Carson entró en la oficina con su chaleco de equipaje, pantalones a rayas, y un par de botas que los mordisqueadores ni siquiera habrían tenido que masticar. Su bigote estaba todo atildadito y curvado hacia arriba, y las mujeres le sonrieron como si fuera un ciervo con una imponente cornamenta.
—Estoy buscando a una persona que me acompañe a un nuevo planeta —dijo, y sus ojos barrieron la sala y se posaron sobre Faldita Minúscula. Empezó a sonar una música de alguna parte bajo los terminales, y todo se volvió rosa. Carson se acercó a la mesa, y se plantó ante la chica y se quedó contemplando su blusa.
Tras un rato, añadió:
—Estoy buscando a una persona que ansie la aventura, que no tema al peligro. —Extendió la mano y la música se hizo más fuerte—. Venga conmigo —dijo.
—¿Fue así? —preguntó Ev.
Bueno, mierda, claro que no. Entró tambaleándose, se sentó ante mi mesa y apoyó las botas sucias sobre el tablero.
—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñí—. ¿Has acumulado demasiadas multas otra vez?
—No —contestó, cogiéndome la mano—. Pero no me importaría sumar unas cuantas más confraternizando con los seres inteligentes. ¿Qué te parece?
Liberé la mano.
—Venga ya. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Busco una compañera. Planeta nuevo. Exploración de superficie y nomenclaturas. ¿Qué te parece? —sonrió—. Hay muchas oportunidades.
—Sí, seguro —dije—. Polvo, serpientes, comida deshidratada, y ningún cuarto de baño.
—Y yo —dijo, con aquella sonrisita complaciente—. El Jardín del Edén. ¿Te vienes?
—Sí —contesté, viendo cómo el saltón se volvía rosa—. Así fue.
—Venga conmigo —le repitió Carson a Faldita Minúscula, y ella se levantó y le dio la mano. Una corriente de aire surgida de alguna parte le hizo revolotear el pelo y la falda.
—Será territorio inexplorado —dijo, mirándola a los ojos.
—No tengo miedo mientras esté con usted —dijo ella.
—¿Qué demonios se supone que es eso? —preguntó Carson, cojeando.
—La forma en que Fin y usted se conocieron.
—¿Y esas luces de aterrizaje se supone que son de Fin?
—¿Ya has terminado las meteorológicas? —corté, antes de que se le ocurriera decir que la mitad de las veces a duras penas lograba identificarme como mujer.
—Sí —contestó, calentándose las manos sobre el fuego—. Parece que va a llover en las Ponicacas. Menos mal que mañana vamos al norte.
Contempló a Carson y a Faldita Minúscula que aún estaban cogidos de la mano y mirándose con ojitos tiernos.
—Evie, ¿qué aventura dijo que era ésta?
—Cuando se conocen ustedes. Cuando le pidió a Fin que fuera su compañera.
—¿Pedir yo? —estalló Carson—. Mierda, no se lo pedí. El Gran Hermano ordenó que mi compañera fuera una mujer, para equilibrar los sexos, sea lo que demonios sea eso, y ella era la única mujer en el departamento que sabía cómo reconocer terrenos e interpretar geológicas.
—Ljosssh —dijo Bult, y dejó caer su carga de leña sobre el pie malo de Carson.
Expedición 184: día 3
Tendí mi petate junto a los ponis para no tener que soportar a Carson, y por la mañana dije:
—Muy bien, Ev, cabalga conmigo. Quiero que me cuentes todo lo que sabes sobre las costumbres de apareamiento.
—Hace frío por aquí esta mañana —comentó Carson.
Até las cámaras a Inútil y tensé la cincha.
—No me gusta el aspecto de esas nubes —dijo Carson, contemplando las Ponicacas. Estaban cubiertas de nubes bajas que se extendían. La mitad del cielo estaba cubierto—. Por suerte nos dirigimos al norte.
—Suhhth —dijo Bult, señalando al sur—. Brchhaa.
—¿Pero no dijiste que había una brecha al norte de aquí? —protestó Carson.
—Suhhth —repitió Bult, mirándome.
Yo le devolví la mirada.
—Se comporta de una forma muy rara —comentó Carson—. Ha estado fuera casi toda la noche, y esta mañana dejó un puñado de dados en mi petate. Y Evie dice que su saltón ha desaparecido.
—Bien —dije yo, montando a Inútil—. Ev, cuéntame otra vez lo que hacen los machos para impresionar a las hembras.
Bult nos condujo hacia el sur durante casi toda la mañana, manteniéndose cerca de la Lengua, aunque la Muralla estaba al menos a dos kloms al oeste y no había nada entre nosotros y ella más que una florena y un montón de tierra rosa.
Bult seguía dirigiéndome miradas asesinas, y acicateaba a su poni para que fuera más rápido. El bicho no sólo lo hacía, sino que nuestros ponis le seguían el ritmo, y no se desplomaron ni una sola vez en toda la mañana. Me pregunté si Bult había estado falseando paradas de descanso como nosotros hacíamos con las tormentas de arena. Y vete a saber qué más habría estado falseando.
A eso de mediodía, dejé de esperar una parada de descanso y saqué de mi alforja comida deshidratada para almorzar. Poco después llegamos a un arroyo, que Bult cruzó sin mirarlo siquiera, y a un grupito de árboles de plata. Todo el cielo estaba gris ya, así que no parecían gran cosa.
—Es una pena que no haga sol —le dije a Ev. Miré las hojas grisáceas, que colgaban flácidas y polvorientas—. No se parecen a los saltones, ¿verdad?
—Creo que he perdido el saltón —dijo Ev—. Lo guardé bajo mi petate en vez de bajo mi bota. —Vaciló—. No sabía cómo fue elegida para ser la acompañante de Carson, ¿verdad?
—¿Pero qué dices? Ése es el estilo del Gran Hermano. CJ. fue escogida porque tiene ascendencia navajo en una decimosexta parte. —Miré a Carson.
—¿Por qué vino a Boohte? —preguntó Ev.
—Ya lo has oído —respondí—. Quería aventura. No temía al peligro. Quería ser famosa.
Cabalgamos a la par.
—¿De verdad que es por eso?
—Cambiemos de tema —le pedí—. Háblame de las costumbres de apareamiento. ¿Sabías que en Starsi hay un pez tan tonto que piensa que está siendo cortejado cuando no es así?
Medio klom después de los árboles de plataluz, Bult giró al oeste hacia la Muralla. Sobresalía para recibirnos, y donde lo hacía, toda una sección había caído, un montón de brillantes escombros blancos con marcas de agua. Una riada debía de habérsela llevado, aunque estaba muy lejos de la Lengua.
Bult nos condujo por la brecha y, finalmente, al norte, manteniéndose siempre cerca de la Muralla hasta el arroyo que habíamos cruzado. Ev tenía muchas ganas de ver la parte delantera de la Muralla, aunque sólo unas pocas de las cámaras parecían haber sido habitadas últimamente, y todavía más ansioso por observar un lanzabadejo que intentó lanzarse en picado contra nosotros cuando cruzábamos la brecha.
—Es evidente que la Muralla queda dentro de su territorio —dijo y se inclinó para examinar el interior—. ¿Han visto alguno de sus nidos en las cámaras?
Si seguía inclinándose, acabaría cayéndose del poni.
—¡Parada de descanso! —Llamé a Carson y a Bult, y tiré de las riendas—. Vamos, Ev —dije, y desmonté—. Va contra las reglas entrar en las cámaras, pero puedes echar un vistazo.
Miró a Bult, que había sacado su cuaderno y nos observaba de mal talante.
—¿Qué hay de la multa por dejar huellas?
—Carson puede pagarla —dije—. Hace dos días que Bult no le pone ninguna multa. —Me acerqué a una cámara y miré más allá de la puerta.
No son puertas de verdad, más bien un agujero abierto en el centro del lado, y tampoco hay suelo. Los laterales se curvan como un huevo. Había un ramillete de florenas en el fondo de ésta, y en la mitad una de las banderas americanas que Bult había comprado dos expediciones atrás.