– Lo siento mucho -se disculpó.
Entretanto, ruidos de pasos treparon por la escalera. El encargado de la cuadra asomó por la entrada y al observar a Kyrth maldijo entre dientes.
– Por tu culpa hemos perdido un magnífico corcel -dijo apuntando al muchacho con dedo acusador-. Por los clavos de Cristo, ¿se puede saber qué estabas haciendo? -Sonrojado y apretando los labios, apenas echó una ojeada a Morwenna-. No puedo confiar en ti -espetó juntando las gruesas cejas-. ¿Cómo ha podido pasar una cosa semejante? ¡Por Cristo nuestro Señor, Rex!, es un corcel fantástico y nos lo han robado. -Desvió su mirada preocupada hacia Morwenna y algo del arrojo de su determinación y cólera pareció desvanecerse tras despotricar contra el muchacho-. Os presento mis disculpas, milady. -Se quitó el gorro de la cabeza como si por fin recordara los modales-. Esta… esta desgracia no debería haber ocurrido. -Movió la cabeza despacio de un lado a otro-. Primero escapa el hombre. Luego matan a Isa, pobre mujer…, y ahora esto.
Morwenna achicó los ojos al oír el discurso de aquel hombre. La tristeza en sus ojos era artificiosa. John nunca había confiado en Isa, a menudo se reía de sus tradiciones y ahora actuaba como si estuviera afligido por la desaparición de la mujer, de la que había murmurado que a «una hereje, una bruja maldita», después de una jarra de cerveza, intentaba salvar el pellejo echando la culpa al muchacho y fingiendo le se interesaba por una mujer que había despreciado.
– Encontraremos el caballo -aseguró sir Lylle y, encajando la mandíbula con dureza, sentenció-: y al jinete.
– Está bien -celebró Morwenna, aunque no le creyera ni por un minuto.
Parecía que todos en el castillo fueran ineptos e incompetentes.
Morwenna ya había decidido que la mejor opción era no confiar a nadie su misión. Aunque no expresó en voz alta su error, se dio cuenta de que era ella la que se había negado a prestar atención a las advertencias de Isa. Morwenna había permitido a la autoproclamada bruja que hiciera todo lo que le viniera en gana… y esa indulgencia le había costado la vida. Y Morwenna en persona le había dado a Carrick la oportunidad de escaparse, era ella quien había insistido en que no lo encarcelaran ni le enviaran de vuelta a Wybren.
Por lo tanto, su tarea era localizarlo.
– Suponiendo que Carrick robara el caballo… -conjeturó mientras todos los presentes asentían con la cabeza ligeramente-, ¿adonde se cree que ha ido?
Kyrth se encogió de hombros. John no aventuró una respuesta y sir Hywell resopló:
– Quién sabe adonde y si ha ido alguien como él.
Sir Lylle meditó un minuto y luego esbozó una sonrisa de satisfacción en los labios, casi condescendiente.
– Carrick se aleja todo lo que puede de aquí y de Wybren -afirmó, los ojos se le achicaron mientras pensaba-. Escogió el corcel más fuerte y de mayor resistencia. Yo diría que galopa en dirección al mar, quizás hacia un pueblo donde pueda embarcar y abandonar Gales.
Dibujó una sonrisa amplia en la cara y, en ese preciso instante, Morwenna se dio cuenta de que sir Lylle era un completo idiota.
Aunque Morwenna sabía en lo más profundo de su corazón que Carrick era embustero, mujeriego y tramposo, no creía que fuera un asesino. Durante el tiempo que habían pasado juntos, nada le había hecho cambiar de opinión.
Morwenna consideró que su mayor anhelo en este mundo debía de ser limpiar su nombre. Y el único modo de conseguirlo era volviendo a Wybren. Lo contrario a lo que apuntaban las conclusiones de sir Lylle.
Y allí es donde Morwenna pensaba encaminar sus pasos.
El castillo surgió imponente ante éclass="underline" una torre gigantesca provista de torreones enormes, muros macizos y un vasto foso que rodeaba el montículo sobre el cual se elevaba. Las banderas rojas y doradas flameaban al viento y, como el crepúsculo se avecinaba, las antorchas estaban encendidas. Wybren.
A lomos del caballo exhausto, miraba fijamente a la torre.
¡Zas! Como una flecha, un recuerdo le atravesó la mente. Estaba en la cama con una mujer de cabellos rubios como el trigo. Ella levantó la mirada buscando sus ojos y le sonrió, como si guardara secretos que él nunca descubriría, y luego acercó la cabeza junto a la suya.
Alena.
Él la había amado una vez… O eso creía.
¡Zas!
Otro recuerdo, una imagen mordaz de uno de sus hermanos…, no pudo reconocer cuál de ellos…, fustigaba a un caballo porque había rehusado saltar un obstáculo. El animal, asustado, se encabritó, tenía las comisuras de la boca ensangrentadas por el freno y el pelaje negro empapado en sudor.
A medida que se sucedían los recuerdos, las dudas de que fuera a casa se disiparon.
Recordó el manzano en el huerto del que se había caído cuando niño y el pequeño pony peludo que le tiró al suelo cuando aprendía montar; le vinieron a la memoria imágenes del manejo de la espada, armas de palo antes de que le permitieran utilizar una hoja de acero auténtica.
¡Zas!
Una imagen fugaz de su padre… Un hombre corpulento como un oso que olía a cerveza y sexo y que tropezaba con la escalera, en dirección a los aposentos que compartía con su esposa.
En cuanto a su madre, los recuerdos eran todavía tenues. Parecía que se encontraba débil, los ojos siempre tristes, con un halo de desolación.
Su padre y su madre habían vivido allí, unidos por un matrimonio gélido, cumpliendo formalidades entre ellos y distantes de sus hijos, al cuidado de nodrizas, niñeras, instructores y de cualquier persona pudiera mantenerlos ocupados. Hubo momentos magníficos y oscuros secretos, una infancia repleta de fantasía, diversión y desesperación.
Sí, ése era el lugar donde había crecido. Fragmentos de recuerdos continuaron emergiendo a la superficie de su conciencia: guerras de manzanas, cazas de ranas y estirones de orejas por robar el cáliz del sacerdote por una apuesta…
El sentimiento de culpabilidad le retorció las entrañas mientras seguía sin apartar la vista de las torres de vigilancia. ¿Cómo había logrado sobrevivir? Con todos los recuerdos que le asediaban, ¿por qué no recordaba quién era o la espeluznante noche en que aquellos a quienes recordaba entre fragmentos habían muerto pasto de las llamas?
Porque tú tuviste que ver con ello.
Si no provocaste el incendio, probablemente ayudaste al que lo hizo y te traicionó. De lo contrario, no habrías escapado. Sólo una persona sobrevivió al fuego, una persona que escapó a caballo en medio de la noche con el anillo de Wybren en el dedo. Una persona a la que han declarado culpable de provocar esa tragedia.
Tú.
Carrick de Wybren.
Se le hizo un nudo en la garganta. No cabía duda. Él tenía que ser Carrick… y si así era, tuvo que colaborar en lo que había pasado. Entornó los ojos cuando se puso a llover.
Una persona sabía la verdad. Una sola persona le ofrecería las respuestas a todos sus interrogantes: Graydynn, lord de Wybren.
– Ya voy, miserable hijo de perra -masculló entre dientes. Espoleó la montura para que le condujera a la entrada principal-. Estás advertido.
Redentor se deslizó silenciosamente por el patio de armas de Wybren. Su hogar. El lugar al que pertenecía.
Los fuegos de las cabañas del alfarero, el curtidor y el herrero cantaban la noche y proyectaban el resplandor de unas manchas de luz atrayentes. Oyó el sonido de unas voces, incluso de risas, procedentes del gran salón, donde estaban a punto de servir la cena.
Del cielo plomizo comenzó a arreciar la lluvia, pero el frío invernal no le caló en los huesos. Una emoción a flor de piel le paralizó un instante, la expectativa de cumplir al fin su sueño. Estaba tan al alcance de su mano.