– Creo que lo encontré -susurró, empujando con fuerza el pestillo.
La entrada apareció lentamente.
Antes de que ella pudiera pasar a través, la voz de un soldado retumbó por todo el pasillo.
– ¡Lady Morwenna! -vociferó.
– ¡Caramba! -refunfuñó. A toda prisa le dio una de las velas de junco-. ¡Idos!
– No queréis que ellos… -Sacudió la barbilla en dirección a la puerta de donde venía el sonido de las botas que tronaban.
– Todavía no, aún. Ahora idos. ¡Deprisa!
Carrick se escabulló por la entrada recién descubierta y Morwenna corrió hacia la puerta.
Sir Lylle la alcanzó cuando cerraba la puerta de la habitación de Tadd.
– ¿Qué sucede?
– Lord Ryden ha llegado -dijo, acercándose jadeante-. Y no viene solo. Él y sus soldados han capturado a la cuadrilla de criminales de Carrick de Wybren. -La sonrisa le llegaba de oreja a oreja-. Ahora ya no tendréis que negociar con él, milady -le dijo con orgullo.
El corazón de Morwenna dio un vuelco. Carrick estaba ya en las profundidades de los pasadizos secretos de la torre.
– Bien. Montad guardia aquí y yo iré a saludar al barón. No dejéis entrar o salir a nadie.
Ante la perplejidad de sir Lylle ella le dijo:
– Esto es una prueba, sir Lylle.
No explicó nada más, dando a entender que sería una prueba de su lealtad y de que fuera realmente digno del puesto que había ocupado durante la ausencia de sir Alexander.
– ¿Hay alguien más con ellos?
– Sólo los asesinos, el alguacil y el capitán de la guardia -le contestó.
Ella se preguntó por el paradero de los demás. Y Theron, por el amor de Dios, ¿estaría aún en los pasadizos oscuros que estaba a punto de explorar? ¿Y Bryanna? ¿Le habría seguido? ¿Dónde demonios estaban Nygyll, Dwynn y el padre Daniel?
A medida que pasaba más tiempo desde su desaparición, crecía la quietud.
– Por favor, llevadme ante lord Ryden y enviad un mensajero a la mujer del alguacil para informarle que ha vuelto. Llevadla a la entrada. Después volved aquí, a vuestro puesto.
– Pero Carrick podría escaparse.
– Situad centinelas al final del vestíbulo, en lo alto de cada escalera ordenó.
Se puso en marcha rauda hacia la escalera principal, preparándose para enfrentarse con el hombre con quien había jurado casarse.
– Maldito aliento de perro -renegó, recogiéndose el cabello por encima de los hombros.
Había alcanzado el último peldaño, cuando escuchó el sonido de voces masculinas procedentes del gran salón y reconoció la risa de lord Ryden. De repente sonó otro cuerno desde el exterior y sir Hywell abrió puerta.
¿Y ahora, qué?, fue el pensamiento de frustración de Morwenna.
Sopló una ráfaga de aire que reavivó las llamas de las velas de junco y ardieron más brillantes.
– Ha llegado un grupo de hombres de Wybren -anunció.
Graydynn. ¡No!
Morwenna rechinó los dientes. Contrajo los hombros y entró en el vestíbulo cuando Theron, que vestía un uniforme andrajoso y embarrado, entraba por el otro lado. El corazón de ella dio un brinco y sintió que le robaban el aire de los pulmones. Clavó su mirada en los ojos azules, tan azules, sobresaltados por la incontenible alegría que mostraba ella.
– Morwenna -le dijo, mientras otros hombres se unían a él-. No soy…
– ¡Lo sé! -Sin pensarlo dos veces se lanzó contra sus brazos-. Agradezco a Dios que estéis vivo…, Theron.
Él la se agarró bien a él, sintió la comodidad de sus brazos que la rodeaban, y sólo cuando oyó una tos, se dio cuenta de que sir Ryden de Heath, el hombre con el que había convenido en casarse, estaba únicamente a unos pasos, con una mirada abrasadora y la cara encendida por la rabia contenida. Le temblaban las fosas nasales y rebajó la mirada, como si la escena le hubiera indignado.
– Ryden -dijo.
Morwenna abandonó sus brazos.
– Theron. -Ryden miró fijamente al joven con una mirada que podía perforar el granito-. Tal vez podríais explicarme cómo escapasteis a la tragedia de Wybren -inquirió moviéndose lentamente adelante, midiendo tanto las palabras como los pasos- mientras que el resto, incluida vuestra mujer, mi hermana, perecieron.
– Abandoné Wybren antes de que se iniciara el fuego.
– ¿Permitisteis que vuestra esposa tuviera que defenderse sola?
– Ella estaba con alguien.
– ¿Y no pudisteis luchar por vuestro honor?
Los labios de Theron no se movieron.
– Veo que no cuestionáis su fidelidad. Alena tenía poco honor, Ryden, y los dos lo sabemos. Se abandonó al hombre que enviasteis para que la espiara -dirigió su mirada hacia Morwenna-. No podemos discutir eso ahora. De camino hacia aquí encontramos al padre Daniel.
– ¡Por fin! ¿Dónde estaba? -preguntó Morwenna, irritada porque el sacerdote había abandonado la torre.
Su cólera se disolvió al instante cuando apreció la mueca en la mandíbula de Theron y la tristeza que desprendía su mirada.
– Él, también, ha sido asesinado, Morwenna, tenía la garganta rajada de la misma manera que los demás.
– Oh, Dios -susurró. La sangre le corría rauda desde la cabeza-. No.
Recordó el día que le vio a través de la puerta que daba a su cámara privada, con la fusta cruel en la mano, las cicatrices y la sangre en la espalda. Era un alma atormentada.
– Llevadme hasta él -ordenó ella.
– Aún no -ordenó Ryden imperiosamente-, acabamos de llegar.
– Ahora mismo.
Morwenna encontró su mirada retadora. Ryden parecía estruendoso pero ella no se amilanó. El castillo de Calon no era suyo, y él no podía impedir que ella hiciera lo que deseara.
Theron se avino a mostrar el camino y abandonaron la habitación.
Capítulo 31
El Redentor se deslizó inadvertido por el patio de armas. Como un mensajero del infierno montó desde Wybren, conduciendo su caballo sin piedad e intentando acortar el tiempo necesario para volver a Calon.
El caos se había desatado, como esperaba, con el descubrimiento del cuerpo del sacerdote. Sonrió al recordar el último encuentro. El padre Daniel estaba agotado, había dedicado todo el día a dar limosna y había asistido a un hombre moribundo, el anciano comerciante que se abría paso hacia el reino de los cielos.
Ni el baño de sangre ni los rezos le habían salvado, y cuando finalmente el sacerdote, después de consolar a la familia, estuvo listo para volver a la torre del homenaje, ya había caído la noche. Andaba solo por las calles y le sorprendió oír una voz familiar.
– Pensé que ya habíais vuelto -dijo continuando su camino hacia la torre a través de la lluvia.
– Decidí esperaros. Podemos andar juntos.
El sacerdote accedió con un gesto, y una vez que estuvieron fuera del pueblo, cada uno se ensimismó en sus propios pensamientos.
El Redentor deslizó el cuchillo en la palma de la mano. La sangre le bullía por la necesidad de otra matanza y tenía los nervios tensos ante la posibilidad de que alguien le descubriera.
– Creo que hay alguien allá delante. Veo algo -dijo.
– ¿Dónde? -había preguntado el sacerdote, mirando de reojo en la oscuridad.
Y acto seguido le golpeó. Clavó la daga hasta el fondo, por debajo del esternón, hasta penetrarle el corazón.
– ¡Ah…, oh, Padre misericordioso! -gritó Daniel en plena conmoción.
El Redentor extrajo su arma, y cuando el sacerdote caía con las rodillas sobre el barro, lo agarró por la cabeza.
Mientras el padre Daniel rezaba implorando el perdón de Dios, El Redentor clavó la mirada en los ojos de la víctima. Rápidamente, con movimiento limpio, le había cortado la garganta dejando una marca funda en forma de W en la piel, la W de Wybren. Todo era parte de plan, una manera de marcar a los pretendientes a la baronía y a cuando recelaran de él. Aunque aquel Vernon pusilánime y las herejías de la nodriza sólo habían sido escollos en el camino de su objetivo final, Redentor había disfrutado despachándoles de este mundo. Lo mismo pasaba con el padre Daniel. El sacerdote siempre se entrometía, le vigilaba y le miraba con desconfianza.