– ¿Vuestra hermana? No lo sé.
– ¡Mentiroso! -casi gritó, sin dejar de apretar los puños-. ¡Decidme dónde os la llevasteis y rezad a Dios por vuestra alma mortal si le habéis ocasionado cualquier daño! -Se detuvo cuando sus zapatos rozaron las botas de él. Alzaba el cuello hacia él para llegar a la altura de sus ojos, ensartándole con una mirada de pura aversión. Temblaba por dentro, tenía un nudo en el estómago y sus palabras brotaban como un silbido entre el rechinar de dientes-: Si Bryanna está herida o… o peor, ¡veré cómo os cuelgan, pedazo de estiércol, de los talones y os rebanan en canal para que se derramen vuestras tripas hasta morir!
Su mirada no vaciló.
– ¡Juro, Carrick, miserable hijo de perra, que os mataré con mis propias manos!
Se abalanzó contra él, le aporreó el pecho con los puños y sintió que los brazos la rodeaban. Mientras ella luchaba y arañaba, él tuvo la audacia, el maldito valor, de no golpearla ni de defenderse. Simplemente sostuvo cerca de él mientras escupía, se agitaba y lo enviaba al infierno, insultándole sin tregua. El miedo y la cólera la empujaban a moverse violentamente, con furia, entre sollozos emergentes entrecortados, hasta que la rabia se calmó y se quedó extenuada, empapada en sudor, jadeante, respirando con dificultad entre sus brazos. Morwenna clavó la mirada en su hermosa cara y no vio al hombre que había amado sino a un mentiroso, un tramposo, un traidor. Si su corazón palpitaba no era por amor, lujuria o tentación, sino por el peligro que corrían aquellos que amaba y la frustración de sentirse incapaz de salvarles.
Las dudas la asaltaron. ¿Había sido la esperanza, los sueños, los planes de convertirse en lady Calon, soberana de la baronía, lo que había provocado el dolor, el engaño y la muerte entre aquellos muros gruesos y sólidos?
Por fin se dio cuenta de que todavía estaba entre sus brazos, que sus pechos se apretaban contra el de él, que su mandíbula cuadrada apretaba su frente, y su olor le invadió las fosas nasales. Le recorrió un espasmo de repulsión.
– ¡Dejadme en paz!
– Si eso es lo que deseáis.
– ¡Así es!
Él arqueó una ceja negra indecisa y ella deseó arrancar la sorna de la condenada cara.
– ¿Qué diablos hacéis aquí? -le exigió.
Él la soltó, ella dio un traspié y volvió a cogerla.
– He estado esperándoos -le confesó con la misma voz grave que la recordaba-. Aquí, en esta habitación. Salí cuando bajasteis con el monje.
– ¿Cómo sabéis lo que he estado haciendo? Y ¿dónde está mi hermana, maldita sea?
– Sé lo que habéis estado haciendo porque he estado vigilándoos, hasta contar con la posibilidad de estar a solas. La mayor parte del tiempo me oculté aquí fuera porque nadie se molestó en entrar. De vuestra hermana no sé nada. Cuando llegué, la puerta estaba cerrada, el fuego apagado y la cama sin deshacer.
– ¿Cómo entrasteis?
– Mis hombres os distrajeron.
Ella pensó en los dos hombres que se habían presentado en la torre de entrada.
– Era sencillo -continuó Carrick-. Supuse que enviaríais a algunos hombres tras ellos, como hicisteis en busca de Carrick, y di instrucciones a Will y a Hack de que dispersaran a vuestros soldados en direcciones contrarias. Mientras ellos hablaban con vos y la guardia estaba distraída, me introduje sigilosamente por las puertas hasta entrar en la torre.
– ¿Con tanta facilidad? -preguntó con amargura.
Inclinó la cabeza, bajó la mirada y de nuevo le miró a los ojos.
– Vuestra seguridad, milady, es… peor de lo que desearía.
En ese instante, ella le creyó. La gente había sido asesinada o había desaparecido, y nadie, ni soldados, espías, rastreadores o cazadores, había encontrado ninguna pista sobre la identidad del asesino o de los desaparecidos.
Ella soltó un suspiro.
– ¿Tenéis a mis hombres?
– Sí. Escondidos.
– ¿A todos? ¿Al médico y al sacerdote y… y al que consideran un tonto?
– No, sólo al alguacil y al capitán de la guardia.
– ¿Y los demás…?
– No están en mis manos -respondió, frunciendo el ceño-. ¿Estáis segura de que no partieron por iniciativa propia?
– No lo sé -admitió ella-. Pero resulta extraño que se hayan ido todos, la misma noche en que segaron la vida a Isa y Car… Theron escapó.
– Pensasteis que mi hermano era yo. Sabía que todos los demás nos confundirían, pero pensé que vos… habríais notado la diferencia.
Ella se sonrojó y se mordió el labio.
– Pensé que estabais muerto -le confesó, con un hilo de voz-. Y luego apareció ese hombre con vuestro anillo. Tenía que creer… No, quise creer que habíais sobrevivido.
Carrick inclinó la cabeza como si fuera así, lo que enfureció a Morwenna de nuevo.
– Hicisteis que mis hombres cayeran en la trampa para poderlos utilizar -dijo ella bien alto-. Decidme, ¿qué trato queríais hacer?
– Necesito vuestra ayuda -dijo él.
Ella receló al instante.
– ¿Vos necesitáis mi ayuda? -casi rió por lo absurdo de la situación, sacudiendo la cabeza hasta la locura-. Es ridículo. ¡Nunca habéis necesitado la ayuda de nadie en vuestra miserable vida!
– Hasta ahora. Os pido vuestra ayuda para probar que no provoqué el incendio que mató a mi familia. Para este fin tendremos que convencer a Theron.
– ¿El hombre que golpeasteis casi hasta la muerte? No será fácil.
– Y debemos encontrar al verdadero asesino. O a los asesinos.
– Ha pasado más de un año desde el incendio. Todo el mundo en Wrybren ha intentado resolverlo.
– ¿De veras? -sacudió la cabeza-. Pero no el actual barón. Graydynn está satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos. -Se frotó la barbilla-. Escuchad, Morwenna, sé que no tenéis ninguna razón para confiar en mí y más de una para odiarme, para considerarme vuestro peor enemigo, pero si me ayudáis en mi búsqueda, os ayudaré en la vuestra.
– Liberaré a vuestros hombres -prosiguió él- y os ayudaré a encontrar a vuestra hermana y a quien haya desaparecido. Pondré todo que tengo a mi alcance en desvelar quien mató al guardia y a la anciana… por encima de todo lo demás, Morwenna -dijo solemnemente-. Os ayudaré a localizar a mi hermano. -Sus ojos azules se clavaron en los de ella-. Es lo mejor que puedo ofreceros, pero es sincero. Tenéis mi palabra.
– No confío en vos o en vuestra palabra.
– Mi palabra es tan buena como la de cualquiera que viva en esta torre, la mitad de los cuales desearían veros fracasar o que otro os reemplazara sólo porque sois mujer.
Morwenna no podía discutir esas palabras.
Se quitó la espada y la tiró encima de la cama, luego metió la mano en la bota y sacó un pequeño cuchillo perverso. También lo depositó sobre el colchón de Bryanna.
– ¿Qué decidís, Morwenna? -preguntó-. ¿Dejaréis que os ayude o actuaréis por cuenta propia?
Caminó hasta la cama y recuperó las armas. Le miró directamente a los ojos y gritó:
– ¡Guardias! ¡Sir James y sir Cowan, os necesito aquí inmediatamente!
Se oyó un tropel de pasos por la escalera. Carrick resopló.
– ¿Esta es vuestra respuesta?
– Pongo a Dios por testigo, Carrick, que nunca confiaré en vos -afirmó sin mover apenas los labios-, pero no os privaré de la libertad. Trabajaréis con mis soldados de confianza. Ellos irán armados. Vos no.
– Lady Morwenna -llamó sir Cowan.
– ¡Aquí, en la cámara de Bryanna!
Ella clavó la mirada en su antiguo amante.
– No cometáis ningún error, Carrick, o no volveré a tener confianza en vos mientras pueda respirar, pero os permito esta última oportunidad de demostrar lo que valéis. ¡Y si me desafiáis, mentís o ponéis en peligro las vidas de aquellos a quienes amo, juro que emplearé el resto de mi vida en hacer de la vuestra un infierno!