir, su resistencia se rompió en añicos por completo. Él le rebajó la túnica y besó la zona suave y sensible donde el cuello se une con la espalda.

El calor se desencadenó profundamente en su interior, la urgencia comenzó a palpitar en su parte más íntima cuando él siguió rebajándole la túnica, dejándole al descubierto la parte superior del pecho, arrastrando los labios calientes por su piel, y la respiración se detuvo en sus pulmones. Estaba perdida. El olor de él, salvaje y masculino, se mezcló con el humo del fuego e inflamó sus sentidos. Los recuerdos de pasión, tanto tiempo negados, inundaron su mente: Carrick yaciendo desnudo sobre un campo cubierto de hierba, sonriendo y conminándola a que le secundara; Carrick colándose en su cámara, quitándole la ropa y tocándola en los lugares más secretos; Carrick boca arriba en la cama, encima de ella, deslizando su verga hasta su sexo femenino, húmedo y caliente, mientras sus manos mecían sus pechos y ella jadeaba y jadeaba, sus nervios de punta, en llamas.

¡Ay, hacer el amor con él era como acostarse con el demonio! Morwenna sabía que debía apartarlo, acabar con la locura de estar con él, de besarle, de hacer el amor con él, pero no podía. Llevaba tres años deseando ese momento, mil noches soñando con él mientras tantos otros días había maldecido su alma al diablo.

Pero esa noche…, sólo esa noche… Morwenna se olvidaría de que él la había traicionado. Mientras las ascuas del fuego desprendían una luz roja suave y el resto del castillo dormía, supo que no lo rechazaría y lo besó con una fiebre que nacía de la desesperación.

Él la levantó del suelo y la llevó hacia la cama. Morwenna no protestó. Cuando su peso la forzó sobre el colchón, Morwenna le rodeó con sus brazos el cuello y lo miró con una expectación impaciente. Él desató su túnica, ella esperó con ansia. Y, finalmente, cuando le quitó la ropa que se entrometía entre ellos y Morwenna se quedó sólo con una fina camiseta de encaje y sintió que no podía respirar, como si el aire en sus pulmones se hubiera quedado en algún lugar entre el cielo y el infierno, se inclinó hacia arriba y le besó con toda la pasión que le desgarraba el alma y que había guardado bajo llave durante tres largos años.

– Por todos los santos, eres hermosa, Morwenna -dijo él, y el alma de ella pareció alzar el vuelo.

«No le creas; no confíes en ese bastardo mentiroso».

– Tú también lo eres.

– ¿Incluso con estas contusiones?

A modo de respuesta, dejó que sus besos acariciaran un punto decolorado de sus costillas. Él gimió y Morwenna movió su boca, probando la sal del sudor de su piel, oyendo exhalar su respiración a través de sus dientes.

– Eres una bruja. Lo sabía -dijo él.

Se sentó a horcajadas sobre las caderas de ella, aguantándose con sus muslos musculosos, su erección rígida y dura contra el abdomen. Elevó uno de los brazos de Morwenna sobre su cabeza, y su cara quedó tan cerca de la de ella que la respiración le acarició el rostro. Enredó los dedos en su cabello y procedió a dar besos hambrientos e impacientes sobre sus mejillas, su frente y su barbilla.