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—¿Tienen los boohteri un nombre para la catarata? —preguntó Carson con una paciencia de santo.

Vwarrr—dijo Bult.

—Ésa es la palabra para agua —objetó Carson—. ¿Tenéis una palabra para esta catarata?

Bult dirigió a Carson una de aquellas peculiares miradas, y pensé, divertida, que estaba intentando adivinar lo que Carson quiere que diga.

—Dijiste que tu gente nunca había estado en las montañas —le apuntó Carson, y pareció como si Bult hubiera recordado de pronto su línea de diálogo.

—Nah nahm.

—No podéis llamarla Nah Nahm —dijo Ev desde detrás de nosotros—. Tiene que ser un nombre hermoso. ¡Algo grande!

—¡Gran Cañón! —apunté.

—Algo como Deseo del Corazón —prosiguió Ev—. O Fin del Arco Iris.

—Deseo del Corazón —comentó Carson, pensativo—. Ése no está mal. Bult, ¿qué hay del cañón? ¿Tienen los boohteri un nombre para él?

Pero esta vez Bult ya sabía qué contestar.

—Nah nahm.

—Cañón Joyas de la Corona —se entusiasmó Ev—. Cataratas Brillo Estelar.

—Debería ser un nombre indígito —observó Carson piadosamente—. Recuerda lo que dijo el Gran Hermano: «No se escatimarán esfuerzos por descubrir el nombre indígena de toda flora, fauna y formaciones naturales.»

—Bult acaba de decirte que no tienen nombre para eso —repliqué.

—¿Qué hay del acantilado, Bult? —insistió Carson, mirando con intensidad a Bult—. ¿O las rocas? ¿Tienen los indígitos un nombre para ellas?

Por lo visto Bult necesitaba un apuntador, pero Carson no parecía enfadado.

—¿Y los cristales? —prosiguió rebuscando en su bolsillo—. ¿Cómo llamáis a este cristal?

El rugido de la catarata parecía hacerse más fuerte.

Thitsserrrah —dijo Bult.

—Sí. Tssarrrah. Sugeriste Catarata de Cristal, Ev. La llamaremos Tssarrrah, como los cristales.

El rugido se hizo tan intenso que acabó por marearme, y me agarré al poni.

—Cataratas Tssarrrah —dijo entonces Carson—. ¿Qué te parece, Bult?

—Tssarrrah —dijo Bult—. Nahm.

—¿Y a ti? —me preguntó Carson.

—Me parece un nombre bonito —dijo Ev.

Me acerqué al borde, todavía sintiéndome mareada, y me senté.

—Eso lo da por zanjado —anunció Carson—. Fin, ya puedes transmitirlo. Cataratas Tssarrrah.

Me quedé allí sentada escuchando el rugido y viendo el rocío resplandeciente. El sol se ocultó tras una nube y volvió a estallar, y los arco iris danzaron por el acantilado como lanzabutres, chispeando como cristal.

Carson se sentó a mi lado.

—Cataratas Tssarrrah —sonrió—. Menos mal que los indígitos tenían una palabra para esos cristales. El Gran Hermano quiere que demos a las cosas nombres indígenas.

—Sí. Una suerte. ¿Qué significa tssarrrah, te lo ha dicho Bult?

—«Hembra loca», probablemente. O tal vez «deseo del corazón».

—¿Con cuánto tuviste que sobornarlo? ¿Con los salarios del año que viene?

—Eso es lo divertido —dijo él, frunciendo el ceño—. Iba a darle el saltón, ya que le gusta tanto. Supuse que tendría que darle mucho más después del yacimiento petrolífero, pero le pregunté si nos ayudaría y el accedió sin más. Ni una multa, nada.

No me sorprendió.

—¿Enviaste el nombre? —preguntó.

Contemplé las cataratas largo rato. El agua rugía, danzando con los arco iris.

—Lo haré cuando bajemos. ¿No será mejor que nos vayamos? —dije, y me levanté.

—Sí —convino él, mirando al sur, donde las nubes volvían a acumularse—. Parece que va a llover otra vez.

Tendió la mano y yo lo ayudé a levantarse.

—No tenías por qué marcharte de esa forma —dije.

El siguió sujetándome la mano.

—No tenías por qué arriesgar tu vida de ese modo —me soltó—. Bult, vamos, tienes que guiarnos en la bajada.

—¿Cómo demonios vamos a hacer eso si los ponis nunca vuelven sobre sus propios pasos? —pregunté, pero el poni de Bult atravesó los plataluces y bajó por el estrecho cañón, y los nuestros lo siguieron en fila india sin rebuznar siquiera.

»Las tormentas de arena no son lo único que se falsea por aquí —murmuré.

Nadie me oyó. Carson iba tras Bult, que todavía guiaba, bajando el cañón lateral, el que tanto problema nos dio con los ponis, y luego por otro cañón lateral. Los dejé que guiaran y miré a Ev, encorvado sobre su terminal, probablemente calculando estadísticas de lanzabadejos. Llamé a C.J.

Después de hablar con ella, miré al frente y descubrí un destello junto a las cascadas. Los arco iris iluminaban el cielo. Ev me alcanzó.

—En los saltones no se verá como en la realidad.

—Imposible.

El cañón se ensanchó y disfrutamos de una perspectiva lateral de las cataratas, con el agua saltando por el acantilado cuajado de cristal, hacia abajo.

—Por cierto, ¿cuál es el nombre de pila de Carson? —dijo Ev.

Ya le había dicho yo a Carson que era listo.

—¿Qué?

—Su nombre de pila. Me he dado cuenta de que no lo sé. En los saltones siempre os llaman Findriddy y Carson.

—Es Aloysius. Aloysius Byron. Sus iniciales son A.B.C. No le digas que me he chivado.

—Su nombre de pila es Aloysius —dijo, pensativo—. Y el tuyo es Sarah.

Listísimo, vaya.

—¿Sabías que en algunas especies los machos compiten por la hembra más deseable? —dijo, sonriendo con tristeza—. La mayoría no tiene ninguna posibilidad. Ella siempre elige al más valiente. O al más listo.

—Fuiste bastante listo al averiguar que los lanzabadejos construyeron la Muralla.

Él se animó.

—Todavía tengo que demostrarlo. Tendré que hacer análisis de contención y probabilidades de obra/tamaño cuando vuelva a la Cruz del Rey. Y redactar un informe.

—También aparecerá en los saltones —sonreí—. Serás famoso. Ev Parker, socioexozoólogo.

—¿Tú crees? —dijo, como si no se le hubiera ocurrido antes.

—Seguro. Un episodio entero.

Me miró con suspicacia.

—Eres tú, ¿verdad? Tú eres quien escribe los episodios. Tú eres el Capitán Jake Trailblazer.

—No —contesté—, pero sé quién es. —Las iniciales coincidían: C.J.T., pensé—. Mierda, puede que consigas una serie entera.

El cañón se abrió y nos encontramos en otra meseta tan grande como una pradera. Luego seguimos bajando. A un lado había un camino de descenso, una pendiente que conducía al suelo del cañón. Tras el cañón podían verse las llanuras, rosadas y violetas. Distinguí el macizo que respaldaba en anticlinal al este, demasiado lejos de los escáneres para advertir nada.

—Parada de descanso —anunció Bult, y se bajó de su poni. Se sentó bajo un plataluz y conectó el saltón.

—¿Oyes eso? —dijo Carson, mirando al cielo.

—Es C.J. —contesté—. Le pedí que viniera a recoger a Ev para que pudiera trabajar en su teoría. Tiene que hacer algunas pruebas.

—¿Está haciendo aéreas? —preguntó, mirando ansiosamente en dirección al macizo.

—Le indiqué que se dirigiera al sur y que se acercara por las Ponicacas, que necesitábamos una aérea de ellas.

—¿No podía hacerla de regreso?

—¿Bromeas? Viajará con Ev. No hará ninguna aérea con él en el heli. Mierda, probablemente se habrá olvidado de hacer las aéreas en el camino de venida, de puro nerviosismo.

Carson me miró intrigado. El heli revoloteó sobre la pradera. C.J. saltó de la bodega, corrió hasta Ev, y prácticamente lo derribó al besarlo.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Carson, observándolos.