– Sí, Fyrnne, trae un poco de vino para el capitán y para mí, nos hará entrar en calor…
La criada ofreció una sonrisa y dejó entrever unos dientes separados. Una cabellera pelirroja y mullida rodeaba su cara, salpicada de pecas.
– Lo subiré de inmediato -dijo, apresurándose a salir al pasillo, las largas faldas haciendo crujir los juncos frescos que había esparcidos por la habitación.
– Queríais decirme algo -recordó Morwenna al capitán de la guardia, que se había quedado cerca de la puerta-. Por favor, tomad asiento.
Morwenna le indicó dos sillas cerca del fuego y se sentó en una de ellas.
– Decidme lo que os preocupa.
– Se trata del prisionero -dijo.
Y pareció que tomaba asiento de mala gana mientras el fuego crepitaba y chisporroteaba, desprendiendo una luz dorada que jugaba sobre sus rasgos devastados.
El capitán Alexander, un hombre robusto, de nariz torcida y ojos oscuros e inquietos, formaba parte de Calon y era uno de los criados y soldados que había heredado Morwenna con la torre.
– ¿Qué ocurre? Recordad, sir Alexander: hasta que no esté segura de que es nuestro enemigo, le consideraré un invitado.
– Podría ser un error, milady.
Los dedos gruesos frotaron la empuñadura de su espada con nerviosismo, resiguiendo la talladura intrincada del mango del arma.
– ¿Por qué?
– Deberíamos considerarle un enemigo hasta que las pruebas nos demuestren lo contrario.
– ¿Creéis que es peligroso?
– Sí.
– Pero está a las puertas de la muerte -dijo dando golpecitos con su dedo sobre el brazo desgastado de la silla, intentando evitar la idea de que ese hombre pudiera ser Carrick. No, era imposible-. Dudo que pueda infligir daño a nadie.
– No es pecado tomar precauciones -dijo el capitán.
Le asaltó a Morwenna de nuevo la advertencia que Carrick lanzara a la brisa veraniega hacía mucho tiempo: «Hay que tener siempre cuidado. Lo que en apariencia es inocente, a menudo demuestra ser mortífero».
La mirada atenta y oscura de Alexander rozó la suya, y no era la primera vez que ella notó algo en aquellos ojos marrones, algo que él rápidamente trató de disimular apartando la mirada.
Un golpe seco en la puerta rompió el incómodo silencio.
– Soy Fyrnne, milady -pidió permiso con una voz suave.
– Entra, por favor.
– El cocinero pensó que os gustaría tomar un bocado también.
La criada entró acarreando una amplia bandeja. La colocó sobre la mesa pequeña entre Morwenna y el capitán de la guardia.
Dejó una cesta con pan caliente y platillos con huevos cubiertos de gelatina, anguilas salteadas y manzanas asadas.
– Muy bien, gracias -dijo Morwenna. El estómago de Morwenna gruñó mientras ofrecía a Alexander una copa.
– Esto es todo, Fyrnne.
– Como deseéis.
Una vez Fyrnne se hubo retirado, Morwenna volvió a mirar al capitán de la guardia.
– Ahora decidme, Alexander, ¿pensáis que el hombre que está abajo es peligroso? ¿Por qué?
– Lo encontraron no muy lejos del castillo, escondido en un bosquecillo de árboles que domina el camino que conduce a la entrada trasera.
– Y golpeado casi hasta acabar con su vida. ¿Llevaba alguna arma encima?
– Sí, una daga atada con una correa a la pierna, dentro de la bota. Y una espada.
– ¿Envainada?
– Sí.
– ¿Había rastros de sangre en ella?
Alexander negó con la cabeza y tomó un trago de la copa.
– No.
– Entonces, ¿no se defendió del ataque?
– No con un arma que podamos determinar. El alguacil y algunos de sus hombres están rastreando el área donde se localizó el cuerpo.
– ¿Por otros?
– Para intentar saber qué ha pasado.
– ¿Le robaron?
– No le quitaron las armas ni el anillo, sin embargo no había rastro del caballo, ni del carro, ni del portamonedas que debía de llevar consigo. Por lo tanto, es probable que haya sido víctima de un robo.
Morwenna se llevó a la boca un huevo en gelatina e hizo caso omiso de los fuertes latidos de su corazón mientras masticaba. «El hombre que está abajo puede ser Carrick». ¿Acaso no había existido el rumor de que se había salvado del incendio que arrebató la vida a su familia? ¿Es que no se comentó que un mozo de cuadra lo había visto escapar a lomos de un caballo? ¿No era cierto que se había conjeturado que el propio Carrick era el autor del fatal fuego? ¿Por qué? ¿Qué razón podía empujarle a matar a toda su familia? Quedaba descartada la herencia de la torre como móvil puesto que había dejado creer a todo el mundo que había muerto. Desde que el mozo de cuadra extendiera ese rumor, el año pasado, nadie le había visto.
«Hasta ahora».
– Creo que deberíamos temer más a los que asaltaron a ese hombre que a la víctima.
Alexander examinó el contenido del cuenco de madera y la miró directamente.
– Lleva en el dedo el anillo de Wybren.
El corazón casi se le heló.
– Lo vi, pero nuestro enemigo no es Wybren.
– Algo pasa en Wybren.
Poco se podía hacer. Todo aquel que viera el anillo recordaría el incendio que asoló la torre de Wybren hacía un año, durante la Nochebuena, y las acusaciones que profirió el barón Graydynn, ahora señor del castillo, que poco hicieron para acallar los rumores.
– Mató al menos a siete personas, miembros de la familia del barón Dafydd, la mujer, cinco hijos y la nuera. El único que logró escapar fue su hijo Carrick. Se rumorea que fue un asesinato.
Ella toqueteó su copa de vino.
– ¿Creéis que Carrick provocó el fuego, mató a su familia, huyó a caballo, desapareció durante un año y, ahora, por algún motivo inexplicable, está tendido apaleado sobre una mesa en el gran salón?
Alexander había alcanzado una anguila pero se detuvo, la mano se mantuvo inmóvil sobre la fuente.
– Es posible.
– Pero no probable. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a matar a su familia y después desaparecer?
– No lo sé. Quizá les guardara rencor.
– ¿A toda la familia? Siete personas perdieron la vida. Siete -recordó al capitán de la guardia y a sí misma-. Sir Carrick logró escapar del fuego de alguna manera, o al menos eso parece… Pero no hay ninguna evidencia de que fuera él quien provocara el incendio.
Dicho esto, terminó la copa de vino y se limpió los labios con una servilleta de lino. Los dedos le temblaban.
– ¿Por qué no me conducís hasta el lugar donde fue encontrado? Mientras tanto, que lo trasladen a la habitación de Tadd por el vestíbulo.
Tadd era su hermano, pero raras veces la visitaba, algo que Morwenna agradecía por lo general. Sin embargo, hoy habría buscado el consuelo en su consejo, aunque pudiera ser irrespetuoso.
– Podéis colocar un guardia ante la puerta, pero lo trataremos como a un invitado hasta que encontremos un indicio que nos haga pensar que se trata de un enemigo.
– Pero, milady…
Morwenna le miró fijamente y elevó la barbilla, un gesto que adoptaba involuntariamente cada vez que alguien se atrevía a desafiarla o insinuaba que por ser una mujer tenía menor autoridad que un hombre.
Alexander captó el gesto.
– Como deseéis.
– Cogeré mi capa y me reuniré con vos en la cuadra. Decid al capataz que prepare mi caballo.
El capitán hizo un ademán de protesta, pero se limitó a posar la copa sobre la mesa y asentir con la cabeza antes de abandonar presto la estancia.
Morwenna dejó escapar un suspiro. Se sacudió los dedos para limpiarse las migajas de la comida y se deslizó a la habitación contigua. Al cerrar la puerta, intentó apartar los pensamientos que le decían que el forastero herido que se encontraba en el castillo podía ser Carrick. Era una opinión ridícula, como le acababa de decir sir Alexander. Echó un vistazo a su cama y recordó el sueño que había tenido, el calor y la lujuria, el deseo y la avidez, y luego esa sensación tan real de que la observaban mientras daba vueltas entre las sábanas. Otro pensamiento absurdo. El castillo Calon era una torre intrincada, con una extensa trama de escaleras y vestíbulos, algunos de los cuales todavía no había explorado, pero nadie estaba al acecho en la sombra, vigilándola por los rincones. Sólo había sido producto de su imaginación, demasiado fértil, que alzaba el vuelo otra vez.