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– Es una pena lo que le ha pasado a Isa -dijo Leah, la mujer desdentada del apicultor, dando vueltas con sus manos rollizas a un pájaro desplumado sobre las llamas mientras acababa de quitar las plumas chamuscadas de las puntas.

Dylis, la mujer más pequeña, viuda de un soldado muerto, desplumaba un ganso habilidosamente, moviendo las manos con agilidad, y clasificaba las plumas, apilándolas según el tamaño y el peso en bolsas diferentes.

– Es casi como si Dios la hubiera castigado por rezar a la gran diosa -comentó Dylis y, como para asegurarse de que ella no caería en el mismo estado que Isa, se apresuró a santiguarse sobre su pecho escuálido.

– Me pregunto qué se debe hacer con Carrick de Wybren -caviló Leah-. Se dice que Isa encontró su anillo. Que lo agarraba tan fuerte que tenía la marca de la W en la palma de la mano.

– Y he oído que el cuello se lo habían cortado de la misma manera.

Leah se puso a hablar en voz más baja, con complicidad.

– Ya sabes, Carrick era prácticamente un prisionero y se desvaneció en el aire como si fuera un maldito fantasma -chasqueó los dedos-, ¡como por arte de magia!

Dylis enarcó una ceja mientras una ráfaga de viento recorría el patio de armas y soplaba sobre sus caras, lo que provocó que se desataran las cintas de sus sombreros.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Dylis atándolo alrededor de su barbilla huesuda.

– Sí. Y por lo que he escuchado, la señora estuvo con él toda la noche -dijo Leah, al tiempo que le daba un codazo a su amiga.

Morwenna se estremeció. Sabía que debía anunciarse pero no podía parar de escuchar. A veces una sabía más por las conversaciones de los criados que por un interrogatorio. Sintió que Bryanna se enfurecía a su lado y colocó una mano sobre el brazo de su hermana menor para callarla.

Mientras las miraban, Leah metió el ganso chamuscado en un rediente grande lleno de agua fría.

Dylis dijo con desdén en voz alta:

– Si me lo preguntas, creo que ella todavía está enamorada de él. He oído que estuvo con Carrick antes del incendio y que él la dejó sin pensarlo dos veces.

– Por Alena, la hermana de lord Ryden de Heath. -Los ojillos de Leah centellearon-. Si me dejas que te lo cuente, te diré que ésa es una promiscua. Casi como si fuera un hombre. Ha tenido varios amantes, incluido un plebeyo -rió tontamente con ese pequeño chisme.

– Estuvo casada con uno de los hermanos de Wybren, ¿no?

– Sí, pero no con Carrick. No me acuerdo de con quién… Espera un minuto y me vendrá a la cabeza. Déjame ver, uno era Owen, el otro Byron y… otro más, espera, que pienso.

– Sí, Theron -dijo la mujer más canija, haciendo un gesto con la cabeza.

Llenaba los sacos con plumas pequeñas que servirían para las camas, y las plumas más grandes las dejaba a un lado para la fabricación de flechas y plumas para escribir. Estaba atando las cuerdas de una bolsa llena cuando se le ocurrió levantar la mirada y se encontró con la de Morwenna. Al instante paró de chismorrear.

– Sí, eso es, Theron -corroboró la mujer desdentada como saboreando el nombre. A pesar del frío, un sudor le recorrió el cuerpo por debajo la capa-. El carnudo -añadió, riendo tan fuerte que dio un resoplido.

Colocaba el ganso chamuscado en una cesta cuando, de repente, captó la mirada de advertencia de su amiga. Al fin miró hacia arriba y, al darse cuenta de que no estaban solas, se sonrojó con toda la gama de rojos.

– Oh, milady -fingiendo que no había estado esparciendo rumores-. No os vi.

– Es obvio -dijo furiosa Bryanna.

– Bien, buenos días a las dos. -Leah se limpió las manos con el delantal.

– Y para ti también, Leah -dijo Morwenna apretando la mandíbula.

Pensó en reprender a la mujer por su charla pero decidió morderse la lengua.

Pero Bryanna no tuvo reparos en decir lo que le apetecía.

– Tal vez sería mejor que las dos prestarais más atención a vuestro trabajo y menos a comentar habladurías de la señora que gobierna la torre -advirtió sulfurada.

Luego dio media vuelta y caminó con rigidez hacia la habitación del médico.

– Lo siento mucho -se disculpó Leah-. Si dije algo que os ofendiera, milady, por favor…, perdonadme.

Con la cabeza gacha hacia el suelo fangoso, lleno de plumas esparcidas a sus pies, parecía absolutamente miserable y completamente arrepentida. Si se trataba de una farsa, era una actriz excelente.

– Limítate a tener más cuidado en un futuro -advirtió Morwenna.

Sabía que a aquellas gentes les gustaba hablar y adornar historias, contentas de que las desventuras les ocurrieran a otros que no fueran ellos.

Mientras se apresuraba a la habitación del médico, Morwenna se dijo que permanecería tranquila y mantendría su ira bajo control, pero tenía el presentimiento de que estaba perdiendo el tiempo. Quienquiera que hubiera matado a Isa se había escapado y Carrick también se alejaba en la distancia.

En cuanto tuviera la oportunidad de hablar con el alguacil y el capitán de la guardia partiría, dirigiría un pelotón de búsqueda sin ayuda y no haría caso de los argumentos que, estaba segura, esgrimirían dos hombres. Este era su castillo y ella, la soberana. Dos personas inocentes habían sido asesinadas delante de sus narices. Otro, tal vez culpable de asesinato, se le había escurrido de los dedos. Era su deber ayudar a capturar a los dos criminales.

«Quizás el criminal fuera un solo hombre. Aunque parece improbable, no es imposible, tal como señaló Bryanna, que Carrick estuviera de una manera detrás de las muertes de Isa y de sir Vernon».

Siguiendo a Bryanna, se dirigió a las dependencias del médico, una casa de dos piezas que lindaba con el muro de la torre sur. Alcanzó a su hermana cuando se encontraba sólo a unos pasos de la casa de Nygyll, donde había un guardia apostado. Sin ninguna objeción, permitió la entrada a Bryanna y a Morwenna.

Dentro, las habitaciones estaban a oscuras y olía a las hierbas secas que colgaban del techo. Las velas se habían consumido y la única iluminación procedía de una única ventana. Era suficiente. A Morwenna se le hizo un nudo en el estómago cuando vio a Isa de nuevo. Estirada sobre una mesa robusta, había sido cubierta con una sábana y yacía con la piel pálida como luna de noviembre y el cuello abierto en un corte irregular.

Bryanna dejó escapar un grito de la garganta cuando vio a la anciana nodriza.

– ¡No, no…! ¡Ah, Dios, no! -gimoteó-. ¡Oh, Isa, no…! ¡No, no! -susurró con voz ronca y los ojos rebosantes de lágrimas. Cogió las manos de la mujer muerta entre las suyas y se arrodilló ante ella-. ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó como si la mujer muerta no sólo pudiera escuchar sino también contestar.

Morwenna dejó escapar un lamento intenso que arañaba su alma. Bryanna meneó la cabeza e hizo suyas las palabras de su hermana, susurrando:

– Te juro que tu muerte será vengada. Tu muerte no ha sido en vano, no descansaré, Isa, ni un segundo, hasta que atrapemos y castiguemos al vil asesino, hasta que sus tripas cuelguen a la vista de todo el mundo. -Sollozaba y se ahogaba con sus lágrimas mientras con las manos masajeaba los dedos inertes de la anciana mujer-. Prometo a madre Morrigu y a todos los dioses y diosas en los que confiaste que la justicia prevalecerá.

A Morwenna se le removieron las entrañas. Ella también sentía el dolor y el desespero por una mujer que la había cuidado, guiado e instruido, una mujer que había sido una parte esencial en su vida y con quien había vivido hasta donde su memoria alcanzaba a recordar. Miró el cadáver de la mujer y contuvo sus lágrimas amargas.

– Me gustaría estar a solas con ella -susurró Bryanna, mirando su hermana con los ojos enrojecidos.

– De acuerdo -asintió Morwenna. Las dos tenían mucho que pensar y mucho que hacer, también-. Estaré en el gran salón.