Mientras escondía un cuchillo en la bota y sujetaba otro con una correa en el cinturón desgastado, trató de apartar todos los pensamientos de Morwenna sobre la cama del prisionero. Pero se coló en sus pensamientos la imagen sombría de sus pechos redondos con los pezones húmedos, capullos duros y oscuros que el cautivo había saboreado y estimulado, con besos y lamidos, mientras se sumergía en ella una y otra vez. ¡Oh, cómo disfrutaba la fulana! Ella se lo suplicaba, le pedía más, con las piernas enroscadas alrededor para tenerlo todavía más cerca.
«¡Ramera!»
La sangre fluía cada vez más rápido por sus venas. Le latía y zumbaban en los oídos mientras enderezaba los pasos a través de los pasillos, los pies parecían dirigidos por el instinto.
Cuando por fin encontró la entrada, buscó un pequeño acceso que conducía al jardín de hierbas finas de la cocina, abrió el pestillo y sintió una ráfaga de aire frío y crepuscular contra la cara. Sus ojos buscaron los peldaños de piedra y las cajas donde se almacenaba la leña; no vio nada. Estudió las manchas de suciedad donde las plantas marchitas eran visibles, las hojas amarillentas se mostraban tenues a la luz de la luna. Una sombra pasó delante de él en el camino que conducía a la despensa. Su corazón casi se detuvo hasta comprender que se trataba de un gato que saltaba sobre un carro. Se obligó a mantener el pulso tranquilo mientras inspeccionaba minuciosamente esa parte del patio de armas. Todo parecía estar en su lugar.
Por el momento parecía estar a salvo. Se deslizó por la salida y empujó su cuerpo hacia el exterior del muro, con cuidado de permanecer en las zonas en sombra, fuera del alcance de los centinelas que vigilaban desde los torreones.
Estaba a punto de encaminarse hacia la capilla cuando escuchó algo fuera de lo normal. Se quedó quieto. El vello de los brazos se le erizó, con toda certeza no era nada y el estremecimiento interior se debía al espectáculo lascivo del que había sido testigo en la habitación del cautivo, ni el descubrimiento de que uno de sus disfraces había desaparecido.
Pues no podía correr ningún riesgo.
Inmóvil como una roca, esforzándose por escuchar el más mínimo ruido, miró con detenimiento y cautela en la oscuridad. La noche era fría, sólo se veía una pequeña porción de luna a través de las nubes altas y delgadas. Un búho ululó y agitó las alas. Unas hojas secas crujieron en medio de la brisa. Pero había algo más. Algo que hizo que se le secara la saliva de la boca.
Poco a poco, con cada uno de los músculos en tensión, empuñado el cuchillo en la mano, se movió con sigilo hacia delante, tratando de determinar la causa de su espanto. ¿Qué era aquel ruido extraño que apeas podía distinguir por encima del susurro apacible de las aspas del molino movidas por la brisa invernal?
Cerró los ojos un momento, se concentró en el ruido y dirigió su mente hacia el origen.
La voz de una mujer susurraba al viento.
La bruja. ¡Otra vez con sus ritos!
Pero ésa sería la última noche. Nunca más volvería a rezar a un dios o una diosa paganos. Esa noche se satisfaría su sed de sangre.
Ella volvería a su habitación antes del alba. Todo lo que tenía que hacer era esperar.
Morwenna se dio la vuelta y él la estrechó con su brazo durante un último segundo. Después se deslizó de la cama. El olor que ella emanaba, los sentimientos por ella y el sonido de su suave respiración le disuadían, pero aunque la manera de hacer el amor había sido muy apasionada, sólo era el fruto de una noche de pasión. Con la luz del alba que se aproximaba, verían lo que habían compartido con nuevos y escudriñadores ojos.
Ella le había amenazado con enviarle a Wybren y él albergaba por las dudas respecto al cumplimiento de sus intenciones. A pesar de lo que habían compartido juntos esa noche, él sintió que una parte de ella se sentiría aliviada si no trataba con él nunca más.
La observó durante un instante, vio el modo en que sus labios se separaban mientras respiraba hondo y suave. Advirtió la manera en que sus párpados acariciaban la parte posterior de su mejilla. Algo le importunaba en su interior y, cuando ella suspiró, dio media vuelta y se acurrucó aún más bajo la manta, cambió de idea y quiso deslizarse entre la ropa de cama para acostarse con ella otra vez.
No podía. Tenía que escapar. Averiguar por su cuenta la verdad sobre su pasado.
Sus rasgos se tornaron más severos a la luz tenue. Tenía planeado ir a Wybren, pero no custodiado ni con las manos atadas, y el caballo, cuya grupa montaba a horcajadas, le conduciría por las enormes puertas del castillo a la vista de todo el mundo, no estaba seguro si hacia la horca o a la mazmorra. Él tomaría su propio camino.
Sin hacer el más mínimo ruido, anduvo hacia la puerta secreta, encontró el pestillo y, cuando hubo abierto la entrada, cogió la vela de junco y se arrastró por la abertura. La cerró bien detrás de él y guiado por las marcas en las piedras a ras del suelo encontró el camino hacia el lugar donde guardaba un montón de ropa que había robado. Rápidamente se enfundó el uniforme y, aunque le iba algo estrecho por la espalda, creyó que aún podría escapar si todavía prevalecía la oscuridad.
Entretanto, Morwenna dormía.
Sin dejar de pensar en ella, cogió las botas con las manos para no hacer ningún ruido y anduvo por el laberinto hacia la entrada próxima a la capilla. Desde allí se apresuraría al establo cuando se produjera el cambio de guardia y permanecería escondido hasta que encontrara el momento oportuno para robar un caballo. Probablemente tendría que atacar al encargado o convencer a algún mozo de cuadra corto de inteligencia de que era un mercenario a las órdenes de sir Alexander, pero estaba seguro de que, de una forma u otra, sería capaz de procurarse un corcel.
Una vez hecho esto, montaría como alma que lleva el diablo hasta Wybren y se enfrentaría a lord Graydynn como un hombre libre.
Y, al fin, sabía la verdad.
Mientras Isa rezaba cánticos a la madre diosa y escribía con las runas sobre el fango cerca del vivero de anguilas, supo que aquélla era la suya. La tenue luz de la luna arrojaba un misterioso brillo de plata en la noche y sintió que, en algún sitio dentro de la torre, el mal se movía, merodeaba en la oscuridad.
– Mantenlos a salvo, Madre -cantaba mientras cavaba un palo hasta el fondo del suelo espeso y dispersaba las hierbas y cortezas (fresno, hierba de San Juan y serbal) sobre el dibujo-. Por tu protección, Morrigu -rezaba-. Mantenedlos a salvo. Si debo morir, por favor, por favor, vela por la señora. Protégela a ella y a su familia.
Entonó la misma petición una y otra vez y, con el alba en ciernes, comprendió que aquellos rezos serían los últimos.
Al ponerse de pie despacio, le crujieron las viejas rodillas y el miedo encogió el corazón. Había esperado ser más valiente a la hora de afrontar la muerte, sentir alivio al cruzar a la otra orilla, pero estaba asustada. Era demasiado pronto. Le quedaba tanto por hacer. Tanto. Miró hacia sus manos nudosas, la hinchazón de los nudillos que a menudo le dolía. Cuando era joven, sus dedos habían sido flexibles y fuertes.
Debía aceptar su propia muerte, confiar en la suerte que había trazado su destino, y, con todo, no podía. Mientras un cuervo graznaba en la oscuridad, dio un paso más hacia el estanque y clavó la mirada en las profundidades de las aguas. Tan tranquilas. Tan oscuras. Sólo un indicio de luz de la luna añadía un brillo minúsculo a la superficie del charco.
«¡No mires!»
Pero dio otro paso hacia delante y observó las aguas silenciosas.
Vio su propio reflejo y reconoció el miedo en sus ojos. Conocimiento. Peor aún, no estaba sola y, aunque no había una brizna de viento, el agua pareció moverse y arremolinarse mientras detrás de su imagen emergía un dragón rojo brillante y aparecía sobre ella Arawn, el rey de la tierra de los Muertos, con una sonrisa espantosa esbozada en el rostro. El viejo corazón se le encogió de dolor. Se volvió para enfrentarse a la bestia pero, por supuesto, no había nadie tras ella: el dragón rojo y señor de la muerte eran invisibles.