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– Hermano Thomas -volvió a llamar y empujó una puerta que chirriaba.

En el interior, el monje estaba arrodillado, con la cabeza inclinada en acción de rezo y deslizando con destreza los dedos por las cuentas del rosario. Una única vela dispuesta en el candelero que reposaba en un taburete de tres patas, con su llama diminuta, arrojaba una luz débil y parpadeante sobre aquel sobrio espacio. Aparte del catre, el taburete y el cubo, carecía de otro tipo de mobiliario. El único adorno que colgaba de las paredes era una cruz de madera clavada sobre la cama y dos pequeños ganchos que no sostenían nada. Esperó en la entrada y, cuando hubo terminado sus rezos, se volvió hacia ella e inclinó la cabeza.

– Milady -dijo mientras recuperaba la posición vertical.

El que un día fue un hombre de elevada estatura, ahora parecía consumido y encorvado, sólo piel y huesos. Aquel hombre, con la tonsura de monje, barba nívea, nariz aquilina y los ojos tan negros como la noche, ataviado con un hábito marrón ceñido con una cuerda, parecía tener cien años.

– ¿En qué puedo serviros? -le preguntó con una voz que crujía como la paja seca.

– Estoy intentando averiguar lo que le pasó a mi nodriza, Isa -respondió Morwenna-. Anoche la mataron. No sabemos quién fue el asesino. Pensé que tal vez escucharais o vierais alguna cosa que me ayudara a descubrir quién es el culpable. Sé… quiero decir, sir Alexander me comentó que algunas veces sube el torreón para tomar el aire fresco de la medianoche.

– Sí, así es -afirmó con la cabeza; la cara arrugada dibujó una máscara de imperturbabilidad-. Y, sí, anoche salí a mirar las estrellas, esperando atisbar un destello de luna. -Suspiró con tristeza y prosiguió-: Escuché los rezos paganos que la mujer lanzaba en voz baja al viento. Colgó el rosario de un gancho situado encima de la cama, y Morwenna se fijó en su piel blanca, casi traslúcida, que le cubría los huesos las manos.

– A veces creo que Dios se encarga de la herejía a Su manera.

– ¿Pensáis que Dios la mató? -preguntó Morwenna horrorizada.

Levantó un brazo en rechazo.

– No… Me habéis entendido mal…

– Eso espero, hermano Thomas, porque de hecho anoche alguien degolló a Isa en forma de W, le depositó el anillo de Carrick de Wybren en la mano y luego se esfumó. Quienquiera que fuese, la dejó morir desangrada, como una suerte de chivo expiatorio. -La cólera comenzó de nuevo a encenderle la sangre-. Quiero que encuentren al culpable y lo lleven ante la justicia.

– Vuestra justicia -precisó.

– Y la de Dios. Quienquiera que la mató cometió un pecado mortal. -Dio un paso hacia el hombre encorvado-. Ahora, hermano Thomas, contadme lo que presenciasteis ayer por la noche.

Sacudió la cabeza.

– Vi muy poco. Estaba oscuro. Escuché su canto y miré de dónde provenía el sonido. Mis oídos ya no son lo que eran, pero pude adivinar que estaba cerca de la charca. Entonces paró, pero no bruscamente como si alguien la atacara, sino más bien como si hubiera terminado con su cháchara. Era tarde. Estaba cansado. Y no quería quedarme y seguir escuchando sus blasfemias si empezaba de nuevo, así que bajé por la escalera y me metí en mi celda.

– ¿Eso es todo? ¿No visteis ni oísteis nada más?

– Os explico todo cuanto sé.

Decepcionada, Morwenna se encogió de hombros y se reprendió mentalmente. ¿Qué es lo que esperaba? ¿Que aquel hombre fuera testigo de la hazaña y no hubiera dicho nada?

– Anoche se escapó un hombre -le informó.

– Carrick de Wybren -señaló.

Morwenna no quiso perderse nada. El monje añadió:

– He escuchado las conversaciones de los guardias. Están justo debajo de mí. A menudo sus palabras se cuelan por mi ventana. Y los muchachos que me suben la comida y el agua también rumorean. Al parecer desapareció como por arte de magia, así. -Chasqueó los dedos y dibujó una sonrisa amable-. Lo siento, milady, pero no vi cómo huía Carrick, ni tampoco fui testigo de la muerte de vuestra nodriza.

Morwenna aguardó un instante porque parecía que el monje quería añadir algo más. Cuando le pareció que reculaba, le espoleó con estas palabras:

– Pero vaciláis, hermano Thomas. Como si supierais algo más.

El hermano arqueó las cejas y deambuló con la mirada por el techo unos segundos.

– ¡Tengo razón! -afirmó ella, y el cansancio que acumulaba se esfumó al instante-. ¿De qué se trata, hermano Thomas? -Como le veía vacilar, Morwenna quiso ir un paso más allá y tirarle de la lengua todo lo que pudiera-. Por favor, debéis decírmelo. Por la seguridad de la gente de la torre.

– Vivo aquí desde hace mucho tiempo -dijo, obviamente librando una batalla por si debía hablar o callar-. De hecho, llevo viviendo en Calon más que la mayoría de la gente. Tal vez sea el que más. Estuve aquí cuando era un niño, mucho antes de oír la llamada de la fe.

– Sí, sí -le pinchaba cuando notaba que vacilaba.

– Mi abuelo fue el albañil que construyó esta torre -apretó los labios sobre los dientes durante un segundo y puso los ojos en blanco hacia arriba como buscando una señal en las alturas para seguir hablando.

Era difícil ser paciente, no encajaba en la naturaleza de Morwenna. Pero se daba cuenta de que el monje escogía las palabras con cuidado. Debía ser paciente.

– Mi abuelo diseñó este castillo para lord Spencer -prosiguió por fin el hermano Thomas-. Lord Spencer le exigió… que construyera una red de pasillos dentro de los pasillos del gran salón.

– ¿Pasillos dentro de pasillos?

– Sí. Pasajes secretos y habitaciones que sólo el lord sabía que existían. Al principio el lord dijo que servirían en caso de ataque, como refugio donde esconderse del enemigo o como vía de escape, para huir si era preciso, pero era mentira. Cuando todo fue dicho y hecho, mi abuelo se dio cuenta de que la mayor parte de los pasillos se utilizaban como zona de inspección, lugares desde donde el lord podía espiar a sus invitados y a su mujer sin ser visto.

– ¿Qué? ¿Un espía oculto?

– Sí, en cámaras secretas.

– Pero, ¿dónde están?

– No lo sé. Sólo… sólo sé lo que oí a mi familia cuando era un niño. Nunca los he visto con mis propios ojos, nunca lo he intentado, y tampoco mi padre ni ninguno de mis hermanos.

– Pero alguien conoce esas cámaras secretas -susurró.

Se le erizó el vello de la nuca al recordar con qué frecuencia había sentido unos ojos ocultos clavados sobre ella, sin poder imaginar que quien la observaba mientras dormía, se vestía o tomaba un baño. La ira se apoderó de ella.

– Durante años, durante toda mi vida, que yo sepa, nadie ha utilizado los pasajes e incluso se han disipado los rumores acerca de su existencia. Cualquiera que los mencione ahora lo hace en clave de broma o como de leyenda… Una leyenda que se gestó desde el principio y que atendiéndose con el paso de los años. -Caminó hasta la pared y clavó la espalda contra ella-. Pero ahora, me temo, esos pasajes han descubiertos y utilizados. Explicaría muchas cosas.

– Sí -afirmó, tratando de imaginarse quién conocía los pasajes serios.

– Después de que mataran a sir Vernon, me lo pregunté. Por los chismes supe que nadie comprendía cómo el asesino podía haber escapado rápido y de manera tan resuelta. No dije nada al respecto porque sé que sería alguien astuto. Pero luego, Isa…

«Y Carrick».

– Debemos encontrar los pasajes -dijo ella proyectándose en el futuro. La sangre le bullía con sólo pensar en descubrir la guarida del asesino, su ruta de escape y su identidad.

El hermano Thomas suspiró y se santiguó.

– El temor de mi abuelo era que su obra maestra arquitectónica se alzara para fines diabólicos y, según parece, así ha sido.

– Debéis ayudarme a descubrir los pasajes secretos, las cámaras, las… ¿qué? ¿Las entradas secretas?

– Como ya os he dicho, milady, ignoro dónde están o cómo acceder a ellas, sólo sé que existen.