No perdió el tiempo buscando a sir Lylle. Caminaba tan rápido que casi se diría que corría, al expulsar el aliento formaba una pequeña niebla en el aire frío. En su salida apresurada se cruzó con grupos de campesinos y de criados congregados en el patio de armas. Inclinó la cabeza en respuesta a los saludos que le daban pero no se molestó en escuchar los comentarios. Dejó que siguieran dándole a la lengua y extendiendo rumores. No permitiría que le preocupara ninguno de los comentarios que estarían haciendo.
Después de un camino muy trillado hasta la torre de entrada, atravesó chapoteando los charcos y se hundió en el fango, que le cubría las punteras de las botas.
Apenas hubo limpiado las botas del barro, llegó a la torre de entrada e ignoró al guardia que le preguntó qué la llevaba por allí. Subió la escalera, golpeó la puerta y entró como una exhalación buscando al capitán en la estancia.
Como era de esperar, encontró a sir Lylle sentado al escritorio de sir Alexander, velando por todo el mundo como si gozara del nuevo mando, como si soñara que algún día sustituiría al capitán de la guardia.
A su entrada, él se puso en pie y firmes de inmediato.
– Milady, ¿qué os conduce hasta…?
– ¿Han descubierto algo los soldados que ofrezca pistas del asesinato de Isa? -exigió.
– No -negó con la cabeza frunciendo el ceño, alargando la cara e inclinando las comisuras de la boca hacia abajo-. Sólo huellas en el fango y runas cerca del vivero de anguilas, donde se cree que Isa pudo haber estado rezando.
El corazón de Morwenna se desmoronó al pensar en la pobre Isa cantando y rezando a la gran Madre, lanzando hierbas al viento y marcando runas instando la protección de Morwenna, incluso sabiendo que la aguardaba su propia muerte. Morwenna puso los brazos en jarras, cerró los dedos de las manos formando puños hasta clavarse las uñas en las palmas y volvió a jurarse que encontraría al asesino de Isa.
– Anoche los centinelas escucharon sus cantos cerca del vivero de anguilas pero no le dieron mayor importancia. -Los ojos del soldado la miraron suplicantes-. Era su costumbre, milady. Nada la hubiera detenido por mucho que se le dijera.
– Lo sé. Le di mi autorización -admitió Morwenna, sintiendo otro pinchazo de culpabilidad.
Había permitido a la anciana que practicara su propia forma de región a pesar de que tanto el sacerdote como el médico recriminaran sus costumbres paganas de Isa. El padre Daniel pensaba que sus prácticas eran heréticas; Nygyll consideraba que las «salmodias de gallina» y «los aullidos a la luna» que practicaba la anciana eran una sarta de tonterías místicas. Incluso sir Alexander había tratado de disuadir a Isa para que dejara de llevar a cabo aquellas prácticas, pero nadie pudo invencerla de que actuara de otra manera y Morwenna no veía nada malo en permitirle rezar como siempre había hecho. Y eso le había costado la vida.
– ¿No han encontrado a algún testigo? -preguntó Morwenna rehusando seguir dándole vueltas a su error-. Era la hora del cambio de guardia. Los guardias, ¿no vieron a nadie cerca de Isa? ¿No la oyeron gritar? ¿No se dieron cuenta de que pasaba algo?
– No, milady, ya os lo dije, nada.
– ¿Le han preguntado al panadero que se levanta temprano? ¿O al sacerdote? ¿Acaso el padre Daniel no se despierta mucho antes del alba?
Cuando sir Lylle sacudió la cabeza, sintió que una profunda desesperación le embargaba el corazón. Se moría por hacer algo, cualquier cosa que resultara útil-. ¿Habéis pensado en el monje de la torre sur? ¿El hermano Thomas? ¿Alguien le ha interrogado?
– En raras ocasiones abandona su habitación.
– Eso es lo que creemos. Pero, ¿quién sabe realmente lo que hace durante la noche?
Sir Lylle la miró detenidamente como si se hubiera vuelto loca.
– No estaréis insinuando que mató a Isa.
– ¡No, no! ¡Pero pienso que él pudo haber visto u oído algo! ¿No ladró ningún perro repentinamente anoche? ¿Ni relinchó nervioso algún caballo? Dwynn… ¿no vio a nadie? ¡Él siempre está merodeando!… o… o alguna madre que estuviera despierta con su criatura. ¿La esposa del maestro albañil no tiene un bebé que padece de cólicos? Pudo haber estado despierta y podría haber oído algo extraño, un ruido o un ser fuera de lo normal. -De nuevo estaba enojada, se le encendía la sangre, la impotencia la enfurecía-. ¿Y dónde diablos está todo el mundo? ¿Por qué todos han salido hoy? El sacerdote, el médico, el capitán de la guardia, el alguacil… Todos se han ido. Incluso Dwynn, que siempre está al acecho, parece haber desaparecido, a pesar de todos nuestros guardias. -Un nuevo pensamiento horrible le sobrevino-. Ay, Dios mío -susurró con dificultad para encontrar un hilo de voz-. ¿Creéis que les haya podido pasar algo? ¿Que todos hayan sufrido el mismo destino que la pobre Isa?
– No, milady, estáis haciendo una montaña de un grano de arena.
– ¿Eso creéis? Yo no lo creo. Anoche asesinaron a Isa, le rajaron la garganta de oreja a oreja en forma de W y Carrick escapó. Ahora la mayoría de la gente en que confío ha desaparecido. Algo malo está pasando aquí, sir Lylle; algo vil, malvado y hambriento. -Morwenna tragó saliva y se dio cuenta de que por fin había captado la atención del soldado. Se inclinó sobre el escritorio y señaló con un dedo los tablones le madera desgastada-. Alguien de esta torre sabe algo de lo que pasó noche, sir Lylle. Sólo debemos averiguar de quién se trata. Sugiero que comencemos con el hermano Thomas, los centinelas, la esposa del albañil y el panadero. ¿Quién más se levanta temprano? ¿Los cazadores? ¿El administrador?… Sí, Alfrydd está siempre despierto. Parece que el hombre nunca descansa. -Se esforzaba en pensar, yendo y viniendo de un lado para otro delante del escritorio y tocándose la barbilla con el índice-. ¿Y quién se acuesta tarde…? ¿El carcelero, quizás? -Morwenna entrecerró los ojos, se dio la vuelta y se enfrentó a sir Lylle-. Que se les vuelva a interrogar a todos.
Los labios de Sir Lylle palidecieron y arrugó un poco la nariz puesto que era un hombre orgulloso y obviamente no le gustaba que cuestionaran su autoridad. Sin embargo inclinó la cabeza y respondió de manera cortante:
– Como vos deseéis.
Y se apartó de la mesa al oír sonidos de pasos apresurados que subían por la escalera.
– Sir Lylle -gritó una voz.
Sir Hywell abrió la puerta de un empujón. Le acompañaba un muchacho huraño, al que tenía cogido por el brazo, y que Morwenna reconoció, el mozo de cuadra Kyrth. El muchacho miraba al suelo y tela las ropas y el gorro llenos de heno.
– Kyrth sabe lo que ocurrió anoche -anunció Hywell de manera triunfal, y luego inclinó la cabeza rápidamente en dirección a Morwenna-. Milady.
– ¿Qué viste? -le preguntó Morwenna, y el muchacho, después de quitarse el gorro de lana bruscamente de la cabeza, dejó al descubierto unos pelos de punta, y apenas alzó la vista.
– Me atacaron.
– ¿Quién te atacó? -le preguntó Morwenna rápidamente.
El muchacho sacudió la cabeza.
– No sé. Estaba oscuro y yo limpiaba la cuadra, no le vi, me puso un cuchillo en el cuello, justo aquí -dijo, llevando un dedo mugriento cuello, cerca de la nuez-, y juró que me lo rebanaría si decía una sola palabra.
– Cuéntamelo todo -le dijo Morwenna.
Kyrth explicó con voz entrecortada cómo le ataron, amordazaron y abandonaron en el establo. No pudo moverse ni gritar y no le encontraron hasta pasadas unas horas. El atacante que lo amordazó también robó un caballo, un enorme semental zaino de nombre Rex.