¿Por qué, por qué, por qué?
¿Y cómo? Maldita sea, ¿cómo?
– Gran Madre, perdóname -murmuró Bryanna, con un dolor que le desgarraba el alma.
Cerró los ojos para apartar de la mente la imagen de Isa tendida sobre la mesa del médico, con la piel fría y de un blanco fantasmal, el cuello encostrado de sangre, pero la impresión permaneció en su mente como sellada con fuego.
Se arrodilló al lado de la mujer que la había criado, la nodriza que la había amamantado cuando la leche de su madre se había secado. Tocó los dedos rígidos de Isa y sintió algo, no la vida, sino los restos de ella, como si el alma de Isa todavía permaneciera allí.
– No me dejes -susurró Bryanna mientras las lágrimas caían sobre los dedos de la mujer muerta.
Siempre estaré contigo.
Más sorprendida que asustada, la mirada de Bryanna se depositó sobre los labios de la mujer muerta. ¡Isa había hablado! Aunque las palabras no habían sido pronunciadas.
Con el corazón en un puño, Bryanna le preguntó tímidamente:
– Pero, ¿cómo…?
Oyó la voz de Isa como si saliera de su interior: En tu recuerdo, niña, y en las cosas que os enseñé: no en el bordado, ni en hacer el dobladillo, ni en hilar sino en mis enseñanzas sobre las viejas costumbres, el mundo de los espíritus y el corazón.
– No creo en esas cosas.
Ah, Bryanna, es ahí donde os equivocáis… Todos vosotros, hijos de Lenore, conocéis los grandes tesoros de la Tierra. Vos que bebisteis de ni pecho tenéis el conocimiento de la verdad. Sólo vos tenéis la capacidad de ver más allá.
Bryanna apenas podía respirar.
– ¿Ver más allá? No, no, sólo veo lo que tengo ante mis ojos.
Sólo porque mirabais pero no veíais, oíais pero no escuchabais, tocabais pero no sentíais. A partir de este momento vuestra vida cambiará, hija mía, y conoceréis cosas vedadas al resto de los mortales. Buscad siempre la verdad, Bryanna.
– Te equivocas conmigo.
¿Estáis segura?
– ¡Sí!
Entonces ¿por qué oís mi voz?
Bryanna dejó caer la mano sin vida.
– Debe de ser un truco -gritó-. Sólo es una voz dentro de mi cabeza. Me… me estoy volviendo loca.
Se puso de pie como pudo, comenzó a hacer la señal de la cruz sobre el pecho como había hecho mil veces antes, pero la mano suspendió el movimiento en el aire y miró fijamente hacia abajo, a la que habían llamado bruja.
Escuchó con dificultad por encima de la palpitación del corazón contra las costillas, y aunque Isa cesó de hablar, oyó el susurro del viento fuera, el sonido de la lluvia sobre la azotea, y algo más… Algo que atrapó el aliento en sus oídos. Era el murmullo de alguna cosa oscura y malévola.
Contempló el cadáver de Isa.
– ¿Quién te mató? -preguntó, y aunque temblara por dentro, unió sus dedos con los de la muerta-. ¿Quién, Isa?
Es vuestra búsqueda, Bryanna. Sacadlo a la luz y hacedle pagar.
– Así lo haré -juró.
Se inclinó para besar la frente de Isa, y en ese instante supo por dónde empezar. Carrick de Wybren había desaparecido la noche que mataron a Isa.
Empezaría con él.
Abandonó el cuerpo de Isa, dio un paso hacia fuera, donde el día era tan gris como el crepúsculo y las lluvias torrenciales que se sucedían una tras otra. La atmósfera era sombría y oscura, perfecta para su cometido. Anduvo rápidamente por la cocina hasta unas escaleras traseras, y el aroma del humo y la grasa la siguieron hasta el tercer piso. Pasó por su habitación y observó la entrada de las estancias de su hermano, la habitación donde Carrick estuvo acostado, supuestamente enfermo durante mucho tiempo.
Una vez dentro inspeccionó los aposentos con su techo alto, la gran chimenea, y levantó la cama. Cerró los ojos concentrándose a la espera de algún signo, un atisbo del poder que Isa juró que poseía.
«Concéntrate», se dijo, porque no notaba nada en absoluto.
Se arrodilló como Isa lo haría, colocó sus manos sobre las piedras entre los juncos como si pudiera adivinar algo sobre Carrick en esos aposentos construidos con mortero, piedra, zarzos y barro… Con todo, nada le vino a la mente. Al compás de los latidos de su corazón, se acercó a la cama y se sentó en el borde. Mientras lo hacía, se imaginó a Carrick y a Morwenna juntos la noche pasada, dos amantes perdidos unidos de nuevo. La escena desprendía una gran magia y romanticismo.
Salvo que Isa había muerto y Carrick había desaparecido.
Recorrió por encima con la mano la ropa de cama. Quizá, pensó, le sobrevendría alguna visión. Pero todo lo que veía era la habitación, tal y como era, limpia y fresca. Las sirvientas habían borrado cualquier rastro del encuentro de la pareja.
Esperó y no pasó nada.
– Te equivocas, Isa -refunfuñó ella-. No tengo ninguna visión. No veo nada aquí. ¡Nada!
Se dejó caer sobre las almohadas, miró fijamente hacia el techo, buscando con los ojos respuestas en las robustas vigas.
Mientras lo hacía, vio unas grietas que había en el mortero, en lo alto de la habitación. El mismo tipo de rendijas entre las piedras que había observado en la suya. Siempre había supuesto que el castillo se había construido así, y que las rendijas ayudaban a que el aire circulara por todos los aposentos e impedían que se estancase, pero era extraño, porque aquí no daban al exterior. Era un muro interior.
Volvió hacia su habitación y observó las estrechas hendiduras, luego se dirigió al otro y a la habitación de Morwenna. Todas las cámaras tenían el mismo corte en el muro, siguiendo un patrón extraño, justo por debajo del techo.
Pero ¿y qué? Eso no era una revelación. No estaba leyendo en letras escritas con sangre el nombre del asesino de Isa. No veía a Carrick cruzando el patio de armas o cortando la garganta a Isa. Con ese pensamiento se encogió de tristeza.
Recordó que Isa encendía velas, las ataba con una cuerda y esparcía las hierbas y luego miraba fijamente la llama. Bien, que así fuera. Había escuchado las oraciones de la anciana bastante a menudo.
Rápidamente se apresuró a la habitación de Isa, donde llenó un saco velas, piedras, hierbas secas y una cuerda de color. Le llevó media mañana levantar un altar diminuto en la cámara de Tadd.
No se molestó en preguntarse qué pasaría si alguien la encontraba, pesarían que estaba afligida y perturbada por la pena, o la despacharían como a un ganso, tal y como siempre habían hecho. Así que, tras la puerta cerrada de la habitación de su hermano, encendió las candelas, las velas de junco y el fuego. Una vez que las llamas crujían en la chimenea y emitían su brillo por toda la habitación, rezó a la gran Madre, espolvoreó con las hierbas las diminutas llamas de las velas, y esperó un signo que no llegó.
«No te desanimes», se dijo, tratando de oír una y otra vez las palabras de los espíritus, de captar alguna señal de Isa para iniciar la búsqueda.
Y aun así fracasó.
Pasó una hora y todo lo que consiguió con los rezos fue una espalda dolorida y las rodillas lastimadas después de estar tanto tiempo genuflexionada ante el fuego.
– Un error lamentable -gruñó.
Disgustada por su frustrada tentativa de brujería, Bryanna apagó las mechas de las delgadas velas del altar y se dirigió a un rincón de la habitación para apagar el candelabro del muro.
Y entonces vio una marca en el suelo. No, eran varias, incluso se podía adivinar la silueta en forma de arco que rodeaba el sitio, como si se hubiera arrastrado algo de un lado a otro una y otra vez. No obstante, las marcas desaparecían a varios centímetros del muro, pero en la otra dirección se dirigían hacia dentro…, incluso más allá. Alumbró la escena con una vela y se arrodilló para examinar el suelo detenidamente. ¿Acaso era fruto de su imaginación o había algo allí?
Con el corazón en la garganta, tomó una brizna de paja del suelo y rastreó el muro en la línea de unión con el suelo. La paja se dobló durante parte del recorrido hasta que llegó al lugar donde el suelo presentaba las marcas. Desde aquel punto, y durante casi un palmo y medio más, se deslizó por debajo de las piedras, como si hubiera otra cámara al otro lado del muro.