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Se cubrió el cuerpo con una capa cálida, se puso los guantes con ayuda de los dientes y salió corriendo por la serpenteada escalera hacia abajo, al gran vestíbulo.

Los soldados levantaban la camilla del herido, que dejó escapar un gemido cuando movieron su cuerpo, y durante un segundo ella pensó que sus párpados hinchados se abrirían, pero se limitó a gemir sin despertar.

– ¿Sobrevivirá? -le preguntó al médico.

Nygyll movió la cabeza y se limpió las manos ensangrentadas y húmedas en una toalla.

– Es poco probable. Se encuentra en un estado lamentable. Demasiadas heridas. Parece fuerte, pero necesitaría una gran fortaleza para salir de ésta. Tendrá que luchar si quiere seguir viviendo.

– Ahora está en manos de Dios -añadió el sacerdote, persignándose sobre el pecho y meneando la cabeza, como si sentenciara a la pobre alma que reposaba ante él.

– Imagino entonces que hay poco que temer si se queda en la torre -dijo Morwenna.

El sacerdote se disponía a marcharse, pero Morwenna le puso la mano sobre el brazo.

– Padre, un momento, por favor -dijo, y la mirada gélida del sacerdote se encontró con la suya. Retiró la mano rápidamente-. El hombre lleva un anillo con el emblema de Wybren. Notó una tirantez apenas perceptible en los labios del sacerdote-. Es el emblema de la torre del barón Graydynn, vuestro hermano. El emblema de la torre donde murió la familia del barón Dafydd, vuestro tío.

El sacerdote no dijo nada.

– Persiste la gran preocupación de que el herido sea Carrick, vuestro primo.

– El traidor.

– Eso dicen.

La mirada atenta del padre Daniel siguió a los soldados que trasladaban al desconocido arriba.

– No, no son sólo habladurías. Es la verdad.

– ¿Lo habéis reconocido?

– No más que vos -replicó el sacerdote, y ella sólo acertó a tomar aliento-. Lo habéis reconocido, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Es imposible decir quién es.

– Debemos esperar a que se cure.

El padre Daniel enarcó una ceja.

– Eso si se cura. Como dije, ahora está en manos de Dios. -Se santiguó y después añadió-: Pero desde luego sería prudente informar a mi hermano que su enemigo, nuestro primo, tal vez haya sido capturado.

– Lo haré cuando esté segura de que el hombre es realmente Carrick -dijo Morwenna, mirando cómo los soldados rodeaban la esquina de la escalera-. Los rumores pueden propagarse por Wybren antes de que llegue la mañana, pero hasta que no estemos seguros de quién es, no serán más que eso, rumores.

¿Quién podría haber golpeado al hombre con tanto ensañamiento y después darlo por muerto? ¿Por qué?, se preguntaba ella. ¿Había sido un robo? ¿Obra de unos ladrones desalmados? Entonces, ¿por qué no se habían apoderado de algunos de sus objetos de valor? ¿Se frustró el robo? ¿Acaso algo había espantado a los supuestos asesinos antes de que pudieran robar todo lo que querían y matar a la víctima? ¿O le habían propinado esta severa paliza para vengarse? Y si era así, ¿para vengarse de qué fechoría? ¿Qué pecado pudo cometer ese hombre para justificar un ataque tan brutal?

«¿Y por qué lleva el anillo con el emblema de Wybren?»

Morwenna no tenía respuestas para ninguna de las preguntas que la asediaban y caminaba impaciente cuando Alexander volvió, con Bryanna siguiéndole como un perrito que hubiera quedado huérfano.

– ¿El hombre se queda en la torre? -susurró ella. Sus ojos brillaron cuando miró por encima de su hombro, como si esperara que el hombre herido apareciera como un espectro detrás de ella.

– Sí.

– ¿No es peligroso? -preguntó Bryanna, dejando entrever lo que parecía ser una gran expectación.

– Creo que no, está inconsciente y apenas respira.

Morwenna dejó de prestar atención a su hermana menor y se dirigió a sir Alexander:

– Vayamos al lugar donde el cazador encontró a nuestro invitado. Tal vez determinemos qué pasó.

Alexander resopló.

– El invitado -dijo entre dientes.

– Yo también voy -dijo Bryanna, volviendo hacia la escalera, casi chocando con el sacerdote con las prisas-. Perdóneme, padre -alcanzó a decir, y luego a Morwenna-: En un santiamén vuelvo con mis cosas.

El padre Daniel encontró la mirada de Morwenna y, en ella, pudo vislumbrar recriminaciones veladas y algo más, algo oscuro y sombrío -incluso prohibido- que perduraba en sus ojos, de un azul intenso, y que desapareció instantáneamente. Como si también se diera cuenta de lo que había pasado entre ellos, el sacerdote apartó su mirada rápidamente y se apresuró a alcanzar el pasillo que conducía a la capilla.

– No sé qué conseguiréis de bueno con esto -se quejó Alexander mientras los ojos de Morwenna perseguían la figura del sacerdote.

¿Qué secretos escondía el padre Daniel? ¿Cuáles eran, en realidad, los pensamientos más íntimos de todas las personas de la torre? Sintió cómo un frío le calaba profundamente en los huesos. No era la primera vez que se sentía distanciada de todos los demás habitantes de la torre, como un pastor que no sabe nada de su rebaño. Llevaba allí menos de un año. Ella era la forastera.

– Milady -dijo Alexander, aclarándose la garganta.

– ¿Qué? ¡Ah! -exclamó ella, recordando lo que le había preguntado-. Tampoco sé lo que encontraremos en el bosque, sir Alexander, pero echaremos una ojeada, ¿de acuerdo?

Morwenna hizo una seña al guardia para que empujara la pesada puerta que daba al exterior y esperó a que la abriera. Mort, que había estado dormitando delante del fuego, se levantó y se desperezó. Apenas dio ella un paso hacia el patio de armas, oyó el alarido de una ráfaga de viento invernal, que semejaba un llanto amargo, agitaba la hierba, hurgaba en el interior de la capa de Morwenna y le abofeteaba en la cara. Hizo caso omiso de la ráfaga gélida, inclinó su cabeza y se dirigió hacia la cuadra por el camino trillado, con Mort pisándole los talones. La hierba estaba amarillenta y pisoteada, crujiente por la helada y con charcos a lo largo del sendero, donde flotaban aún restos de hielo.

Dos muchachos, con las narices rojas y gorros de lana calados hasta las orejas, transportaban leña hacia el gran salón mientras otros acarreaban cubos de agua. Una muchacha, que hacía años había dejado de ser una adolescente, lanzaba grano a las gallinas, que cloqueaban y se daban picotazos entre sí. Las plumas se dispersaban a medida que las gallinas se apartaban con premura del camino. El olor a humo, fermento de cerveza, estiércol de animales y grasa derretida impregnaba el aire frío. En los corrales, los cerdos gruñían ruidosamente y las cabras balaban mientras las ordeñaban.

El castillo estaba en pleno funcionamiento, todos se ocupaban con afán de sus tareas. La perturbación momentánea causada por la aparición del herido, por lo visto, se había esfumado. Levantó la mirada hacia el adarve y vio a los centinelas en sus puestos, como siempre. Los comerciantes y los campesinos azotaban a las bestias, que empujaban carros enormes, a través de los surcos profundos del camino principal que conducía a la torre.

Morwenna se introdujo por un camino que llevaba hasta la cabaña de las taberneras, donde las mujeres hablaban en voz alta y discutían acerca del descubrimiento del hombre.

– Le han golpeado con tanta ferocidad que ni siquiera su propia madre le reconocería -susurró Anne, una verdadera chismosa.

– Sin duda, es un ladrón que merecía este destino -respondió otra.

– O algún marido lo pescó levantando las faldas de su esposa -les confió Anne.