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Anudé bien tensas las riendas bajo la boca de Inútil y susurré:

—Perezosa copia de segunda de un caballo, voy a cumplir contigo todas las amenazas de Carson y algunas otras que ni siquiera se le han ocurrido, y si te cagas una sola vez antes de que salgamos de este cañón, te meteré ese pomohueso por el cuello.

—¿Por qué tardas tanto? —dijo Carson, que bajaba los peldaños. No tenía su poni.

—No pienso cargar con este poni.

Evitó las boñigas, se colocó detrás de Inútil y empujó un rato.

—Dale la vuelta —dijo.

—Es demasiado estrecho. Ya sabes que los ponis no retroceden.

—Ya verás. —Cogió las riendas y tiró hasta que el animal estuvo nariz con nariz con el poni de Ev—. Vamos, patética imitación de una vaca, mucho menos de un caballo —masculló, y tiró. Inútil subió de espaldas el cañón.

—Eres más listo de lo que pareces —le grité cuando volvía a por Ev.

—No has visto nada todavía —contestó.

No tuvimos más problemas con los ponis: agacharon las cabezas como si hubieran sido derrotados por un enemigo más listo y ascendieron firmemente, no obstante todavía tardamos casi una hora en subir medio klom. Así no íbamos a ninguna parte. El arroyo se encogió hasta convertirse en un hilillo y medio desapareció entre las rocas. Obviamente no era la Lengua, y seguramente Carson estaba pensando lo mismo porque en el siguiente cañón lateral al que llegamos nos hizo tomar la dirección opuesta a la que habíamos seguido.

Era igual de empinada y mucho más estrecha. No tuve que pararme a tomar muestras minerales, simplemente las rozaba con las piernas al pasar. Los bloques de basalto se hicieron más pequeños y empezaron a parecer una pared de ladrillo, y entre ellos había vetas en zigzag de los cristales con facetas triangulares que Carson había traído. Actuaban como prismas, haciendo destellar piezas del espectro a lo largo del estrecho cañón cuando el sol incidía sobre ellas.

Justo cuando pensaba que el cañón iba a desembocar en un callejón sin salida, salimos y nos encontramos entre los plata-luces.

Estábamos en una amplia meseta. Los árboles crecían hasta el borde; a la derecha distinguí la Lengua en lo hondo, y oí el rugido de las cataratas. Carson lo ignoró y se internó cabalgando entre los árboles, encaminándose directamente al otro extremo, sin molestarse siquiera en fingir que Bult nos estaba guiando.

Tenía razón, pensé, nos va a despeñar por un barranco. Salimos de los árboles. Carson había atado su poni a un árbol y se encontraba de pie cerca del borde, contemplando el cañón. Ev se acercó, y luego Bult, y nos quedamos allí sentados en nuestros ponis, mirando.

—Vaya, ¿qué te parece? —dijo Carson, esforzándose por parecer sorprendido—. ¿Quieres mirar eso? Es una catarata.

La cascada con los montículos de yeso era una catarata. No había una palabra que describiera ésta, excepto que era obviamente la Lengua, serpenteando entre los bosques de plataluces al otro lado y luego zambulléndose un buen millar de metros en el cañón que se abría a nuestros pies.

—¡Mierda! —exclamó Evelyn, y dejó caer su lanzabadejo—. ¡Mierda!

Exactamente lo que yo pensaba. Había visto holos de las cataratas de Niágara y Yosemite cuando era niña, y eran muy impresionantes, pero sólo eran agua. Esto…

—¡Mierda! —repitió Ev.

Nos encontrábamos a más de quinientos metros por encima del suelo del cañón, frente a un acantilado de bloques rosados que se alzaba otros doscientos metros. La Lengua brotaba de una estrecha V en lo alto y caía como un suicida cañón abajo con un rugido que yo nunca debería haber confundido con una cascada, lanzando una nube de niebla y rocío que casi podía sentir, y se estrellaba en las revueltas aguas verdiblancas en lo más hondo.

El sol se ocultó tras una nube y luego volvió a asomar, y la catarata explotó como fuegos artificiales. Había un doble arco iris en lo alto del rocío, debido probablemente a que el agua refractaba la luz del sol, pero todo lo demás procedía del acantilado. Estaba surcado por vetas del cristal prismático, y chispeaban y titilaban como diamantes, lanzando pedazos de arco iris al acantilado, a las cascadas, al aire, a todo el cañón.

—¡Mierda! —volvió a repetir Ev, agarrando las riendas de su poni como si pudieran sostenerle—. ¡Es lo más hermoso que he visto en mi vida!

—Es una suerte que cogiéramos por aquí —dijo Carson, y me volví a mirarlo. Tenía los pulgares enganchados en las presillas de los pantalones y parecía muy pomposo—. Si hubiéramos seguido por ese cañón, nos lo habríamos perdido.

Y qué más, pensé. Tantas vueltas entre los plataluces y los peldaños y las consultas con Bult como si no supieras por dónde ibas. Esto es lo que estuviste haciendo mientras yo te esperaba en la Muralla, enferma de angustia. Cazando arco iris.

Seguramente lo había encontrado al seguir la Lengua, buscando una forma de rodear el anticlinal, y luego se puso a deambular por los acantilados y a entrar y salir de los cañones laterales, para encontrar el mejor lugar desde donde mostrarlo. Si nos hubiéramos quedado en la Lengua, como él había hecho probablemente cuando lo encontró, sólo habríamos captado un leve destello en alguna curva, u oído el creciente rugido y nos habríamos preguntado qué sucedía, en vez de verlo estallar ante nosotros como si fuera la visión de un arco iris del cielo.

—¡Una verdadera suerte! —prosiguió Carson, con el bigote tembloroso—. Bien, ¿qué nombre queréis ponerle?

—¿Nombre? —Ev echó la cabeza atrás para mirar a Carson, y yo pensé, bueno, se acabaron los pájaros y el paisaje, volvemos al sexo.

—Sí —dijo Carson—. Es una formación natural. Debemos ponerle un nombre. ¿Qué tal Catarata del Arco Iris?

—¿Catarata del Arco Iris? —repliqué—. ¿No se te ocurre nada mejor? Tendría que ser algo grande, algo que sugiriera todo su esplendor. La Cueva de Aladino.

—No se le puede poner el nombre de una persona.

—Catarata Prisma. Catarata Diamante.

—Catarata de Cristal —dijo Ev, todavía contemplándola.

No colaría. Lo más probable era que el Gran Hermano, siempre vigilante, lo detectara y nos enviara una observación acerca de que Crissa Jane Tull trabajaba en el equipo de exploración y el nombre no era aceptable, y esta vez podrían demostrar una conexión, y nos multarían hasta dejarnos secos.

Era una lástima, porque Catarata de Cristal era el nombre perfecto. Y hasta que el Gran Hermano se percatara, Ev conseguiría un montón de polvos de C.J.

—Catarata de Cristal —dije—. Tienes razón. Es perfecto.

Miré a Carson, preguntándome si él estaba pensando lo mismo, pero ni siquiera escuchaba. Miraba a Bult, que estaba inclinado sobre su cuaderno.

—¿Cuál es el nombre boohteri para la catarata, Bult? —preguntó Carson, y Bult alzó la cabeza, dijo algo que no pude oír, y volvió a concentrarse en sus cosas.

Dejé a Ev babeando ante el cañón y me acerqué a ellos, pensando, perfecto, acabará llamándose Catarata de la Sopa Muerta o, peor, «Nuestra».

—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Carson.

—Daño en la superficie de la roca —dijo Bult. Estaba sumando multas—. Daño a flora indígena.

Me supuse que iba a añadir, «tono y modales inadecuados», pero Carson ni siquiera parecía molesto.

—Bult —gritó, pero sólo a causa del rugido—, ¿cómo la llamáis?

Él volvió a alzar la cabeza y miró vagamente a la izquierda de la catarata. Aproveché la oportunidad para quitarle el cuaderno de las manos.

—¡La catarata, bicho de sesos de poni! —estallé, señalando, y él miró en la dirección adecuada, aunque quién demonios sabe a qué estaba mirando realmente… a una nube, tal vez, o alguna roca que cayera por el acantilado.