Ay, era placentero escucharle negociar por su vida. Suplicar a la guardia. Hacer promesas que posiblemente no podría cumplir. Conocer el miedo y la frustración de perder todo lo que pensaba que había ganado. Las cadenas sonaron, siguió el chirrido de una llave oxidada girando en la cerradura, y a través de la luz tenue de dos velas de junco, El Redentor fue testigo de la mortificación final de Graydynn al verse arrojado en el interior de una celda fétida y sucia.
Graydynn gimoteó primero y luego gritó obscenidades.
No sabía que debería estar rezando por su alma.
Ante el asombro de El Redentor, el guardia cerró la puerta de la celda y luego se marchó, colgando el juego de llaves en un gancho que había en la pared junto a la escalera.
– ¡No me abandonéis aquí! ¡No podéis hacerlo!
El guardia se volvió, le miró directamente a la cara y luego escupió el suelo. Un segundo más tarde, sus pesados pasos se apagaron mientras subía la escalera.
– ¡Por todos los infiernos! ¡No podéis abandonarme aquí! -Graydynn, frenético, agarró los barrotes y los sacudió a rabiar-. Os ordeno que me liberéis. ¡Os ordeno que me pongáis en libertad! -exigió-. ¡Sir Michael! ¡Volved aquí! ¡Sir Michael! -Graydynn respiró hondo y propinó una patada al suelo arrojando algo, un trozo de hueso, un terrón mugriento o a roca, que impactó contra la pared haciendo un ruido sordo-. ¡Idos todos al infierno! -exclamó con rabia.
El Redentor esbozó una leve sonrisa. Oyó cómo se cerraba una puerta arriba y después se hacía el silencio, roto por la plática del preso. Dio un paso fuera de la sombra hacia la zona iluminada tenuemente. Graydynn estaba tan preso de la rabia que no percibió cómo se acercaba hasta que no estuvo delante de la celda.
– ¿Quién sois? -le preguntó asustado, mirándole en la oscuridad.
– Estoy aquí para ayudar.
– Muy bien, entonces podéis empezar abriendo la maldita puerta. ¡No puedo creérmelo! ¡Encerrado aquí como un vulgar criminal! ¿Podéis daros un poco más de prisa?
El Redentor asintió con la cabeza y se acercó hasta la escalera para recuperar las llaves. Mientras lo hacía, desenvainó el cuchillo con la otra mano.
Graydynn no se dio cuenta. Sólo prestaba oídos al sonido metálico de las llaves y a la promesa de libertad.
El Redentor pensó jugar con él, tomarse su tiempo, incluso bromear con el supuesto señor de la torre, pero lo pensó dos veces, tenía que volver a Calon y quedaban pocas horas antes del amanecer.
Primero introdujo una llave en la cerradura e intentó abrir. No encajaba.
– Por los clavos de Cristo, ¿tenéis que ser tan lento? -gruñó Graydynn.
Probó con otra llave. Tampoco se oyó ningún chasquido en la puerta.
– ¡Dadme el llavero, inútil! -le dijo Graydynn bruscamente, arrebatándole el pesado manojo de la mano.
Hizo un intento tras otro y, cuando por fin la cerradura emitió el chasquido de apertura y empujó la puerta para que se abriera, El Redentor ya estaba esperándole.
Graydynn avanzó hacia él. El Redentor le agarró por los cabellos, torciéndole la cabeza hacia atrás, y le rajó el cuello con un corte en forma de W, antes de que Graydynn pudiera abrir la boca para gritar.
– Lo siento, milady -se disculpó el hermano Thomas mientras inspeccionaba el solario una última vez-. Tal vez cuando tengamos más luz podamos encontrar algo, pero me temo que no descubriremos nada esta noche, probablemente nada en absoluto.
Morwenna no estaba dispuesta a darse por vencida pero se daba cuenta de que el anciano estaba cansado. Las manchas oscuras que le contorneaban los ojos eran más pronunciadas y sus movimientos, cada vez más lentos. Habían estado buscando durante horas y no habían descubierto nada.
– Habéis puesto todo de vuestra parte, hermano Thomas -le agradeció.
La primera luz del alba, que surgía de las colinas del este, alcanzó los ojos de Morwenna. La mañana estaba de nuevo al caer, los gallos cantaban sonoramente, el centinela en la atalaya soplaba el cuerno de caza, anunciando el cambio de guardia.
– Pedidle a Cook que os prepare unas gachas de avena, morcillas o una tarta de pinzón antes de volver a vuestra habitación.
– Tal vez -dijo con suavidad, y sus viejos ojos destellaron al oír hablar de comida.
Morwenna le tomó del brazo con suavidad mientras se volvía en dirección a la puerta.
– No debéis pasar todo el tiempo allá arriba. Os prepararé un lugar caliente, con un fuego y un colchón para dormir.
– No, hija mía -le dijo con una débil sonrisa- pero os lo agradezco. Ahora, intentad descansar.
¡Descansar! Eso era lo último que podía hacer. Al amanecer, el castillo comenzaba a ser un hervidero y aún le quedaba mucho por hacer.
Vio al viejo monje en la cocina, donde una de las criadas le prometió acompañarle de vuelta a la torre después de ofrecerle un poco del guisado de cordero del Cook. Morwenna regresó a su habitación, se echó agua por la cara y renovó la determinación de encontrar las habitaciones secretas.
Recordó que podían ser los pensamientos infundados de un anciano con una cabeza débil y confusa. Mientras se secaba con la toalla sacudió la cabeza. Aún le creía. Durante las horas que había pasado con el monje, le había encontrado lúcido y apenas se había repetido. Insistió en que su abuelo había creado una trama de pasajes secretos.
Quedaba una habitación sin revisar, pero ahora, con la luz del alba, era el momento de buscar también allí. Además, quería hablar con su hermana. Mort, que había estado durmiendo hecho un ovillo sobre la cama, levantó la cabeza a su paso, y meneó la cola cuando le acarició la cabeza. Se volvió a dormir rápidamente, después de haberla seguido durante toda la noche.
– No te culpo -admitió, mirando la cama y pensando que sería un regalo divino poder dormir durante unas horas.
Pero todavía no. Había prometido que montaría al amanecer en busca de Alexander y Payne. Debía explicarle a Sarah el encuentro de la noche anterior con los secuaces de Carrick.
¡Carrick! El traidor.
¿Qué quería a cambio de liberar a sus hombres? ¿Dinero? Pero los canallas no habían exigido rescate. Tal vez tendría que haberlos encerrado en las mazmorras, pero tuvo miedo de que Carrick degollara a Alexander y a Payne.
Su corazón se desmoronó.
Tal vez ya estuvieran muertos. Si los canallas volvían, exigiría una prueba de que vivían.
Se negaba a pensar de ese modo, no lo creería. También se negaba a pensar que algo horrible les hubiera sucedido a cuantos se ausentaban de la torre, aunque si el médico, el sacerdote y Dwynn no aparecían durante el día, buscaría ella misma por la ciudad.
Llamó a la puerta de Bryanna y esperó.
No hubo respuesta.
– ¿Bryanna? -llamó golpeando más fuerte, puesto que la joven dormía profundamente-. Bryanna, tengo que hablar contigo.
Volvió a esperar y luego llamó de nuevo. Al no oír los pasos de su hermana, abrió la puerta de un empujón.
– Rayos y centellas, Bryanna, despierta. Entiendo que estés afligida por lo de Isa, pero…
La habitación estaba fría, vacía. La cama sin arrugas.
El corazón de Morwenna latía en su pecho alocadamente. Su hermana tenía que estar allí. La buscó. La habitación era más pequeña que la suya, con una alcoba no muy grande cerca de la chimenea, con unos estantes. No estaba escondida debajo de la cama. No, no estaba en la habitación. ¡Pero tenía que estar allí!
Se dirigió rauda y veloz hacia la ventana. Era alta pero se podía acceder a ella si uno se encaramaba, y lo suficientemente grande para escapar por ella.
El alféizar era ancho y sólido pero la caída era brusca, de tres plantas. Morwenna se asomó afuera y observó la neblina abajo y el patio de armas a lo lejos. Del alféizar no colgaba ninguna cuerda. Incluso si una persona era lo bastante osada para saltar sobre el suelo blando y embarrado, correría un gran riesgo y el peligro de quedar mal herido o morir. No, Bryanna no había saltado por la ventana.