Bueno, tendría que haberlo supuesto.
—¿Qué piensa que está haciendo? —prosiguió Ev—. ¿Comerciando con los indígenas? ¿Dedicándose a la minería?
—No creo que esté haciendo nada. Esta mañana recibí una verificación de que está en la Puerta de Salida.
—Oh —dijo él, decepcionado. En los saltones debíamos de perseguir a los rompepuertas con pistolas láser—. ¿Quieren ir allí a asegurarse?
—Si Bult nos deja cruzar la Lengua alguna vez.
Carson llegó echando pestes.
—Le pregunto a Bult si es conveniente dar de beber a los ponis, y él finje mirar el agua y dice «tssi mitss nah», así que yo digo: «Bueno, vale, ya que no hay tssi mitss, podemos cruzar a primera hora de la mañana», y él me tiende un par de dados y dice: «Sahhth. Pcohh mahhs lejhosh.»
Se agachó y rebuscó en su alforja.
—Mierda, «mahhs lejosh» es prácticamente en las Ponicacas. —Miró a las montañas— ¿Qué demonios pretende? Y no me vengas con más tonterías sobre las multas. —Sacó el analizador de agua y se incorporó—. Ya tiene suficiente para comprarse todo un planeta para él solo. Fin, ¿te ha dado C.J. ya la aérea de la Muralla?
—Iba a llamarla ahora mismo —dije.
Él se marchó, y yo cogí el transmisor.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Ev, siguiéndome como un lanzabadejo—. ¿Recojo madera para encender fuego?
Lo miré.
—No me lo diga —se anticipó él al ver mi expresión—. Hay una multa por recoger madera.
—Y por encender fuego con tecnología avanzada, y por quemar fauna indígena —dije yo—. Normalmente esperamos a que Bult tenga frío y encienda una hoguera.
Bult no mostró señales de tener frío, aunque el viento de las Ponicacas que nos había lanzado aquel berrinche de polvo era más bien gélido; después de cenar le dio a Carson unos cuantos dados más y luego se marchó y se sentó cerca de los ponis bajo su paraguas.
—¿Qué demonios está haciendo ahora? —se impacientó Carson.
—Probablemente ha traído el calentador a pilas que compró durante la última expedición —dije yo, frotándome las manos—. Cuéntenos más cosas sobre las costumbres de apareamiento, Ev. Tal vez un poco de sexo nos caliente.
—Por cierto, Evie, ¿ha decidido ya a qué rama pertenece Bult? —preguntó Carson.
Por lo que yo sabía, Ev ni siquiera había mirado a Bult desde que partimos, excepto cuando el indígito se había tragado el lanzabadejo, pero respondió inmediatamente.
—Macho.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Carson, y yo tembién me asombré. Si lo decía por sus modales en la mesa, eso no daba ninguna pista. Todos los indígitos que conocía comían así, y la mayoría ni siquiera se molestaba en arrancar primero las plumas.
—Por su conducta adquisitiva —explicó Ev—. Recolectar y atesorar propiedades es una conducta de cortejo típica masculina.
—Yo creía que coleccionar cosas era una conducta femenina —aduje yo—. ¿Qué hay de todos esos diamantes y monogramas?
—Los regalos que los machos hacen a las hembras son símbolos de la habilidad del macho para conseguir y defender riquezas o territorio —puntualizó Ev—. Al acumular multas y comprar bienes manufacturados, Bult intenta demostrar su habilidad para acceder a los recursos necesarios para la supervivencia.
—¿Cortinas de baño? —cuestioné.
—Lo de menos es la utilidad.
»El pez buril macho colecciona grandes cantidades de conchas de almejas negras, que no tienen ningún valor práctico, ya que el pez buril es herbívoro, y las apila en torres como parte del ritual de cortejo.
—¿Y eso impresiona a la hembra?
—La habilidad para amasar riquezas es una prueba de la superioridad genética del macho, y por tanto apunta a una mayor posibilidad de supervivencia para su prole. Naturalmente, ella se impresiona. Hay otras cualidades que también influyen en la hembra: la corpulencia, la fuerza, la habilidad para defender el territorio, como ese lanzabadejo que vimos esta tarde…
Que posiblemente no habría impresionado mucho a la lanzabadejo hembra, pensé.
—… la virilidad, la juventud…
—A ver, ¿quiere decir que nos estamos helando el culo sólo porque Bult pretende impresionar a alguna hembra? —dijo Carson. Se levantó—. Si cuando yo digo que lo peor para una expedición es el sexo… —Cogió la linterna—. No pienso acabar con sabañones sólo porque Bult quiera mostrar sus genes a alguna asquerosa hembra.
Se perdió en la oscuridad a grandes zancadas, y yo contemplé la linterna bamboleante. Me pregunté qué mosca le había picado de repente y por qué Bult no lo seguía con su cuaderno si lo que Ev decía era verdad. Bult estaba sentado todavía con los ponis: desde mi sitio veía las luces de su paraguas.
—Los seres indígenas inteligentes de Prii encendían hogueras como parte de su ritual de cortejo —dijo Ev, frotándose las manos para calentarse—. Se extinguieron. Quemaron todos los bosques de Prii en menos de quinientos años. —Levantó la cabeza y contempló el cielo—. Sigo sin poder creer lo hermoso que es todo.
No estaba mal. Había un puñado de estrellas, y las tres lunas buscaban su posición en mitad del cielo. Pero me castañeteaban los dientes y el viento traía un insoportable pestazo a mierda de poni.
—¿Cómo se llaman las lunas? —preguntó.
—Athos, Porthos y Aramis —dije yo.
—No, en serio. ¿Cuáles son los nombres boohteri?
—No les dan ningún nombre. Pero no se le ocurra ponerle C.J. a ninguna. Son los satélites Uno, Dos y Tres hasta que el Gran Hermano los explore, lo que no sucederá pronto porque los boohteri no permiten que se exploren los satélites.
—¿C.J.? —dijo él, como si hubiera olvidado quién era—.
En los saltones salen distintos. Todo Boohte es distinto, excepto ustedes. Tienen exactamente el aspecto que creía.
—¿Esos saltones de los que siempre está hablando? ¿Qué son? ¿Hololibros?
—DHV.
Se levantó, se dirigió a su petate y se agachó para sacar algo de debajo. Regresó con un cuadrado plano del tamaño de un naipe y se sentó a mi lado.
—¿Ve? —dijo, y abrió el naipe como si fuera un libro—. Episodio Seis.
Saltones era un buen nombre. La imagen pareció saltar del centro del naipe al espacio entre nosotros, como el mapa en la Cruz del Rey, sólo que éste era de tamaño real y la gente se movía y hablaba.
Había una mujer bastante guapa de pie junto a un caballo convertido en poni y una cosa rosa agazapada que parecía un cruce entre un acordeón y una manguera. Estaban discutiendo.
—Se fue hace mucho tiempo —dijo la mujer. Llevaba pantalones ceñidos y una camisa corta, y tenía el pelo largo y brillante—. Voy a buscarlo.
—Han pasado casi veinte horas —observó el acordeón—. Debemos informar a la Base.
—No pienso marcharme de aquí sin él —afirmó la mujer, y saltó al caballo y se marchó galopando.
—¡Espera! —gritó el acordeón—. ¡No puedes! ¡Es demasiado peligroso!
—¿Quién se supone que es? —dije, metiendo el dedo en el acordeón.
—Alto —dijo Ev, y la escena se congeló—. Ése es Bult.
—¿Dónde está su cuaderno?
—Ya le he dicho que las cosas eran distintas de lo que esperaba —explicó, con tono algo avergonzado—. Vuelve atrás.
Hubo un destello y volvimos al principio de la escena.
—¡Se fue hace mucho tiempo! —dijo Pantalones Ceñidos.
—Si ése es Bult, ¿entonces quién se supone que es ésa? —pregunté.
—Usted —contestó él. Parecía sorprendido.
—¿Dónde está Carson?
—En la siguiente escena.
Hubo otro destello, y nos encontramos al pie de un acantilado, con grandes peñascos de aspecto falso alrededor. Carson estaba sentado en el fondo del acantilado, tendido contra uno de los peñascos con un gran arañazo en un lado de la cabeza y un bigote la mar de mono que se curvaba en los extremos. El bigote de Carson nunca había sido tan gracioso, ni siquiera la primera vez que lo vi, y los mordisqueadores también parecían falsos (como conejillos de Indias con dientes postizos), pero lo que le estaban haciendo al pie de Carson era bastante realista. Esperé que llegaran muy pronto a la parte en que lo encontraba.