Empuñando el arma y con la capucha bien calada, se escurrió con cautela a través de las sombras hasta llegar a la puerta abierta del establo donde topó con un mozo solitario que rastrillaba una casilla. Silbó al muchacho pero, absorto como estaba en su trabajo, continuó rastrillando ajeno a quien estuviera dentro, mientras los caballos de las casillas vecinas relinchaban.
Apretó con los dedos la empuñadura del cuchillo. Sería pan comido saltar sobre la baranda, hincar el cuchillo en su cuello tierno y acabar con su vida en un santiamén. Pero le pareció un desperdicio innecesario, echó un vistazo alrededor y vio varias cuerdas enrolladas colgadas del muro. Se apoderó de una y, con el olor a estiércol y orines de caballo que le invadía las fosas nasales, colocó una mano en la superficie de la barandilla, saltó hacia la casilla y agarró por detrás al chico en un periquete.
Un caballo relinchó nervioso.
El mozo de cuadra trató de gritar y pataleó hasta notar el cuchillo la garganta.
– ¡Si estás callado, no te mataré! -susurró mientras varios de los caballos de las casillas cercanas daban fuertes pisadas y resoplaban, sacudiendo la cabeza-. Pero si gritas o haces un movimiento en contra mío, te juró que te rebanaré el pescuezo.
El muchacho siguió las instrucciones.
Ató con la cuerda las muñecas y los tobillos del muchacho y luego arrancó una manga de su túnica para usarla como mordaza.
Una vez hubo atado al mozo de cuadra, lo arrastró hasta una esquina lejana del establo, detrás de los sacos llenos de grano, y lo ató también de pies y manos a un poste.
– No te muevas hasta que me haya ido -le advirtió.
Pero era imposible que el muchacho se liberase por sí mismo o propinara una patada o un golpe a algo que pudiera atraer la atención. No lo encontrarían hasta que alguien notara su ausencia y fuera a buscarlo.
En el momento en que el mozo ya no representaba un obstáculo, buscó entre los caballos amarrados en la cuadra hasta dar con uno zaino, fornido pecho fuerte y grueso, patas robustas y aspecto salvaje. No sólo parecía un animal poderoso y veloz sino que pasaría desapercibido en el bosque con mayor facilidad que los animales grises o blancos que había. Mientras aguzaba los oídos para escuchar cualquier ruido fuera de lo habitual -una pisada o una tos- que anunciara la llegada de otro trabajador, localizó una brida y una silla de montar con las que podría apañarse.
No se avistaba nada en la esquina oscura donde el muchacho estaba atado. Bien.
Por encima del crujido de la paja en el establo y el ladrido de un perro, oyó el trajín de los centinelas, que caminaban a lo largo de las murallas del castillo. Por lo demás, la madrugada era tranquila.
Al cabo de unos minutos ensilló y puso la brida al caballo zaino y, antes de que rompiera el alba, condujo al animal hacia el exterior.
Tal como esperaba, la guardia todavía estaba inmersa en el proceso de relevo y la entrada a la torre del homenaje estaba abierta de par en par. Unos pocos campesinos circulaban ya por el patio con los carros que tiraban muías y bueyes. Tres cazadores más salían a caballo del patio de armas y saludaron con la mano al centinela mientras pasaban por debajo de la puerta levadiza abierta.
Ahora era el momento. Montó a la grupa del caballo y trotó hacia la puerta. Nadie pareció darse cuenta.
Montaba erguido como si tuviera todo el derecho a ir y venir a su antojo y, cuando llegó a la puerta, los dos centinelas hablaban durante el relevo. Intercambiaron con él una rápida mirada mientras les saludaba la mano, tal como había visto hacer a los hombres que partían de cacería.
Los guardias apenas le prestaron atención y prosiguió su camino. Atravesó el puente levadizo y un camino cubierto de fango, pero no relajó los sentidos ni la musculatura. Cuando llegó a una bifurcación del camino, espoleó al corcel, sintió cómo se tensaban los músculos poderosos del caballo y se levantó mientras la bestia saltaba hacia delante.
Carrick se inclinó sobre la grupa, guiaba la cabalgadura por puro instinto, sintiendo el frío invierno en una ráfaga de aire que le bajó la capucha de la cabeza. El caballo a través de la niebla cabalgó y, en la distancia, más allá de la niebla cambiante, se adivinaba el bosque.
Conocía el camino hasta Wybren, y había oído hablar a los vigilantes de un acceso rápido a través del río en el cruce del Cuervo. Se dio cuenta de que sonreía, a pesar del frío.
Poco después del anochecer, llegó a Wybren. Y tuvo la certeza de que se desatarían todos los demonios del infierno.
«¡El muy bastardo!»
El bellaco mentiroso, tramposo y miserable, ¡se había salido con la suya otra vez!
Morwenna, tan enfurecida que apenas podía hablar, inspeccionó la a, la cama vacía, donde sólo ella estaba tendida. Carrick, el pedante miserable de estiércol de serpiente, había desaparecido. ¡Desaparecido!
– Dios santo -exclamó airada.
El aturdimiento que había sentido al despertarse se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos por una rabia glacial.
Golpeó con el puño cerrado sobre la almohada.
– ¡Maldito, maldito, maldito y mil veces maldito! -bramó, sintiendo o la embargaba la ira y la vergüenza.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Tan confiada? ¿Tan ridículamente ingenua otra vez? Las dos manos se transformaron en puños y aporrearon el colchón. Si alguna vez volvía a verle o a ponerle las manos encima, le estrangularía hasta la muerte.
Se sentó en la cama y pensó en la noche anterior, la lujuria, la pasión, el erotismo puro y sublime. Poco a poco, su furia se disipó en la oscura habitación. Unos lagrimones le quemaban en los ojos y estrechó una almohada contra el pecho.
Oh, Dios, ¿qué había hecho ella para merecer esto? Era culpa suya y nada más que suya. Se había ido. Como un susurro en el viento. Como la otra vez.
Soltó la almohada y se apartó de la cama como si pudiera refutar lo que había pasado. Retiró el pelo enmarañado de los ojos. Se negó a pensar en la pasión que había compartido con aquel maldito canalla y rechazó toda imagen erótica que el aroma a sexo que persistía en las sábanas le llevaba a la memoria.
Por el amor de Dios, ¿qué clase de tonto era?, se preguntó con aire taciturno. Entonces, su sangre volvió a hervir cuando recordó con qué facilidad la había seducido la desfachatez de sus cejas oscuras, el temblor de una de sus comisuras, el destello de fuego en sus ojos de un azul intenso.
¡Maldito pedazo de estiércol de cerdo!
– ¡Rayos y centellas! -refunfuñó mientras la cabeza le daba vueltas.
¿Cómo había escapado? ¿Y adonde había ido?
Mientras se ponía la ropa, hizo caso omiso del dolor tan agudo que le atravesaba el corazón como una daga, aquella inyección de conocimiento de que él la había maquinado todo cruel determinación… La había seducido con besos dulces y sensuales, y un toque de magia pura, para engañarla una vez más.
«Pero fuiste tú la que llegó a él. Él no podría haberlo hecho si tú no le hubieras brindado tu generosa ayuda», recordó.
– ¡Rayos y truenos!
Deslizó su mirada iracunda hacia los extremos de la habitación, bajo la cama y en cada uno de los rincones, aunque sabía con una certeza absoluta que se había ido.
La había abandonado. Como la otra vez.
– ¡Que el diablo lleve tu alma, Carrick! -bramó entre dientes.
Le propinó una patada a la almohada, que cayó al el suelo. Unas plumas volaron cuando dio contra el muro. ¡Qué tonto había sido! ¡Qué estúpida! ¡No tenía más cerebro que el tonto de Dwynn! ¡Quizá menos!
Llena de recriminaciones, se demoró una vez más rebuscando por la habitación: miró con detenimiento bajo la cama, en la alcoba e incluso entre los rescoldos fríos del fuego y por el interior de la maldita chimenea, hacia arriba, aunque durante todo ese rato tuvo la certeza de que se encontraba lejos.