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El corazón le corría tan rápido como las alas de un colibrí. Se mordió el labio y retrocedió sobre los talones para observar el muro. ¿Era posible? ¿Era esa la visión? ¿O sólo eran elucubraciones vanas?

No descubrió entrada alguna, ni piedras a la sazón talladas… Sus dedos tampoco encontraron ninguna incisión visible… pero de algún modo…

Bryanna curioseó las piedras, intentó introducir los dedos en la minúscula abertura del muro, pero no encontró un cerrojo o alguna llave secreta. La máxima recompensa que obtuvo a todos sus esfuerzos fueron varias uñas rotas y las yemas de los dedos ensangrentadas.

«Tiene que estar aquí», pensó, aunque se deslizaron las primeras dudas en su mente. Con cuidado, comenzó a palpar con las manos el muro tan alto como pudo y a lo largo del suelo. Empezó por la esquina y siguió el recorrido por el lado más largo de la habitación.

Nada.

Volvió a la esquina. Avanzó otra vez despacio bajando por el muro, concentrándose en la textura áspera de las piedras, cerró los ojos, escuchó, sintió, centró sus pensamientos en lo que estaba haciendo, obstruyendo el paso a cualquier otro pensamiento, ruido u olor… Poco a poco sintió cada piedra, y al cabo de quince minutos lo encontró, un pequeño pestillo oculto en una de las piedras próximas al rincón.

¡Por fin! La respiración casi se le detuvo.

Ahora, ¿qué?

Con impaciencia manipuló el diminuto pedazo de metal, lo apretó, lo empujó, tiró de él… En vano. No pasó nada.

– Ah, por el amor de san Judas -susurró, y luego recordó el conjuro de Isa.

– Madre Morrigu, ayúdame -invocó-. Guíame y ayúdame a encontrar al monstruo que acabó con la vida de Isa.

Entonces suspiró, empujó con fuerza el pestillo de metal y oyó un chasquido suave, distinto.

Con el corazón en un puño, empujó la piedra marcada y se abrió despacio una entrada, una piedra dentada diferente de las otras, que creaba una vía de acceso.

«¡Así es como se escapó el bastardo!»

Bryanna guardó dos velas en el bolsillo. Luego tomó una de las que había encendidas en el candelabro de la pared y se introdujo en el pasillo oscuro y húmedo, determinada a conocer cómo Carrick de Wybren había salido impune del asesinato de Isa.

Capítulo 25

Morwenna todavía pensaba en las preguntas que surgían sin respuesta mantenía fija la mirada, a través de la ventana del solario, hacia el exterior, sintiéndose completamente inútil. Se frotó los brazos y miró hacia arriba, con la sensación, otra vez, de que unos ojos ocultos observaban en silencio cada uno de sus movimientos. Un golpe suave en la puerta anunció al administrador.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó al ver entrar a Alfrydd acarreando los malditos libros de contabilidad-. Y no me habléis de impuestos hoy, os lo ruego. -Los impuestos impagados era su preocupación más insignificante del día-. Tengo muchos asuntos más importantes en que pensar.

Alfrydd, siempre con semblante cansado, estaba sin duda más malhumorado que de costumbre. Y con ganas de llevar la contraria.

– Pero, milady, tenemos cosas de qué hablar y creo que lo mejor sería hacerlo sin demora, aunque estemos afligidos, antes de que llegue Ryden.

¡Ryden!

Había olvidado que pronto llegaría a las puertas de Calon, esperando que se le diera la bienvenida a la torre. Con toda seguridad esperaba un banquete de recibimiento y… Ay, no…

– Por el amor de Dios -susurró.

Antes de que hubiera ocurrido la última embestida de tragedias, había planeado decirle a Ryden que no se casaría con él, que la unión de dos baronías era imposible.

Morwenna esperaba que él lo entendiera; sin duda, querría a una novia que se sintiera atraída por él. «No puedo pensar en Ryden ahora», se dijo, sin prestar atención a la mirada de reprobación de Alfrydd.

Caminó de nuevo hasta la ventana para mirar al patio, donde los soldados todavía estaban barriendo el terreno.

– ¿Dónde diablos está Alexander?

– Tengo entendido que sir Alexander y el alguacil se marcharon al amanecer para buscar a la banda de asesinos y ladrones que han estado operando en el bosque, cerca del cruce del Cuervo. Creo que robaron a otro hombre, un agricultor, esta noche -explicó, reforzando las noticias que había oído horas antes.

– ¿Qué sabemos del médico?

– Nygyll está en la ciudad atendiendo a una mujer con un parto complicado. Según dicen, va a dar a luz a gemelos y la comadrona que debería estar a su cuidado asiste otro alumbramiento.

– E Isa no puede prestar su ayuda -dijo Morwenna con la voz entrecortada.

– Así es. Los pobres bebés han escogido una noche aciaga para venir al mundo.

Puso los libros de contabilidad sobre la mesa y Morwenna abandonó de mala gana el lugar donde estaba.

– ¿Por qué no ha vuelto el padre Daniel? -preguntó-. ¿Sabe alguien dónde está?

– También en la ciudad -le aseguró Alfrydd-. Ayuda al capellán a confesar a los feligreses y a dar limosnas a los pobres.

– Lleva horas fuera.

Alfrydd levantó una comisura de su esquelética boca y esbozó una sonrisa triste y hastiada del mundo.

– Hay tantos pecadores -dijo mientras abría el libro-. Siempre.

– Supongo…

Morwenna pensó brevemente en Alfrydd y se preguntó si también él estaba contra ella. Parecía un hombre tan amable y paciente, alguien que nunca levantaba la voz, que no mencionaba el hecho de que fuera una mujer, pero a veces los que parecían más inocentes resultaban ser los más mortíferos. A no ser que se tuviera conocimiento y se estudiara a fondo, era casi imposible distinguir una araña venenosa de otra inocua.

Urdía un plan en su mente, cuyas medidas a tomar no compartiría con nadie, porque no tenía a nadie en quien confiar. Excepto su hermana, aunque confiar en Bryanna sería ponerla en grave peligro.

Pasó la hora siguiente tratando de escuchar las preocupaciones de Alfrydd sobre los robos en la torre. Parecía convencido de que alguien robaba todo tipo de artículos de la despensa, hierbas, azúcar, arroz, miel, dátiles e incluso vino. Le mostró el inventario del empleado, que no concordaba con lo que él calculaba que se había comprado y utilizado. Iba a reanudar el tema de los impuestos atrasados cuando le cortó seco.

– En otra ocasión -le dijo-. Hoy es un día de luto.

– Desde luego.

Dio unos toques suaves con el dedo sobre los libros de contabilidad abiertos.

– Ya que hemos acabado con esto, envíame al amanuense. Quiero escribir una carta a lord Ryden. Y otra a mi hermano.

– Como vos deseéis -le contestó.

Alzó la mirada en espera de más explicaciones, pero Morwenna salió la cabeza dándole a entender que no iba a contarle más detalles.

– Es un asunto privado.

Le dirigió una sonrisa paciente, si bien forzada, y Alfrydd se marchó. Cuando se presentó el amanuense, le dictó dos cartas con apremio, primera iba dirigida a lord Ryden anunciándole que no podía casarse con él, con instrucciones de que debía ser entregada después de ella se marchara. La segunda era para su hermano y, en ella, le informaba del asesinato de Isa y le instaba a que le brindara ayuda con unos soldados de confianza. La carta a Kelan se entregaría a sir Fletmar, uno de los hombres que habían viajado con ella desde Penbrooke un hombre que había pasado muchos años con su hermano. Él era uno de los pocos allí que, sin duda, daría su vida por ella.

Una vez se hubo retirado el amanuense, Morwenna se encaminó a toda prisa a su habitación. Mientras ultimaba los planes en su mente, ciñó un cinturón con un monedero de cuero alrededor de la espalda que ató con una correa a la cintura, luego se puso una capa de lana cálida con una capucha forrada de piel negra. No podía dejar pasar más tiempo. Habían trascurrido horas desde que había encontrado a Isa y todavía más desde que Carrick se había marchado. Si se quedaba un instante más en la torre, perdería el juicio. Se calzó de un tirón las botas y, con su plan en la mente, salió disparada escaleras abajo, sorprendida de no tropezar con Dwynn. También él había desaparecido estaba fisgoneando a través de las mirillas de las cerraduras como de costumbre.