Levantó la mirada hacia la segunda planta y los aposentos del lord. La torre del homenaje se había reconstruido y ahora era más sólida y majestuosa que antes, pero si cerraba los ojos y aspiraba hondo, podía recordar cada detalle de aquella noche, la noche en que escuchó la voz de Dios. Incluso ahora podía sentir el olor a aceite ardiendo. Rememoró el crepitar de las llamas, ávidas por franquear las rendijas de las puertas de las cámaras mientras sus ocupantes dormían ajenos a lo que pasaba.
Incluso todavía ahora se emocionaba al imaginar el fuego devorando los juncos, cercando las camas, prendiendo en las cortinas que colaban de los doseles, abrasando sin piedad la ropa de cama de aquellos pecadores sumidos en un sueño profundo. Fue apropiado que murieran en sus pequeños infiernos… Más que apropiado… era justicia… Dulce justicia. Y redención.
Rió para sus adentros, satisfecho por el trabajo bien hecho… Bueno, casi. Pronto culminaría todo lo que había planeado. El error que había cometido con anterioridad, no matar a todos cuantos tenía intención de aniquilar con el fuego, sería rectificado. Esa noche.
Y todo aquello por lo que había trabajado sería suyo, incluida Morwenna de Calon.
Frustrado, sintió el mismo temblor de lujuria hirviéndole la sangre, con el calor del deseo. A duras penas logró contenerlo. Esperaría. Primero debía acabar lo que había empezado.
Sufrir un poco más con la tortura de no tocarla… todavía. Pero pronto, quizá mañana, ella sería suya. Se frotó las manos en los bombachos, hasta secarlas por completo y crear una sensación de calor en los muslos.
Mañana culminaría su obra.
Y Dios estaría satisfecho.
Capítulo 26
– ¡Alto! ¿Quién va ahí?
La voz del centinela retumbó en la noche, el eco rebotó contra los gruesos muros de Wybren.
Durante un segundo, quedó congelado sobre su corcel. Pero ya había tramado la mentira y era bastante fácil de contar. Ocultó un pequeño cuchillo en la manga y se presentó aparentemente desarmado.
– Mi nombre es Odell. Vengo del castillo de Calon con un mensaje de lady Morwenna para lord Graydynn.
Habló con un tono de voz ronco, tanto por sus heridas como para camuflar su voz e impedir que el guardia la reconociese, ahora que estaba convencido de que había vivido y crecido allí y que era uno de los hijos de Dafydd. Quería hablar más, entablar una conversación para convencer al hombre, pero se mordió la lengua. Si hacía falta, sacaría el cuchillo raudo y veloz y le obligaría a que le dejara pasar, pero no quería causar ningún problema, ni que nadie presenciara un alboroto. No, lo que quería era colarse tan silenciosamente como un soplo de brisa.
El centinela sostuvo la antorcha en lo alto, aunque una cortina de lluvia mantenía la llama baja y le ayudó a pasar inadvertido.
– ¿Odell? -repitió como si el nombre le sonara extraño.
– Sí. Acompañé a milady desde Penbrooke, donde trabajaba al servicio de lord Kelan.
– Me resultáis familiar.
– ¿Servisteis en Penbrooke?
El centinela meneó la cabeza.
– No, nunca.
– Quizá compartimos una jarra de cerveza en Abergwynn o en «El gallo y el toro», cerca de Twyll.
– No, creo que no, pero…
Dos jinetes se acercaron y la atención del centinela se distrajo durante un instante. Los recién llegados daban voces y exigían que les permitieran la entrada.
– ¡Eh! ¿Qué significa este atasco? ¡Venga, compañero, necesitamos un fuego, una mujer y una taza de cerveza para calentarnos los huesos! Belfar, ¿eres tú?
El centinela, de pie bajo la luz de la antorcha a punto de consumirse, frunció el ceño y murmuró algo ininteligible. Echó un último vistazo al jinete solitario.
– Podéis pasar, sir Henry le escoltará hasta el señor del castillo. -Hizo unas señas hacia la torre de entrada-. Henry conduce a este jinete de Calon ante el barón.
Un hombre apareció en la torre de entrada.
El corazón del jinete, que todavía montaba el corcel extenuado, latía con fuerza y esperó que el nuevo no lo reconociera. Tarde o temprano alguien lo haría, había crecido allí, entre esas gentes, y seguramente estaban enterados de que habían encontrado a Carrick en las inmediaciones de Calon, así que estaba desafiando a la suerte si se cruzaba con demasiadas personas. Por suerte, la mayoría de los guardias eran mercenarios, hombres cuya lealtad se compraba con oro que a menudo encontraban un mejor postor a quien ofrecer sus servicios, y muchos eran nuevos en Wybren.
Acompañado por uno de los soldados de Graydynn, que caminaba con brío a su lado sosteniendo un farolillo, franqueó a caballo varias puertas y penetró en el patio de armas.
En medio de una luz tenue y titilante, un aluvión de recuerdos repiqueteaba en su cabeza, como lluvia caída del cielo. Sabía instintivamente dónde estaba cercado el rebaño de ovejas. Aunque no podía recordar el nombre del esquilador de animales, lo rescató del olvido, un hombrecito vivaracho, medio calvo y de panza grande… Richard, sí, así llamaba, y también recordó que tenía un hijo, un muchacho pelirrojo con un hueco entre los dientes, un tirador mortífero.
El jinete también reconoció la cabaña del herrador, donde vislumbró la silueta de un hombre musculoso frente al fuego de su forja., llamaba Timothy y su esposa, Mary, era una mujer grande de pechos generosos que había coqueteado sin piedad con todos los muchachos de la torre.
A medida que los recuerdos le asaltaban, le costaba más tragar pero, con todo, intentaba mantener la mente en su sitio, actuar como si no hubiera despertado cada día envuelto en los sonidos y los olores de Wybren. El guardia y él se detuvieron en las cuadras, donde un joven muchacho, un escudero al que no reconoció, tomó las riendas de su caballo.
– Me ocuparé de que el mozo de cuadra lo cuide. Le dará comida, lo abrevará y le cepillará el pelaje -prometió el muchacho.
Mientras el escudero conducía al gran semental bajo el alero del establo, otro recuerdo le vino a la memoria, donde aparecía York, el encargado de cuadra, un hombre robusto, de piernas arqueadas, que despertaba al amanecer para inspeccionar a los animales y las reservas de comida, y llamaba a cada caballo por su nombre.
La hija de York, Rebecca, era una muchacha de mirada tierna, sonrisa inocente y risa contagiosa. Rebecca fue la primera muchacha a la que besó, dentro del establo.
– Jesús -susurró.
¿Por qué no podía recordar el incendio?
Si era Carrick, ¿por qué no se acordaba de haber prendido fuego a la paja o de haber escapado del castillo en llamas…? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Esa noche lo averiguaría.
Rechinó los dientes porque quería escabullirse hasta el gran salón pero dejó que lo guiaran. Por suerte, el guardia tomó un camino que le resultaba familiar. Sabía precisamente adonde debía dirigirse, dónde abalanzarse sobre su presa. Aunque aparentaba no prestar atención al guardia, cuando el camino se torció y se encontraron en un lugar más estrecho entre las dependencias del molinero y el molino de viento, fuera del alcance de las miradas, deslizó el cuchillo hasta la palma de la mano y rodeó la empuñadura con los dedos. El guardia caminaba a medio paso delante de él.
Dio un brinco con un movimiento rápido y le puso al guardia el cuchillo en la garganta, y mientras el hombre farfullaba y abría sorprendido los ojos como platos, lo empujó contra la pared.
– Suelta el arma -ordenó en voz baja.
El guardia intentó repeler el ataque. El farol salió volando por los aires, la luz de la vela se apagó y el metal golpeó contra la pared.
– Muy bien -exclamó.
Le propinó un rodillazo en la entrepierna y, mientras se doblaba de dolor, le sustrajo el arma. De nuevo acercó el cuchillo a la garganta del hombre.
– No me mates -gimoteó el centinela, cubriéndose la entrepierna, y con el aspecto de estar a punto de orinar o de vomitar sobre las piedras y el barro del camino.