—¿Qué clase de nidos construyen los lanzabadejos? —preguntó Ev.
—Nunca los hemos visto —contesté—. ¿Qué le ha dicho C.J.?
—No mucho. Probablemente los nidos estarán en esta zona —dijo él, contemplando la Lengua. La Muralla llegaba casi a la orilla, y había unos pocos matorrales en el estrecho espacio intermedio, pero nada que pareciera lo bastante grande para esconder un nido—. Este tipo de conducta puede ser protectora, en cuyo caso el ejemplar sería una hembra, o territorial, y entonces se trataría de un macho. Me ha dicho que los siguen durante largas distancias. ¿Han sido seguidos alguna vez por más de uno?
—No. A veces uno se marcha y aparece otro, como si trabajaran por turnos.
—Eso parece conducta territorial —observó él, mientras el abadejo pasaba sobre Bult. Volaba tan bajo que rozó el paraguas de Bult, y éste alzó la cabeza y luego se encogió sobre sus multas de nuevo—. Supongo que no habría forma de conseguir un ejemplar.
—No, a menos que el animal sufriera un ataque repentino —dije yo, agachándome cuando me rozó el sombrero—. Tenemos holos. Puede pedírselo a la memoria.
Lo hizo y pasó los siguientes diez minutos estudiándolos mientras yo me preocupaba por C.J. Le habíamos hecho creer que el transmisor podía estropearse con una nubécula de polvo que ni siquiera aparecía en la bitácora, y el día anterior yo había sido lo bastante estúpido para dejar que el transmisor se la tragara entera, y ni siquiera había tenido el sentido común de desconectar. Ahora que desconfiaba, ya no volvería a creerse nada. Probablemente en aquel mismo instante estaba comprobando todos los diarios en busca de tormentas de polvo para compararlas con las meteorológicas.
Bult y Carson contemplaban de nuevo el agua. Bult sacudió la cabeza.
—La defensa del territorio es un rito de cortejo —continuó Ev.
—Como las bandas —dije yo.
—El pez mariposa despeja de guijarros y conchas una zona del fondo del mar para la hembra y luego la circula constantemente.
Miré al lanzabadejo, que rondaba de nuevo el paraguas de Bult. El indígito soltó su cuaderno y plegó el paraguas.
—Los mirgasazi de Yoan defienden una zona de espacio aéreo. Son una especie interesante. Algunas de las hembras tienen plumas brillantes, pero no son las que más atraen a los machos.
El lanzabadejo pasó sobre nosotros para regresar enseguida junto a Bult y Carson. Cuando estaba en plena curva, Bult volvió a abrir el paraguas. El lanzabadejo cayó en mitad de un aleteo y Bult lo atravesó un par de veces con la punta del paraguas.
—Sabía que tenía que haber puesto el paraguas en la lista de las armas —suspiré.
—¿Puedo cogerlo? —preguntó Ev—. ¿Me gustaría saber si es macho?
Bult desplegó su brazo, recogió el lanzabadejo, y siguió cabalgando, arrancándole las plumas. Cuando llegó a la mitad, se metió el lanzabadejo en la boca y lo partió en dos de un bocado. Le ofreció a Carson la mitad. Mi compañero sacudió la cabeza y Bult se tragó el resto.
—Supongo que no —respondí. Me agaché para coger una pluma y se la tendí.
Él veía masticar a Bult.
—¿No debería haber una multa para eso? —preguntó. —«Todos los miembros de la expedición se abstendrán de emitir juicios de valor respecto a la antigua y noble cultura de los seres indígenas» —recité.
Recogí los pedazos que Bult iba escupiendo, que no eran gran cosa, y se los di a Ev. Miré al horizonte.
La Muralla se curvaba, apartándose de la Lengua, y cruzaba la llanura en línea recta. Más allá distinguí un puñado de matorrales y árboles. No soplaba viento y las hojas colgaban fláccidas. Lo que necesitábamos era una buena tormenta de polvo para darle una lección a C.J., pero no soplaba ni una brisa.
El hecho de que C.J. descubriera lo de las tormentas de polvo no era lo que me preocupaba. Había intentado chantajearnos para que pusiéramos su nombre a alguna cosa, pero eso ya llevaba años haciéndolo. Mi principal temor era que hablara por el transmisor y que el Gran Hermano se enterara. Si empezaban a mirar en el diario, se darían cuenta ellos solitos. No había forma de que se produjera un berrinche de polvo con este clima. Ni siquiera había aire. Las plumas que Bult escupía caían a plomo hasta el suelo.
Medio klom más tarde nos topamos con un berrinche de polvo que parecía más bien un cabreo de los gordos. Se cargó en el transmisor (pero no antes de que metiéramos cinco buenos minutos en el diario), y se nos metió por las nariz y la garganta, y lo dejó todo tan oscuro que tuvimos que navegar siguiendo las luces del paraguas de Bult.
Cuando logramos zafarnos, ya atardecía, y Bult empezó a buscar un buen lugar para acampar, lo cual significaba algún sitio cubierto de flora hasta las rodillas para que él pudiera sacar el máximo en multas. Carson quería cruzar la Lengua primero, pero Bult miró solemnemente el agua y pronunció tssi mitsse.
—¿Dónde? —gritó Carson—. ¡No veo nada!
Entonces los ponis empezaron a tambalearse, así que acampamos allí mismo.
Montamos el campamento a toda prisa, primero porque no queríamos tener que descargar los ponis después de que se desplomaran, y segundo porque no queríamos tener que ir tropezando a oscuras, pero las tres lunas de Boohte habían salido ya antes de que descargáramos el transmisor.
Carson salió a atar los ponis a sotavento y Ev me ayudó a tender los petates.
—¿Estaraos en territorio inexplorado? —preguntó.
—No —respondí, sacudiendo el polvo de mi petate—. A menos que cuente lo que tenemos encima. —Desplegué el petate, asegurándome de que no dañaba ninguna planta—. Por cierto, será mejor que llame a C.J. y le diga dónde estamos. —Le tendí el petate de Carson y empecé a trabajar en el transmisor.
—Espere —dijo él.
Me detuve y lo miré.
—Cuando hablé con C.J., quería saber por qué el berrinche de polvo no había aparecido en el diario.
—¿Y qué le contestó?
—Le expliqué que el berriche había llegado en ángulo y nos había cegado. Le dije que se había desatado tan rápido que ni siquiera lo había visto hasta que usted gritó, y para entonces ya lo teníamos encima.
Yo tenía razón: es más listo de lo que parece.
—¿Cómo es eso? —pregunté—. C.J. probablemente le ofrecería un revolcón gratis por contarle que habíamos provocado la tormenta nosotros mismos.
—¿Pero qué dice? —estalló con aspecto tan indignado que lamenté haberlo dicho. Por supuesto que no iba a traicionarnos. Éramos Findriddy y Carson, los famosísimos exploradores que no podían hacer ningún mal, aunque acabara de pillarnos con las manos en la masa.
—Bueno, gracias —dije yo, y me pregunté qué alcance tendría su inteligencia y qué explicación podría conseguir—. Carson y yo teníamos que discutir algunas cosas, y no queríamos que el Gran Hermano se enterara.
—Es un rompepuertas, ¿verdad? Por eso la expedición partió con tanta prisa y usted no para de ejecutar paraderos cuando se supone que no hay nadie más que nosotros en el planeta. Creen que alguien ha abierto ilegalmente una puerta. ¿Por eso Bult nos guía al sur, para impedirnos que lo alcancemos?
—No sé qué lleva Bult en al cabeza. Podría habernos apartado de un rompepuertas cruzando por donde estábamos esta mañana y guiándonos por la Muralla hasta Río Plateado. No tenía que arrastrarnos hasta aquí. Además —añadí, mirando a Bult, que estaba junto a Lengua con Carson y los ponis—, Wulfnieier no le cae bien. ¿Por qué iba a protegerlo?
—¿Wulfmeier? —dijo Ev. Parecía entusiasmado—. ¿Ése es?
—¿Conoce a Wulfmeier?
—Por supuesto. De los saltones.