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En su lugar encontró a su segundo, sir Lylle, de pie frente al fuego con sir James.

Lylle era un soldado alto y corpulento, con el cabello lacio de color castaño oscuro, una barba esmirriada y una voz que, por lo habitual, elevaba mucho al hablar.

Sin embargo, aquella mañana, la voz de Lylle era suave, un susurro que apenas podía oírse por encima de los gritos del cocinero, el sonido le pies arrastrándose, el crepitar del fuego y el barullo habitual del castillo, que se preparaba para afrontar un nuevo día.

Se hacían los preparativos para la comida del mediodía. Las mesas de caballete habían sido retiradas de su sitio contra el muro y colocadas en medio de la sala. Los bancos se habían situado a toda prisa alrededor de las mesas de tablón y el olor de la carne a la brasa, el pan horneado, la canela y el jengibre impregnaba la habitación. Los criados iban y venían con paso ligero desde las cocinas hasta el gran salón, mientras Mort exploraba por debajo de las mesas, el hocico presionaba los juncos en busca de las migajas de comida que hubieran quedado sin barrer o que los otros perros no hubieran descubierto.

Morwenna miró a la pila de leña que reposaba intacta al lado del lego. Aunque los perros del castillo estaban en sus posiciones al lado de la chimenea y las llamas crepitaban y saltaban mientras consumían madera seca, el fuego estaba desatendido.

Dwynn que, por lo general, parecía ser omnipresente, de momento no había asomado la cabeza. Probablemente estaba acarreando otro montón de madera. O escuchando a través del ojo de la cerradura de alguna puerta.

Lylle, que estaba calentándose la parte posterior de las piernas, tuvo la decencia de ruborizarse cuando se dio cuenta de que ella estaba presente. Le susurró algo a sir James y Morwenna se puso tensa. No hacía falta ser demasiado inteligente para entender que habían estado discutiendo sobre su participación en la fuga de Carrick. «Acostúmbrate a ello. Esto es sólo el principio».

– ¿Dónde está sir Alexander? -preguntó ella.

– Anoche se produjeron disturbios, milady -explicó sir Lylle. Se había sacado los guantes de las manos y los sostenía debajo del brazo mientras se las restregaba-. La mujer de un campesino denunció que su marido fue atacado por un grupo de hombres en mitad de la noche, los atacantes no consiguieron un botín sustancioso pero suponemos que se trata de la misma banda de matones que rondan los bosques en el cruce del Cuervo. Sir Alexander y el alguacil partieron antes del alba para hablar con el sujeto. Todavía no han regresado.

Nada marchaba bien aquella mañana, pensó enojada.

– Supongo que sir James os ha informado de la fuga de Carrick de Wybren.

– Sí -asintió Lylle con la cabeza-. He dado órdenes a cinco grupos de tres para que busquen en la torre del homenaje. Han comenzado por las torres y los adarves, el perímetro del castillo, y después rastrearán el interior de la torre del homenaje.

– Bien.

– También se ha enviado un pelotón de búsqueda a la ciudad por si hubiera logrado escapar de la torre del homenaje.

– Avisadme si encontráis algo.

– Así se hará, milady.

Morwenna se sentía mal por dentro. Carrick había escapado. De alguna manera, puesto que había pasado la noche con él, le había ayudado en el éxito de su huida.

Pero, ¿por qué entonces? ¿Por qué precisamente la noche que había pasado en su habitación? ¿No habría sido más fácil huir cuando hubiera estado solo con el único riesgo de burlar al guardia?

Y el campesino que había sido atacado… ¿Acaso era una coincidencia que el asalto se hubiera producido la noche que Carrick había huido?

¿O era él el responsable?

¿Podía ser que la banda de matones que habían estado acosando a los viajeros fuera la misma que había atacado a Carrick y lo había dado por muerto?

Las preguntas se arremolinaron en su cabeza, y aunque lo intentó no obtuvo respuesta.

Frunció el ceño y se encaminó hacia fuera, donde un cielo plomizo amenazaba con una lluvia inminente y una ráfaga de viento fresco despejaba algunas briznas de niebla.

Necesitaba hablar con alguien, desnudar su alma y, no obstante, se encogió cuando se imaginó lo que le diría Isa. La vieja mujer le hablaría de augurios y maldiciones cuando lo que necesitaba Morwenna eran respuestas. Hizo una mueca y se cubrió con la capucha de la capa. Tampoco podía confiar en Bryanna. Su hermana trataría de justificar la huida de Carrick con algún romance o el drama desgarrador de la seducción. Y aunque tampoco podía confesar sus pecados al padre Daniel, al menos podía rezar para encontrar algo de consuelo en la capilla.

«¿Y si encuentras al sacerdote como la otra vez, postrado, desnudo, flagelándose?»

Entonces se iría de allí. Encontraría un lugar privado para dirigirse a Dios con la esperanza de que alguna intervención divina intercediera por primera vez en su vida. Tal vez a través de la plegaria y la ayuda de Dios podría sacar a Carrick de Wybren de su vida para siempre.

Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia y ella sostuvo la capucha más cerca de la cara. Sus chanclos chapoteaban en el fango mientras caminaba a lo largo de un camino estrecho que conducía a la cajilla.

«Mujer tonta y estúpida. ¿Nunca aprenderás?»

Un relámpago resplandeció en el cielo. En algún sitio, un niño gritó y un caballo relinchó de miedo.

Se veían fuegos encendidos en la cabaña del cerero y el herrador estaba en su forja, el martillo sonaba al aporrear las herraduras candentes. Los muchachos abrían las compuertas de los diques al tiempo que los pescadores recuperaban las trampas para las anguilas. Una muchacha joven, la hija del alfarero, recogía huevos mientras su hermana menor tiraba semillas a las gallinas, siempre voraces y ruidosas, a los patos y a los gansos malhumorados. Un pavo real glugluteó y se arregló con el pico las plumas de su cola resplandeciente mientras las hembras, que estaban próximas, hurgaban en la suciedad de los establos.

Un trueno resonó sobre las colinas y las niñas miraron con preocupación hacia el cielo.

– Ven, Mave -dijo la mayor de ellas, cogiendo la manita de su hermana-. Lo haremos más tarde, una vez haya pasado la tormenta.

Juntas, cargando con los cestos, corretearon hacia la cocina. Morwenna las vio alejarse y sintió la llovizna fría sobre la piel. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde que ya no era tan joven. Apartó ese pensamiento y apresuró sus pasos hacia la capilla. Ahora llovía a cántaros. Casi había llegado a la puerta cuando descubrió a Isa sentada en el jardín con la espalda apoyada contra un árbol.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Morwenna a la anciana aunque lo sabía.

Probablemente la bruja había pasado en vela toda la noche, dibujando runas y susurrando oraciones a Morrigu, a Rhiannon, Fata Morgana y a otros por el estilo. Estaría furiosa por ver que todo su trabajo había sido en balde, y no sólo porque Morwenna se hubiera entregado a Carrick sino porque el granuja, fiel a su carácter, la había abandonado.

– Isa, entra. Hace un frío que pela y estás calada hasta los huesos -Morwenna se acercó a la anciana porque no respondió-. ¿Isa? -dijo un primer escalofrío de temor recorrió su espalda-. ¿Qué haces?

Entonces vio la sangre.

Manchas de un color rojo intenso cubrían el cuello de la anciana.

– ¡No, oh, Dios, no! -Se abalanzó sobre ella sacudida por un horror abominable-. ¡Auxilio! ¡Guardias! -gritó mientras rezaba para que no era demasiado tarde y para que estuviera viva todavía…

Las rodillas de Morwenna cedieron al paso que alcanzaba a su vieja nodriza.

– ¡Isa! -gritó una vez más, agarrándolo los hombros, sacudiéndola esperando que aquellos ojos en blanco dieran alguna señal de vida-. Isa, por favor, di algo. ¡Ah, por favor, por favor, despierta! -continuaba gritando, suplicando ayuda, rezando y, sin embargo, sabía que ya era demasiado tarde-. ¡Ayuda, por el amor de Dios, que alguien nos ayude! -chilló, abrazada al cuerpo inerte-. ¡No, no, no! Isa…