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– Tú eliges -dijo rápidamente. No podía permitir que el hombre le ensuciara el uniforme-. Confía en mí. Si obedeces, te dejaré con vida. Si no, juro que te atravesaré con tu propia espada.

– No, yo…

Colocó la punta de la espada en el pecho del guardia.

– Ya te lo dije, ¡tú eliges!

Con los ojos clavados en su prisionero y cogiendo con mano firme la espada, se quitó el cinturón y lo ató rápidamente alrededor de la boca del hombre, a modo de mordaza. Una vez se hubo asegurado de que el guardia no podía dar la voz de alarma, lo empujó al pie del molino de viento y lo despojó de sus ropas. El aire transportaba mucho polvo y el olor a grano molido. El lugar estaba oscuro como boca de lobo.

Trabajando deprisa, cortó las mangas de la túnica del soldado y las utilizó para atarle los pies y las manos. Después arrancó el dobladillo; ató al centinela desnudo a un poste cerca del centro del recinto. Sin dudas el hombre podía luchar para liberarse de los lazos o alguien lo encontraría, pero con un poco de suerte antes pasarían horas.

En la oscuridad, acabó de desnudarse y se puso el uniforme de Wybren. Cometió algunos errores, malgastando un tiempo precioso al ponerse la túnica por encima de la cabeza hacia atrás, antes de darle la vuelta, y aliando con los cordones de los bombachos. La ropa no le iba bien, la túnica le apretaba en los hombros y los bombachos le ajustaban en los muslos. Y desprendían el olor del guardia. Aunque mejor que fuera así.

Deslizó el cuchillo en su manga otra vez y recogió la espada. Estaba preparado.

Penetró con sigilo en la noche y, con la lluvia como escudo, se arrastró por caminos que le resultaban familiares, que serpenteaban por el gran patio de armas. Encontró la entrada trasera al gran salón a través de la puerta de la cocina y luego, sin hacer ruido, subió la escalera servicio hasta el segundo piso, donde estaban los aposentos del señor del castillo, donde estaría Graydynn.

Con los dientes apretados y empuñando el arma se introdujo en vestíbulo superior, diferente a como lo recordaba, aunque era el mismo. Las velas de junco quemaban en unos candelabros de pared nuevos y el vestíbulo parecía más amplio, sus muros enjalbegados se veían nuevos y limpios.

El corazón le latió con fuerza. «Así que aquí es donde sucedió. Aquí es donde murieron». Se le encendió la sangre y una amalgama de emociones diversas le desgarraron las entrañas. Él la amó. Y la odió. Confió en ella. Y le traicionó.

Recordó a una mujer. Alena.

Se detuvo en un lugar donde sabía que estaba la entrada a sus aposentos privados y palpó la pared. Una sensación de déjà-vu se apoderó de él, veía a la mujer dentro de la habitación, susurrándole palabras que no entendía. Ella le hizo un gesto con el dedo, invitándolo a pasar al interior, y aunque sabía que cruzar el umbral era un error, no pudo resistirse, nunca había sido capaz de resistirse a sus encantos.

Sintió una opresión en el pecho que apenas le dejaba respirar. Siempre se le cortaba la respiración cuando pensaba en ella y en la manera en que murió. En ese momento, ya que había sobrevivido, reconoció un sentimiento de culpa en lo más profundo de su corazón. La había amado. Pero tal vez no tanto como habría podido.

¡Alena! Cerró los ojos un momento y la vio: el cabello dorado que le resbalaba hasta la cintura, ojos traviesos, pechos perfectos y una cintura de avispa.

– Acércate -le susurró.

Y aunque él sabía que no debía confiar en ella otra vez, entró de buena gana en la habitación…

– Entonces ¡es verdad!

Una voz quebró su visión y dio media vuelta desenvainando el arma. Demasiado tarde, se dio cuenta de que no estaba solo. Alguien más andaba sigilosamente por el vestíbulo.

Allí estaba, a unos pasos de él, su primo.

La sonrisa de Graydynn de Wybren dejó al descubierto sus dientes blancos entre la barba:

– Es verdad -dijo sacudiendo la cabeza-. Carrick está vivo.

– Lamento molestaros, milady. Sé que tenéis la cabeza como un bombo -tanteó preocupada Sarah, la esposa del alguacil-. Pero es muy raro que mi marido no haya vuelto todavía.

Permaneció de pie en el gran salón delante de Morwenna, retorciendo sus manos con manifiesto nerviosismo.

– Es el alguacil, Sarah -le respondió Morwenna-. Seguro que otras veces se ha ausentado por más tiempo que hoy.

Morwenna le hizo una seña para que se sentara en la silla junto a ella y la gruesa mujer se dejó caer donde le indicó. Se sentó en el borde del asiento, como si estuviera dispuesta a salir disparada en cualquier momento.

– Sí, pero siempre me decía… cuánto tiempo pensaba estar fuera. «Sarah, me marcho tres días y si necesito más tiempo enviaré a un mensajero para que te avise, para que no te preocupes». O «volveré al anochecer; recuerda dejar las gachas calientes para cuando regrese». En todos los años que llevamos casados nunca me ha dicho «vuelvo dentro de unas horas» y luego ha regresado a medianoche. Sí, una o dos veces me he quedado despierta esperándole, cuando algo le impidió volver tal y como había planeado, pero sólo se demoraba unas horas.

– Esta vez es diferente -le contestó Morwenna.

– Sí. -Sacudió la cabeza bruscamente varias veces-. Me dijo que iba a interrogar a un campesino con sir Alexander y eso fue antes del alba. -Se mordió el labio inferior pero al darse cuenta de que lo estaba haciendo paró de repente-. A decir verdad, me dijo que no llegaría para el almuerzo pero sí a mediodía.

– Y ya ha caído la noche.

– Sí, estoy segura de que me habría avisado si hubiera podido… sabiendo cómo me preocupo por él. -Juntó las manos delante de ella-. Me temo que algo le haya sucedido, milady -dijo con una voz que no era más que un chillido-. Y con todo lo que está sucediendo aquí… con lo que le ha pasado a la pobre, pobre Isa y a sir Vernon. -Se puso mano sobre el pecho, tragó con fuerza y miró a lo lejos-. Es para preocuparse, para preocuparse y algo más.

Morwenna quiso ahuyentar los miedos de la mujer, consolarla, decirle que todo estaba bien pero habría mentido.

– Debemos esperar a que pase la noche, Sarah. Pero he decidido que mañana, con el nuevo día, mandaré a un pelotón de búsqueda.

– ¿A qué esperáis? -le preguntó con sus grandes ojos cerrados-. Para entonces puede ser demasiado tarde.

Morwenna reconoció en su fuero interno que la mujer tenía razón. Ella también temía que algo terrible hubiera pasado.

– Me temo que no encontraremos nada con la tormenta, al menos antes de que amanezca. -Le ofreció una sonrisa y acarició la mano de la mujer-. Ten fe -sugirió, aunque la suya estaba en las últimas-. Tal vez vuelva pronto. Sé que tanto él como sir Alexander son hombres inteligentes, fuertes, no se dejan embaucar fácilmente y manejan bien la espada.

– Sí, pero a veces una espada no es suficiente -respondió Sarah, poniéndose en pie. Se disculpó y abandonó la habitación.

Durante un buen rato, Morwenna se quedó sentada en silencio. Golpeteó con los dedos el brazo de la silla y trató de consolarse con el pensamiento de que no se había quedado de brazos cruzados. Mort, que acababa de despertarse, dejó su rincón al otro lado de la chimenea y se acercó a ella, que en recompensa le acarició las orejas.

Había pedido a sir Lylle que enviara a algunos mensajeros a la ciudad para localizar al médico y al sacerdote. Hasta el momento, los dos hombres no habían regresado. Ni los dos mensajeros.

– Qué extraño -se dijo.

Le invadió una ola de miedo, una sensación de que estaba urdiéndose una traición. Si no, ¿por qué todos los que habían abandonado Calon ese día habían desaparecido, como si se los hubiera tragado la tierra?

Entornó los ojos a la luz de la lumbre.

Desde que había anhelado gobernar su propia baronía, nunca imaginó que el camino sería tan espinoso. En efecto, la habían puesto a prueba cuando llegó a Calon y, como mujer, suponía que haría falta un tiempo para que sus vasallos la aceptaran. Pero no había sucedido según lo previsto y a menudo notaba la tensión que flotaba en el ambiente entre los que la aceptaban como señora del castillo y los que nunca confiarían en que una mujer soltera tomara decisiones.