A mitad de camino hacia… ¿dónde? ¿Adónde se dirigía?
Un dolor de cabeza le penetró detrás de los ojos al tratar de concentrarse. ¿Dónde diantre intentaría encontrar un refugio? ¿En un santuario? ¿Quién le acogería?
El canto del gallo entró por la ventana. Miró hacia arriba y vio la luz del día. Entonces se dio cuenta de que la habitación no estaba a oscuras a pesar de que ni el fuego ni los candelabros estaban encendidos. Quedó inmóvil, tratando de escuchar algo por encima de la furia de los latidos de su corazón, y oyó el ruido característico de los criados de vuelta al trabajo, las voces y las pisadas. También escuchó el ruido de hombres y mujeres gritando los buenos días, los gruñidos de los cerdos y el piar de los pollos.
El olor humeante de los fogones del cocinero, la carne crepitando y el dulce aroma del pan recién horneado le invadió el olfato. Le gruñó el estómago aunque no tenía apetito.
Cayó en la cuenta de que la mañana estaba en marcha y con ella llegaba una nueva mortificación. No podría deslizarse por los pasillos sombríos hasta los aposentos sin que se dieran cuenta, cuando ya los criados y los trabajadores se habían levantado con el nuevo día. No cabía duda de que la mitad del personal del castillo, los encargados de encender los fuegos, limpiar los juncos, reemplazar las velas y acarrear la ropa de cama limpia, como el soldado que custodiaba la puerta de habitación y todo aquel con quien hubiera cotilleado durante su turno, sabrían de antemano que había pasado la noche en la habitación de Carrick. Cuando asomara por la puerta, tendría que enfrentarse a ellos, a los repasos curiosos, las sonrisas petulantes y las miradas de complicidad.
Y pronto sabrían también que, después de acostarse con ella y haber esperado a que se quedara dormida, había huido de la torre del homenaje. El rubor le avanzó con lentitud por la nuca.
Sin duda era algo que daría que hablar, pero no podía irrumpir en el pasillo desde de la habitación de su amante cuando todos los criados estaban ya despiertos y cumpliendo con sus obligaciones.
Sintió el embate de una nueva oleada de vergüenza pero no había ninguna manera de evitarlo. Lo mejor sería enfrentarse a ello. Estiró la espalda y se puso bien derecha. Luego se apartó el cabello de la cara, levantó la barbilla y abrió de un tirón la puerta.
Sir James estaba en su puesto con un hombro apoyado contra el muro, los ojos cerrados, la boca ligeramente boquiabierta y la respiración regular. Las velas de junco en el pasillo se habían consumido al igual que las velas de los candelabros. Nadie las había reemplazado todavía. Por lo pronto, parecía que nadie, salvo el centinela, supiera de su visita nocturna.
Ella respiró al fin cuando oyó sonidos de voces acercándose por la escalera. Sería cuestión de minutos que los criados se pusieran a trabajar en esa planta.
– ¡Sir James! -dijo Morwenna dándole un golpe en el hombro al guardia.
– ¿Qu-qué? ¡Oh! -Parpadeó sobresaltado, esforzándose por recuperar la atención, centrándose en Morwenna-. Milady -balbució con los ojos llenos de arrepentimiento mientras se daba cuenta de que le habían pillado dormitando-. Oh, lo siento, estoy, es decir, debo de haberme quedado dormido un instante.
– ¿Ha sido antes o después de que Carrick haya escapado?
– ¿Qué? -La nuez de sir James se desplazó bruscamente-. ¿Escapado? -El centinela miraba fijamente a Morwenna mientras ella sentía que las mejillas le quemaban de la vergüenza-. Pero, creía que vos estabais con…
– Sí, sí, lo sé. Estaba dentro pero me dormí y, de alguna manera, se fue sin despertarme. Tampoco a ti.
– No pasó por aquí -dijo sir James con firmeza.
Pero sus mejillas enrojecieron y Morwenna comprendió que el hombre no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba dormido en el pasillo.
– Debe de estar todavía dentro.
Como una exhalación, se precipitó en la cámara donde Carrick había pasado casi dos semanas. Tal como ella había hecho antes, la mirada del centinela recorrió hasta el último rincón de la habitación. Examinó el suelo, los muros e incluso el techo como si esperara que Carrick apareciera de un momento a otro.
Por supuesto no encontró nada, ni tampoco cuando buscó bajo la cama y en donde se guardaba la ropa de cama.
Una vez que sir James comprobó que la cámara estaba totalmente vacía, ella ordenó:
– Llamad al capitán de la guardia. Decidle a sir Alexander que doble la vigilancia en las entradas y que sus hombres comiencen a peinar la torre palmo a palmo. ¡A conciencia! Luego, que venga a verme al gran salón.
Morwenna atravesó el pasillo veloz, se metió en sus aposentos y cerró de un portazo.
– ¡Tonto, tonto, tonto! -se recriminó mientras iba hacia el aguamanil que había junto a la ventana. ¿En qué había estado pensando? ¿Por qué? ¿Por qué era tan débil siempre que Carrick de Wybren estaba por medio?
Llena de ira se refrescó la cara con un poco de agua fría y se aclaró la boca. Mort, que estaba acostado sobre la ropa de cama arrugada, se incorporó. Mientras se maldecía a sí misma, el perro se estiraba y bostezaba dejando al descubierto sus dientes amarillentos a través de los labios negros, sin importarle lo más mínimo el paradero de Carrick.
– Esto es un desastre, y lo sabes -se reprendió.
El perro meneó la cola.
– ¡Oh, lo que daría por la vida sencilla de un perro!
De nuevo, el perro meneó el trasero, pero esta vez soltó un ladrido largo y agudo.
– ¡Muy bien, de acuerdo! ¡Buenos días también para ti! -susurró Morwenna-. Aunque, puedes creerme, es todo menos buenos días. Impaciente por recibir mimos, siguió gimiendo hasta que al fin ella cruzó la habitación y se dejó caer a su lado.
– ¿Me has echado de menos? -le preguntó, acariciándole la barbilla y las orejas entrecanas. El perro le dio lametones en la cara y ella rió acariciándole el pelo hirsuto de la cabeza-. Creo que debería haberme quedo aquí anoche. -Luego suspiró fuerte, se puso de pie, encontró los zapatos y cogió la capa de lana colgada en un gancho cerca de la puerta-. Habría sido la decisión más inteligente.
El perro agitó la cola como loco, saltó de la cama y la esperó en la puerta mientras se echaba la capa roja sobre la cabeza. En el mismo momento en que abrió la puerta, el animal salió disparado por ella, brincando a lo largo del pasillo mientras Fyrnne y Gladdys, cargadas con cestos grandes de ropa limpia, velas y hierbas para quemar, aparecían lo alto de la escalera.
– Buenos días, milady -dijeron al unísono.
– Buenos días -respondió Morwenna.
Se dio cuenta de que, por el momento, no sabían nada de lo ocurrido la noche anterior. Por el momento. Pero pronto el chisme se propagaría por toda la torre del homenaje.
Se atusó el cabello y se precipitó escaleras abajo. Esperaba que sir Alexander estuviera aguardándola en el gran salón. Estaba preparada para el reproche que encontraría en sus ojos oscuros. ¿Cuántas veces le había insistido en que su «invitado» tenía que recibir el trato de un prisionero? ¿Con qué frecuencia le había sugerido que Carrick fuera retenido bajo llave y que no lo visitara a solas?
Oh, era más que vergonzoso tener que hablar con el capitán de la guardia sobre la huida de Carrick, era una humillación terrible. En más de una ocasión había sentido que sir Alexander estaba enamorado de ella. Aunque tratara de ocultar sus sentimientos, sepultarlos en su interior, se había dado cuenta del modo en que la observaba cuando pensaba que ella miraba hacia otro lado y notaba el ardor de su mirada en a espalda cuando se alejaba.
Morwenna había intentado no hacer caso de las señales de peligro, no había querido reconocer la atracción que él sentía hacia ella y, sin embargo, allí estaba, siempre entre los dos, una incomodidad que había ido creciendo día a día desde que Carrick, apaleado y ensangrentado, fue trasladado a la torre del homenaje.
Pero hoy, en el gran salón, no vio ni rastro de sir Alexander.