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Las mujeres prorrumpieron en risas y Alexander exhaló un suspiro en señal de disgusto.

– Mujeres -refunfuñó el capitán de la guardia.

Morwenna apretó el paso y se alejaron de las arpías charlatanas.

Llegaron a la cabaña del armero. El sonido metálico de un martillo moldeando una cota de malla se distinguió sobre el desagradable graznido de un ganso que perseguía a un gallito, que impidió el paso a Morwenna.

Al rebasar la última puerta, Morwenna observó el cielo. Las nubes eran espesas, de un gris siniestro, y prometían descargar más lluvia.

– No sé lo que esperáis encontrar hoy -dijo Alexander bruscamente. Llegaron a la cuadra y Mort dio con su poste favorito, donde levantó la pata.

– Yo tampoco, pero tal vez mi curiosidad quede satisfecha.

Él le lanzó una mirada repleta de dudas, mientras ella se adentraba en el interior. La invadió el olor a heno, caballos, cuero y estiércol, y el viento dejó de mecerle el cabello. Morwenna anduvo, sin riesgo a equivocarse, hacia la casilla donde la pequeña yegua española, su favorita, ya estaba ensillada y la esperaba.

Alabastro, de ojos oscuros y brillantes, relinchó con fuerza y sacudió su cabeza blanca, haciendo tintinear la brida.

– Está preparada para cabalgar -dijo John, el encargado de la cuadra. Se agachó y acarició la cabeza de Mort-. Hay algo en el aire esta mañana que hace que todos los caballos se sientan molestos. -Tras incorporarse, frunció el ceño y se frotó la nuca-. Hay algo que no les gusta.

– ¿Como qué?

Él la miró mientras alcanzaba las riendas de la brida de Alabastro y meneó la cabeza.

– No sé lo que es, pero yo también lo percibo.

Acarició el cuello de Alabastro.

Un escalofrío de miedo recorrió la columna de Morwenna. John parecía un hombre robusto, un alma sensible, en absoluto se parecía a las taberneras que cacareaban o al sacerdote inquietantemente tranquilo.

– No es más que el frío y el invierno, John -dijo ella suavemente, aunque sintió que no la creía y, en verdad, ella también se sentía desconcertada.

Desde que tuvo ese maldito sueño donde se le aparecía Carrick.

¿Un sueño?

¿O un augurio?

Desterró esos pensamientos caprichosos mientras John conducía su caballo afuera. Alabastro, siempre impaciente, la nariz al viento, la cola empenachada, se sumergió en la fresca mañana y comenzó a tirar de las riendas.

– Tranquila, allí -le indicó el hombre corpulento, al tiempo que alisaba el pelaje de la crin del caballo.

La yegua, tan blanca como un fantasma, de patas y hocico grises, pertenecía a Morwenna desde hacía cuatro años.

– Tened cuidado, milady -advirtió John-. Esta mañana la tierra está resbaladiza, hay placas de hielo. Prestad atención.

– Descuida, John, así lo haré -dijo y, enarcando sus espesas cejas rubias con un signo de escepticismo, añadió-: Prometido.

– Oh, no tengo ninguna duda -dijo él rápidamente, aunque se sonrojó y su protuberante nariz resaltó más todavía mientras Morwenna subía a la grupa de la yegua.

Un sonido de pasos resonó en el camino y Bryanna, con la cara agrietada por el viento y los rizos oscuros ondeando tras de sí, llegó a todo correr por la esquina.

– Espérame -dijo ella, jadeando-. Voy contigo. John, necesito un caballo.

Morwenna ahogó un gemido y el encargado de la cuadra levantó la vista hacia Morwenna. Ella asintió con la cabeza y el capataz hizo señas a un muchacho que limpiaba la cuadra.

– Kyrth, ensilla a Mercurio para la dama. ¿Me has oído, chaval?

El muchacho echó al suelo su pala y, limpiándose las palmas de las manos en la parte trasera de los bombachos, hizo un gesto rápido de asentimiento.

– Sí. En un momento estará listo.

Se agachó sorteando el techo bajo y desapareció en el establo.

Alexander montaba su propio corcel, un semental de color rojo sangre que hacía cabriolas, tan cerca de la Alabastro, que ésta giró su cabeza blanca y trató de propinar un pellizco en el flanco al caballo más grande.

– Ten cuidado, muchacha -advirtió Morwenna-. No querrás meterte con alguien más fuerte, justo ahora.

Pero mientras hablaba al caballo, una imagen penetró en su cabeza: ella blandía una espada y corría tras Carrick. Él era mucho más fuerte que ella, medía casi dos metros y tenía una presencia imponente. Aunque ella era rápida y certera con la espada, él la había desarmado con facilidad, dejándola sin aliento, y le apuntaba con el arma al corazón. Estaban en el patio de un castillo, los dos a solas, envueltos de la fragancia dulce de madreselva y rosas que flotaba en el aire vespertino. La espalda de Morwenna había quedado al lado de un muro.

– Habéis perdido, milady -le había dicho Carrick con los ojos destellantes en el crepúsculo que se avecinaba.

– Por esta vez.

Morwenna se sacudió el pelo de la cara y encontró su mirada, mientras la espada permanecía contra ella. Jadeaba con fuerza y transpiraba a causa del esfuerzo, el corazón le palpitaba con intensidad. Carrick también estaba ruborizado, el brillo del sudor le cubría la frente.

– Siempre.

– Vos mismo os cubrís de halagos.

Su risa había sido lenta y sensual.

– Tal vez lo haga porque nadie lo hace.

– Y ahora pedís un cumplido.

Su sonrisa burlona era casi diabólica.

– Y no me dedicaréis ninguno, ¿me equivoco?

Ella había inclinado su cabeza hacia atrás y se había reído.

– Aquí es donde os equivocáis. Creo con todo mi corazón que vos, Carrick de Wybren, sois la serpiente más hermosa, arrogante y orgullosa que jamás haya conocido.

– ¿Una serpiente? -dijo con fingida estupefacción-. ¡Me habéis herido!

– ¿Una víbora?

– Es lo mismo.

– Ambas hablan con una lengua bífida, ¿no? -había bromeado ella.

Y al tiempo que una chispa llameaba en sus ojos, él había dejado caer la espada, que impactó sonoramente contra las piedras, y la inmovilizó veloz contra la pared con su propio cuerpo. Sus músculos fibrosos se habían tensado sobre los de ella, pantorrilla contra pantorrilla, muslo contra muslo, pecho contra pecho. Ella apenas podía respirar por la presión que ejercía con su cuerpo.

– Me desconcertáis, Morwenna -le había dicho.

Y ella notó su respiración entrecortada en el oído. Las manos masculinas sujetaron las de ella por encima de la cabeza. Luego descendieron por el cuerpo acariciándole la piel. Sentía el corazón embravecido, latiendo y palpitando salvajemente. Después él la había besado, su cara encendida, sus labios duros e insistentes y aquella lengua, que había menospreciado hacía escasos instantes, obró su magia en ella. Con un gemido que trataba de disuadirle, Morwenna se había derretido contra las paredes del patio…

– ¡Vámonos!

La voz de Bryanna sesgó la fantasía de Morwenna como si se tratara de una cuchilla. Exhaló un suspiro, notó que Alexander la miraba fijamente, y se sonrojó en medio del aire gélido. Carraspeó, ladeó ligeramente la cabeza y dejó sus recuerdos a un lado justo en el momento en que Alabastro salía al trote del establo, y Mercurio detrás.

Con la ayuda del mozo de cuadra, Bryanna montó y tomó las riendas entre sus dedos enguantados.

– Vámonos -dijo otra vez enérgicamente, con el entusiasmo llameando en sus ojos.

– De acuerdo -asintió Alexander.

Sin perder un instante, atravesaron la puerta abierta hasta el patio exterior, donde las ovejas, el ganado y otros caballos estaban encerrados. En el huerto, unos árboles esqueléticos se erguían, sin poder evitar temblar por el soplo del viento. En las ramas desnudas sólo se podían ver unas manzanas resistentes al invierno y un cuervo que graznaba.

Mientras pasaban bajo la reja elevadiza de la puerta trasera, Alexander masculló algo en voz baja sobre la «insensata» misión. Alzó una mano enguantada al guardia y luego espoleó al caballo y se encaminó hacia el sendero helado que conducía al río.