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De repente el recuerdo se esfumó tan rápido como si se hubiera arrepentido de emerger a la luz. Como una serpiente luchando por retroceder. No quedó más que el vacío negro de su pasado otra vez.

Parpadeó con fuerza mientras las primeras gotas de lluvia caían del cielo, frías gotas contra su piel congelada. Los cuatro muchachos que había visto en sus recuerdos, ¿serían él y sus hermanos? Seguiría recordando más cosas. Estaba seguro de ello. El dique que contenía la verdad estaba resquebrajándose y pronto pasaría la corriente.

Con entusiasmo renovado, empujó su caballo adelante, que flaqueaba en el camino fangoso. Sabía que cada vez estaba más cerca de Wybren, y sintió algo diferente en el aire.

Los recuerdos iban y venían por su cabeza y se desvanecían. Vio un camino lleno de maleza que se abría a través de la espesura. También se acordó de haber encontrado un ciervo en el monte yendo de caza con sus hermanos… Respiró y su mente torturada se alivió, seleccionando poco a poco los restos de sus recuerdos destrozados.

Recordó que los cuatro hermanos no habían ido en busca de venado o de juego. El otoño había llegado pronto, las hojas habían comenzado a caer de los árboles, el aire fresco, la cosecha daba sus frutos… Otra vez se vio a caballo pero esta vez iba solo, y la luna dorada ascendía en el cielo.

Montaba como un desaforado, la cólera encendía su sangre y la lujuria de la venganza bullía misteriosamente en su alma. El odio le impulsaba hacia delante, el deseo de matar en aquel mismo instante tronaba en su cerebro.

Estaba empeñado en librarse de un enemigo.

Ahora, mientras se ponía de prisa las riendas y detenía al caballo castaño, intentó recordar a quién perseguía, a quién quería matar. Pero la cara de su enemigo era una imagen borrosa y crispada.

¿Quién le habría provocado semejante furia? Se le puso la carne de gallina en los brazos mientras recordaba que era alguien cercano, alguien en quien había confiado.

El recuerdo le golpeó. Estaba a punto de recordarlo.

¿Quién era la persona que lo había traicionado?

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron y un dolor de cabeza le martilleó detrás de los ojos. ¿Quién?

– Maldita sea -gruñó.

Cuando la lluvia comenzó a caer, otro recuerdo le asaltó. La imagen de su enemigo, ahora completamente nítida, se formó en su mente: era un hombre alto, fuerte, con una barba negra, una sonrisa calculadora y unos ojos tan azules como los suyos.

El corazón le palpitó con fuerza y los dedos retorcieron las acordándose de su primo, el hombre que pensaba que de alguna manera siempre le había engañado, un hombre que, ahora lo sabía, no haría nada que no sirviera para fomentar su propia ambición.

¡Graydynn! Lord de Wybren.

Una rabia tenebrosa circuló con fuerza a través de su torrente sanguíneo.

La bilis le subió a la garganta, el gusto malo y desagradable a traición le amargó la boca.

Se inclinó a un lado y escupió en la maleza.

Había llegado el momento de enfrentarse al enemigo.

Capítulo 24

Morwenna no tenía apetito cuando se sentó a la mesa. Inspeccionó el gran salón, donde comían los soldados y los campesinos. Mientras se servía la comida, por lo general, se oía el murmullo de las conversaciones, los estallidos de risa y una sensación de jovialidad, salvo hoy. Todo el mundo se sentía apagado. Guardaban silencio mientras compartían la comida de los tajaderos. Incluso parecía que los perros del castillo percibían un cambio en el aire, sus exigencias parecían menos frenéticas y los ojos y oídos se extraviaban hacia las puertas, como si ellos también esperaran oír algo sobre el prisionero que se había escapado.

Morwenna apenas probó bocado del pastel de salmón, ni de los huevos cocidos, ni de la salsa que aderezaba la comida y empapaba el pan el plato. Tampoco tenía interés en los bocados de anguila con cebolla que habitualmente comía con fruición.

No era la única que se sentía desganada. Bryanna se había sentado sin decir una palabra durante toda la comida. Apenas comió un bocado, ni siquiera probó el pudín de almendra decorado con dátiles que se deshacían en la boca, orgullo del cocinero. Se había sentado con la cara pálida y taciturna y, en el instante en que el último plato fue servido, le faltó tiempo para ponerse de pie y abandonar la mesa. No se disculpó, travesó con premura el gran salón y subió las escaleras hacia sus aposentos.

Morwenna picoteó el pudín pero apenas hubo tragado el bocado le pareció que se le atravesaba en el estómago. Tenía el pensamiento dividido en Isa y los últimos momentos horribles de su vida, y en Carrick cómo había conseguido deslizarse de la cama que habían compartido juntos pasando sin ser advertido ante el guardia que custodiaba la puerta. ¿Acaso había esperado el momento propicio hasta estar completamente seguro de que sir James dormitaba? ¿O había tenido la suerte de empujar la puerta en el momento oportuno de modo que nadie en la torre, ni el centinela apostado en la puerta de su dormitorio, o alguien en vela, o el guardia de la puerta principal lo hubiera visto?

¿De veras la seguridad en la torre era tan escasa que cualquiera, incluso Carrick y el asesino de Isa, podía campar a sus anchas? ¿O todos líos operaban juntos, como una banda de traidores y degolladores que no sólo minaban sino que además se rebelaban contra la autoridad? ¿Acaso no lo había sentido ella demasiado a menudo? ¿Unos ojos ocultos que la observaban? ¿Una presencia malévola dentro de la torre? ¿No le había advertido Isa sobre la traición, los augurios de muerte y la destrucción?

E Isa era la que, en última instancia, lo había pagado.

¿Tenía razón la anciana? ¿De veras aquella torre estaba maldita? ¿Era posible que todos en quienes ella confiaba fueran traidores?

A Morwenna se le encogió el estómago y alzó la vista rápidamente para explorar el gran salón y a cuantos estaban allí. ¿Era su imaginación o el curtidor evitó su mirada? ¿Y el ballestero? ¿No percibía rebeldía en su mirada siempre que hablaban? Lo había achacado a su condición de mujer… Y, ¿dónde diablos estaba Alexander, el capitán de la guardia, el hombre que debía mantener el castillo a salvo? Supuestamente llevaba toda la mañana fuera en una misión de justicia, pero ¿de veras podía confiar en él? ¿Acaso no había oído a quienes la servían chismorrear sobre ella, hablando a sus espaldas, riéndose disimuladamente porque su amante la había abandonado otra vez?

No podía permanecer sentada en la mesa ni un instante más. Dejó la comida casi intacta, se limpió las manos con una servilleta y la depositó doblada en forma de barco encima de la mesa. Cuando el copero iba a servirle más vino, se levantó, pasó por su lado dándole un empujón y se dirigió escaleras arriba. Para pensar. Para decidir qué hacer.

No podía esperar que nadie en la torre le planteara un plan o le viniera con ideas. Como soberana, decidiría qué curso deberían tomar sus acciones. Se dirigía a sus aposentos cuando se desvió del camino para visitar la habitación de Tadd, esa habitación que había compartido con Carrick.

Notó que le subían los colores a la cara cuando vio la cama, ahora recién hecha. No había velas ni juncos encendidos en la habitación, ni fuego en la chimenea. Caminó alrededor de la cama y recordó la entrada en la habitación la noche anterior, verlo allí tendido, tocarlo, sintiendo el calor de sus labios, rindiéndose a la magia de sus caricias.

Había pensado que podía enamorarse de él otra vez.

Y se había equivocado.

Dejó la habitación entre suspiros. Pasó la siguiente hora en el solar, de pie ante una ventana, mirando hacia abajo, al patio de armas, y se preguntaba cómo Carrick había logrado escapar con tanta facilidad. ¿Contaba con otros conspiradores? ¿Personas que le hubieran ayudado a huir? ¿Fue alguno de ellos el que tropezó con Isa y la mató, dejando el anillo de Wybren como recuerdo macabro?