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Hasta que Carrick no cruzó las puertas del castillo, había trabajado con diligencia con el único fin de ser la mejor soberana posible, pero la visión de su antiguo amante, golpeado y a las puertas de la muerte, resultó ser su perdición. Todo por lo que había trabajado, todas sus esperanzas no sólo se ponían en tela de juicio sino que se hacían añicos. Acostándose con él había sellado su destino: nadie en la torre confiaría en ella.

¿Qué vas a hacer, Morwenna? ¿Sentarte aquí y compadecerte? ¿Llamarte una y mil veces idiota? ¿O harás algo que demuestre lo que vales? ¿Eres toda una señora o una mujer consentida con el sueño de ser señora de un castillo?

– ¡Por todos los diablos! -refunfuñó entre dientes, y el perro, que estaba echado a sus pies, gruñó-. Todo va bien -dijo al animal aunque sentía que se le helaba la sangre al pensar en la traición que se tramaba en el castillo.

¿Qué pasaba? ¿Alguien conspiraba para tomar el control de Calon?

Recorrió la habitación con la mirada. Unos criados apilaban las mesas contra las paredes tras la cena, un gato se escabullía entre las sombras. Los perros del castillo apenas levantaron la cabeza para mirar al intruso. Tampoco Mort pareció notar la presencia del felino negro. ¿Acaso ella se parecía a los perros, dotada con un falso sentido de seguridad?

¿En quién podía confiar en Calon?

Aquella pregunta era un fantasma que le rondaba por la mente.

«Aquellos en los que confiabas se han ido». La mandíbula se le deslizó a un lado y se preguntó si acaso no estaba siendo objeto de un complot. ¿Es que acaso no percibía que siempre la espiaban? ¿No había oído por casualidad retazos de conversación que cuestionaban su capacidad, principalmente porque no había nacido varón? ¿Acaso no había percibido la tensión, las sonrisas severas y reprobatorias, la desconfianza en muchos pares de ojos? Algunos de sus enemigos eran fáciles de reconocer: el alquimista, el curtidor y dos o tres cazadores, que hacían todo lo posible por evitarla. Siempre que tenían que tratar con ella se comportaban de manera ruda y nerviosa. Y el alfarero era un hombre taimado. Sabía que no podía confiar en él porque parecía tener dos caras. La esposa del molinero era una mujer fría que imaginaba que todas las demás lanzaban miradas lascivas a su desdentado marido. Y luego estaban el sacerdote y el médico… Nunca sabía a qué atenerse con ambos. Ninguno de los dos había regresado, a pesar de que había enviado a mensajeros. Sí, definitivamente algo iba mal.

Y todo había comenzado con el hallazgo de Carrick en los aledaños e la torre. Él era la clave. Desde que había entrado en Calon se habían producido dos asesinatos y algunos estaban en paradero desconocido, según sir Lylle, se había interrogado dos veces a todas las personas de la torre.

«No a todos», pensó. Por la razón que fuera, sir Lylle se había negado a hablar con el hermano Thomas, lo que era un error. Y no el único.

Otra vez llegó a la conclusión de que sólo podía confiar en sí misma. Como le prometió a Sarah, cabalgaría al amanecer para tratar de localizar a sir Alexander y al alguacil. Pero mientras tanto no perdería el tiempo. Esa misma noche se acercaría a la torre sur y hablaría con el viejo monje. Según Fyrnne, el hermano Thomas era la persona que más tiempo llevaba viviendo en Calon y cabía la posibilidad de que por su posición sobre el patio de armas pudiera atestiguar algo fuera de lo común la noche anterior.

¡Sólo esperaba que no hubiera hecho voto de silencio!

El alguacil y él creían ir en ayuda de un campesino víctima de un brutal ataque y les habían tomado el pelo. Habían llegado a casa del campesino al alba y aporrearon fuerte la puerta.

Al ver que nadie les abría, la tiraron abajo y encontraron al agricultor en el centro de la habitación, y gallinas, cerdos y cabras que campaban libremente por el suelo cubierto de mugre. El fuego se había consumido y vieron que el hombre estaba molido a palos, atado de pies y manos, y le habían amordazado con una cuerda la boca ensangrentada.

El campesino gritó cuando entraron, los ojos se le abrieron como platos por el terror…

– ¡Baja del maldito caballo!

La voz era enérgica. Imperiosa. Acostumbrada a dar órdenes.

Alexander quiso luchar. Blandir su espada y atravesar al matón, pero era demasiado tarde.

Les atacaron por la espalda y les golpearon con fuerza suficiente para ponerlos a él y a Payne de rodillas. Las gallinas clocaban y se dispersaban, una cabra balaba y le pisoteó las piernas al huir despavorida. Un manto de oscuridad se cernió sobre su mente, aunque consiguió de alguna manera no perder el conocimiento.

Había tratado de luchar sin parar de revolverse, repartiendo golpes a diestro y siniestro con su espada, pero los hombres, grupo numeroso, volvieron a derribarlo rápidamente, propinándole un fuerte golpe que le dejó fulminado en el suelo. Antes de que pudiera reaccionar, le cubrieron la cabeza con un saco áspero y le desarmaron. Se tiró rugiendo a sus pies y giró en redondo propinando patadas con fuerza e hiriendo a uno de sus captores. Escuchó el aullido de dolor y luego alguien le espetó:

– ¡Bastardo sangriento y apestoso!

¡Bam!

Un golpe del talón de una bota se estrelló contra su mandíbula. Un dolor muy agudo le traspasó la cabeza. Le castañearon los dientes y sus piernas flaquearon al fin. Antes de que pudiera volver a tomar aire le sujetaron las manos y le ataron las muñecas con correas de cuero que se le clavaban en la carne. Le habían amordazado por encima del saco que llevaba puesto en la cabeza y le estiraba mucho.

Con los ojos vendados subió al corcel…

Pensó que era su caballo, reconoció la silla y el paso del animal, el porte al que estaba habituado. Al menos era algo…, montaba su propio corcel. Pero no era demasiado, sintió temor, estaba maniatado, le dolía la mandíbula a más no poder.

– ¡Allí van, compañero, atados como un maldito pato de Navidad! -dijo el mismo hombre de aliento pestilente riendo a carcajada limpia su patética broma.

Qué mortificación.

Tenía las manos a la espalda y un dolor en la boca, pero se sentó a horcajadas sobre el caballo y aguzó el oído. Los hombres hablaban, pero no pudo identificar sus voces. Ni siquiera estaba seguro de que hubieran dejado a Payne con esa panda de matones, pero Alexander pensó que todavía debía de estar en medio de la fiesta de esa gentuza. Deseó fervientemente que todavía estuviera con él, así tal vez de alguna manera acabarían venciendo a sus atacantes.

«¿Y cómo lo conseguirás, maldito capitán de la guardia?» Se encogió de hombros. Por todos los santos, había fracasado. No sólo ante él y la torre, sino también ante Morwenna, la mujer que dependía de él, la mujer a la que amaba.

Sí, no era más que el lamentable espécimen de capitán de la guardia del castillo de Calon. Le habían arrebatado los días en que soñó que ocuparía un puesto noble, que se atrevería a pedir la mano de la señora de la torre, como le habían arrebatado la espada. A decir verdad, aquel sueño concreto parecía pertenecer a otra vida, como si lo hubiera concebido un hombre distinto a él.

«¡No te rindas! ¡Lucha, maldita sea! ¡Se lo debes a ella! ¡A ti! Aún puedes encontrar un modo de salir de ésta. ¡Tienes que hacerlo!» A pesar del dolor, Alexander trató de concentrarse y no perder la cabeza. ¿Dónde lo habían apresado esos asesinos y por qué? No sabía en qué dirección cabalgaban pero sintió el olor a corteza mojada y hojas por encima del olor a lluvia. Aguzó los sentidos para intentando enterarse de las palabras de aquellos hombres que le llegaban a los oídos. Unas eran ininteligibles, pero otras eran nítidas. Mencionaron «Calon», «Carrick» y «venganza».