—Sí —dijo, alzando aturdido la cabeza—. Parece una catarata.
Un par de minutos después la vimos. Era sólo una cascada, y no muy alta, pero justo encima del salto el río se perdía de vista, así que era una catarata de verdad y no sólo una sección interrumpida del río, y habíamos llegado más arriba de donde empezó la lluvia, así que el agua corría de un hermoso color marrón claro.
Los montículos de yeso hacían toda una serie de borboteantes zigzags y todo el paisaje era bastante agradable, por eso supuse que Ev intentaría al menos ponerle de nombre C.J., pero él ni siquiera levantó la cabeza de la pantalla. Carson pasó de largo.
—¿No vamos a ponerle nombre? —le grité.
—¿Nombre a qué? —se extrañó él, tan aturdido como Ev cuando le había preguntado por el rugido.
—La catarata.
—¿La cata…? —dijo él, volviéndose rápidamente para mirar no a la catarata, que estaba justo delante de él, sino arriba.
—La catarata. —Señalé con el pulgar—. Ya sabes. Agua. Cayendo. ¿No tenemos que darle un nombre?
—Sí, claro. Pero primero quería ver qué hay más arriba.
No me lo tragué. Ni se le había pasado por la mente ponerle nombre hasta que yo lo dije, y cuando la señalé tenía una expresión en la cara que no logré identificar. ¿Enfado? ¿Alivio?
Fruncí el ceño.
—Carson… —empecé a decir, pero él ya se había dado la vuelta para mirar a Bult.
—Bult, ¿tienen los indígitos un nombre para esto?
Bult miró, no a la catarata, sino a Carson, con expresión interrogativa, lo que me pareció bastante curioso, y Carson dijo:
—No ha estado nunca tan lejos de la Lengua. Ev, ¿alguna idea?
Ev levantó la cabeza de su pantalla.
—Según mis cálculos, un lanzabadejo podría construir una cámara de la Muralla en seis años —dijo tan satisfecho—, lo cual coincide con el periodo de apareamiento de la gaviota negra.
—¿Qué tal Cataratas Crisscross? —dije yo. Carson ni siquiera pareció molesto, lo que me pareció aún más extraño.
—¿Qué tal Cataratas Yeso? No hemos usado ése todavía, ¿verdad?
—Tendrían que empezar a construir antes de la maduración sexual —dijo Ev—, lo que significa que el instinto de apareamiento tendría que estar presente desde el nacimiento.
Comprobé el diario.
—Ninguna Catarata Yeso.
—Bien —dijo Carson, y se puso en marcha de nuevo antes incluso de que yo introdujera el nombre.
Nunca le habíamos puesto nombre a un charco con tanta rapidez, mucho menos a una catarata, y Ev al parecer se había olvidado por completo de C.J., y del sexo, a menos que pensara que hubiera cantidad de cataratas más donde elegir. Tal vez tuviera razón. Aún se oía el rugir del agua, aunque habíamos doblado la curva del cañón, y en la siguiente curva se hizo aún más fuerte.
Bult y Carson se habían detenido sobre la catarata y consultaban algo.
—Bult dice que esto no es la Lengua —comunicó Carson cuando los alcanzamos—. Dice que es un afluente, y que la Lengua queda más al sur.
No había dicho eso. Carson acababa de decirme que los boohteri nunca habían llegado hasta tan lejos y, además, Bult no había abierto la boca. Carson parecía preocupado, como lo había estado Bult antes del episodio del yacimiento petrolífero.
Carson ya nos hacía chapotear de regreso por el río y el costado del cañón, sin mirar siquiera a Bult para ver qué camino seguía. Se detuvo en la cima.
—¿Por aquí? —le preguntó a Bult, y el indígito le dirigió la misma mirada interrogadora y luego señaló una colina. ¿Adónde nos dirigía ahora? Si es que a eso se le podía llamar «dirigir».
Ahora nos encontrábamos por encima del yeso, las pendientes jabonosas daban paso a un ígneo marrónrosado. Bult nos condujo hasta una brecha en otra colina más abrupta y hacia un bosquecillo de árboles de plataluz. Eran viejos, altos como pinos y muy frondosos. Habrían sido cegadores si hubiera salido el sol, cosa que al parecer iba a suceder de un momento a otro.
—Aquí están los plataluces que tantas ganas tenías de ver —le dije a Ev y después de hablar con su pantalla alzó la cabeza y los miró—. Serían mucho más espectaculares si saliera el sol —añadí, y justo entonces el sol apareció y los iluminó—. ¿Lo ves? —comenté, y alcé la mano para protegerme los ojos.
Ev pareció deslumbrado, y no era de extrañar. Brillaban como una de las camisas de C.J., las hojas titilando y destellando en la brisa.
—No se parece a los saltones, ¿verdad?
—¡Eso es lo que da a la Muralla su textura brillante! —exclamó, y se dio un golpe en la frente con la palma de la mano—. Era la única pieza que me faltaba: lo que le daba el brillo. —Empezó a sacar holos—. Los lanzabadejos deben de triturar las hojas.
Bueno, pues se acabaron los plataluces que había venido a ver a Boohte. ¡Cómo se iba a poner C.J. cuando descubriera que Ev la había olvidado por un pajarraco que trituraba hojas y escupía yeso!
Los ponis habían reducido la marcha y me habría alegrado hacer una parada de descanso, sentarme y contemplar los árboles durante un ratito, pero Bult y Carson siguieron cabalgando. A escondidas de Bult cogí un puñado de hojas y se las tendí a Ev, pero dudaba que me hubiera multado aunque me hubiese visto. Estaba demasiado ocupado observando un arroyo al que nos acercábamos.
No era mucho mayor que el hilillo que manaba en lo alto del risco, y venía de la dirección equivocada, pero Bult aseguró que era la Lengua. Empezamos a remontarlo, serpenteando entre los árboles hasta que los ígneos a cada lado empezaron a cerrarlos. Correteaba sobre pilares cuadrados como viejos ladrillos rojos, y cogí un fragmento suelto para analizarlo. Basalto con cinabrio y cristales de yeso mezclados. Esperaba que Carson supiera adonde iba, porque no había espacio para dar marcha atrás.
El cañón se hacía más abrupto y los ponis empezaron a protestar. El arroyo subía en una serie de cascadas que gorjeaban, y las orillas se convirtieron en bloques de un marrón rojizo, tan empinados como escaleras.
Los ponis nunca lo conseguirán, pensé, y me pregunté si era eso lo que pretendía Carson: llevarnos a algún tipo de desfiladero tan empinado que tuviéramos que cargar con ellos a hombros, sólo como venganza. Pero Carson también tendría que cargar con el suyo, y por la forma en que lo acicateaba y maldecía no creo que estuviera fingiendo.
El poni de Carson se detuvo y se agachó tanto sobre sus cuartos traseros que parecía a punto de echárseme encima. Carson desmontó y tiró de las riendas.
—Vamos, culo con cerebro de roca —gritó, mirando directamente a la cara del poni.
Debió de asustarlo, porque soltó una bosta enorme y empezó a doblarse, pero la pared de roca lo detuvo.
—No te atrevas a intentar eso —amenazó Carson—, o te tiraré a ese arroyo para que te coman los tssi mitts. ¡Venga, vamos!
Dio un fuerte tirón a las riendas. El poni retrocedió, soltó una roca, que cayó haciendo ruido al arroyo, y subió los escalones como si lo estuvieran persiguiendo.
Deseé que mi poni captara la indirecta, y así fue. Alzó la cola y soltó una gran bosta.
Desmonté y cogí las riendas. Bult sacó su diario y miró a Ev, expectante.
—Vamos, Ev —dije.
Ev levantó la cabeza de las pantallas y parpadeó sorprendido.
—¿Adónde vamos? —dijo, como si no hubiera advertido que ya no estábamos serpenteando entre los plataluces.
—Subimos un acantilado. Forma parte del cortejo de apareamiento.
—Oh —dijo él, y desmontó—. La capacidad de vuelo del lanzabadejo le permite alcanzar los plataluces. Necesito hacer pruebas sobre la composición del yeso para confirmarlo, pero no puedo hacerlo hasta que lleguemos a la Cruz del Rey.