Arropándose con la capa, caminó hacia fuera y tuvo la certeza de que su vida había cambiado para siempre.
Forzó al caballo a que corriera más. El sudor empapaba la piel del zaino. No descansarían hasta que estuviera seguro de que estaba solo. A estas horas, tenía la seguridad de que habrían descubierto su huida e intentó no pensar en cuál sería la expresión de Morwenna cuando se diera cuenta de que la había engañado. Mirando por encima de su hombro, vio que nadie le seguía y, con todo, le acosaba la sensación de que alguien andaba muy cerca desde que había dejado el castillo de Calon.
«¡No es nada! Sólo tu miedo…» Y sin embargo…
Sus dedos se aferraron a las riendas y miró con el ceño fruncido hacia el cielo plomizo y amenazante. El corcel avanzaba galopando, y en cada bifurcación el jinete se guiaba instintivamente hacia Wybren, donde se encerraban las respuestas a su identidad. De alguna manera, en los gruesos muros de piedra encontraría la verdad, poco importaba lo atroz que fuera su pasado.
«¿Y si eres Carrick, un asesino?»
– Pues que así sea -dijo al viento.
Espoleó con sus talones al caballo para que avanzara todavía más rápido. Se inclinó hacia delante, sintiendo el azote de la crin de su cabalgadura contra la cara mientras guiaba al animal inequívocamente hacia Wybren.
Cruzó un bosque de robles secos y quebradizos que vibraban con el viento hasta que encontró el río y un lugar donde no había puente, salvo un estrechamiento del río. En la orilla, había huellas de cascos en el lodo, prueba de que aquél era el lugar conocido como el cruce del Cuervo. Allí era donde el temerario, a caballo, eligió cruzar a la orilla opuesta.
El caballo castaño frenó en la orilla del agua, se hizo a un lado y vaciló, agitando su gran cabeza y emitiendo destellos blancos de los ojos oscuros.
– Vamos -urgió el jinete-. Todo irá bien -le calmó, aunque no sabía cuál era la profundidad ni la velocidad de la corriente-. Tranquilo…
Poco a poco el caballo entró en el río, sumergiendo las patas en un torrente de agua que se arremolinaba formando espuma. Caballo y jinete se hundieron cada vez más en el agua, hasta que la bestia quedó sumergida hasta el pecho, con las botas del jinete. Éste apretaba los dientes por el frío y dio rienda suelta al animal para que encontrara su propio camino. El caballo echó a nadar y Carrick notó la sensación inquietante de flotar mientras el animal luchaba contra la fuerza de la corriente.
El zaino, manteniendo en la superficie los orificios nasales, luchaba contra el oleaje del agua que lo empujaba hacia abajo. Los pantalones abombados de Carrick estaban húmedos, el dobladillo de su capa flotaba a su lado, se había sumergido hasta la silla.
– Muy bien -le dijo, mientras sentía la sacudida de un casco golpeando contra el fondo-. ¡Venga, chico!
En un instante el animal arremetió hacia delante, el agua cayó en cascada hacia los dos lados y el caballo zaino se esforzó por galopar y hacer presión con sus cascos mientras Carrick se sostenía de la perilla de silla por no caer hacia abajo.
El animal dio un salto poderoso y subió hacia arriba, saliendo de las cálidas profundidades, a unos metros más abajo del cruce.
Se detuvo para sacudirse el agua y caminó con ansiedad e impaciencia hacia la orilla pisoteada y el camino que conducía hacia las colinas arboladas.
A Wybren.
El jinete tuvo el recuerdo remoto de aquel camino como lo había sido en un día de primavera de un año incierto. Sus hermanos estaban con él, veía sus caras borrosas. Montaban juntos a caballo… pero había algo más aparte de la camaradería familiar del grupo mientras viajaban por ese camino. Se respiraba algo en el aire, algo oscuro y siniestro.
Tiritó por el frío del río que se le había calado en los huesos y las manos le temblaban al sostener las riendas, mientras trataba de concentrarse y evocar el recuerdo.
«¡Piensa, maldita sea!»
Pero los recuerdos fugaces no fueron más que una broma pesada ya que se disiparon en el acto.
Con un sentimiento de frustración siguió a caballo, adelantando a otros viajeros que había en el camino. Una compañía de trovadores, un carro cargado de piedra tirado por un buey, el carromato que guiaba un muchacho campesino y dos jinetes solitarios fue todo lo que encontró.
El día avanzaba, las nubes correteaban a través del cielo, el sol no conseguía agujerear el velo en movimiento. Le castañeaban los dientes sentía los dedos congelados sobre las riendas, y con todo apenas los notó cuando se acercaba a Wybren. Vio una iglesia abandonada y un puente desvencijado que le resultó familiar y, más adelante, pasó por una granja donde los cerdos buscaban bellotas bajo los grandes robles.
Destellos de recuerdos volvieron a jugar con él, comenzaban a formarse y se desvanecían antes de que pudiera llevarle a la memoria cualquier imagen clara. Sin embargo, sintió que se acercaba más, sintió que era sólo una cuestión de tiempo recorrer algo y recordar todo cuanto había olvidado.
Se acercaban dos muchachos a caballo que iban en dirección contraria. Corrían a lo largo del camino, se gritaban el uno al otro, totalmente ajenos a la gélida temperatura, a la tormenta inminente o a cualquier otra cosa. Riéndose y persiguiéndose, irrumpieron ante él, levantando el barro con los cascos de sus caballos.
Mientras pasaban por delante, una visión se materializó ante sus ojos. Él había sido uno de aquellos demonios que montan a caballo sin respeto por nada salvo por la necesidad de correr precipitadamente a cielo abierto. Su risa continuó al viento entre los cuatro… Sí, eso era, cuatro hermanos competían a caballo a través de los verdes campos de la primavera, sin respeto por nadie excepto por ellos.
– ¡Te atraparé! -gritó uno.
Un desafío. Se vio a sí mismo inclinándose hacia delante de la grupa de su caballo negro, enterrando su cara entre la crin del corcel, sintiendo que le abofeteaba las mejillas y las lágrimas corrían por sus ojos en la ráfaga de viento. ¡Iba delante y no iba a permitir ganar a ninguno de sus hermanos!
Con el rabillo del ojo observó el morro de uno de los caballos de sus hermanos asomarse, el animal respiraba con fuerza, clavando las piernas sobre la marga mullida, soltando las riendas un poco. No podía perder. ¡Otra vez no!
– ¡Vamos! -gritó a su semental, liberando las riendas un poco. No iba a dejarse ganar. ¡Otra vez no!-. ¡Vamos, vamos, vamos!
Su caballo saltó hacia delante pero no podía alcanzar al otro corcel mientras el bosque se abría ante ellos, oyó la risa de su hermano, un ruido malévolo que le recorrió el espinazo. Hubo un movimiento, un destello de un guante rápido mientras el bastardo se inclinaba más cerca y fustigaba las posaderas negras con un látigo corto. El caballo relinchó. Se estremeció y dio sacudidas y bandazos hacia delante. Se zafó desesperadamente de las riendas, que cayeron al suelo, la montura cedió por sus patas delanteras. El miedo le paralizó la sangre. Iba a caerse y a ser pisoteado. Oyó gritos.
¡Sus otros dos hermanos!
Estos se habían quedado rezagados sobre sus caballos, más lentos, seguramente podrían evitar la colisión desviando a sus corceles del camino. Su cabalgadura se espantó, tropezó y viró encabritada hacia la derecha. Directamente hacia el camino de los dos caballos. «¡Por el amor de Dios, no!»
Se agarró a la perilla de la silla con fuerza, intentó retener su cuerpo contra la silla de montar, pero la gravedad le tiró con fuerza hacia abajo y la silla comenzó a resbalar.
– ¡Maldita sea, para! -gritó impotente-. ¡Para!
El suelo pasó por delante de él de manera borrosa, la hierba lozana quedaba triturada por los cascos de los caballos. Le dolieron los brazos, la espalda se le arqueó mientras la silla de montar se deslizaba más y más abajo, los estribos golpeando contra los costados del caballo.
¡Ya no podía aguantar más!
Y entonces… ¡Nada!