—Tal vez —dije yo, entornando los ojos por el polvo del rover, que parecía desviarse hacia la derecha—. C.J. dijo que Evelyn llegó esta mañana.
—Lo que significa que ha tenido casi un día entero para darle la murga. —Cogió las riendas del poni de Bult. El bicho se atascó y hundió las patas—. Y tendrá otras dos horas para desplegar todos sus encantos antes de que llevemos estos ponis.
—Tal vez —repetí, todavía contemplando el polvo—. Pero supongo que un hombre de aspecto pasable como Ev puede tirarse a la mujer que quiera sin armar demasiado alboroto, y ya has visto que no se quedó en la Cruz del Rey con C.J. Vino derechito a conocernos. A lo mejor es más listo de lo que parece.
—Eso es lo que dijiste la primera vez que viste a Bult —señaló Carson, tirando de las riendas del poni.
El animal se resistió.
—Y tenía razón, ¿no? —dije yo, dispuesto a ayudarlo—. De lo contrario, estaría aquí con estos ponis, y nosotros estaríamos a medio camino de la Cruz del Rey. —Cogí las riendas y él se colocó detrás del poni para empujar.
—Bueno. ¿Por qué no iba a querer conocernos? Después de todo, somos exploradores planetarios. ¡Somos famosos!
Yo tiré y él empujó. El poni permaneció clavado.
—¡Empieza a moverte, bicho con cara de roca! —estalló Carson, empujando su trasero—. ¿No sabes quiénes somos?
El poni alzó la cola y descargó una bosta.
—¡Mierda! —masculló Carson.
—Lástima que Evelyn no pueda vernos ahora —dije yo, echándome las riendas sobre el hombro y tirando del poni—. ¡Findriddy y Carson, los famosos exploradores!
A lo lejos, a la derecha del risco, el polvo desapareció.
Ínterin: en la Cruz del Rey
Tardamos cuatro horas en volver a la Cruz del Rey. El poni de Bult se tumbó dos veces y no quiso levantarse. Cuando llegamos Ev nos esperaba en el establo para preguntarnos cuándo pensábamos empezar la expedición. Carson le dio una respuesta inadecuada en tono y modales.
—Sé que acaban de volver y que tienen que rellenar sus informes y todo eso —dijo Ev.
—Y comer —murmuró Carson, cojeando alrededor de su poni—, y dormir. Y matar a un explorador.
—¡Es que tengo tantas ganas de conocer Boohte! —dijo Ev—. Sigo sin poder creer que esté aquí, hablando con…
—Lo sé, lo sé —le interrumpí yo, mientras descargaba el ordenador—. Findriddy y Carson, los famosos exploradores.
—¿Dónde está Bult? —preguntó Carson. Desató la cámara del huesosilla del poni—. ¿Y por qué no ha venido a descargar su poni?
Evelyn le tendió a Carson el cuaderno de Bult.
—Me pidió que les dijera que éstas son las multas del viaje de vuelta.
—Él no estaba en el viaje de vuelta —dijo Carson, mirando el diario—. ¿Qué demonios es esto? «Destrucción de fauna indígena.» «Daño a las formaciones de arena.» «Contaminación atmosférica.» Cogí el cuaderno.
—¿Le dio Bult indicaciones para regresar a la Cruz del Rey?
—Sí —dijo Ev—. ¿Hice algo mal?
—¿Mal? —estalló Carson—. ¿Mal?
—No te acalores —dije—. Bult no puede multar a Ev hasta que sea miembro de la expedición.
—Pero no comprendo —balbuceó Ev—. ¿Qué he hecho mal? Si sólo conduje el rover…
—Levantar polvo, dejar huellas de neumáticos, emitir humo…
—Los vehículos con ruedas no están permitidos fuera de las instalaciones del gobierno —le expliqué a Ev, que nos miraba asombrado.
—Entonces, ¿cómo van por ahí? —preguntó.
—No vamos —dijo Carson, mirando al poni de Bult, que parecía a punto de desplomarse otra vez—. Explícaselo, Fin.
Yo sentía demasiado cansancio para explicar nada, menos aún sobre la idea del Gran Hermano de cómo explorar un planeta.
—Cuéntale tú lo de las multas mientras yo resuelvo esto con Bult —dije, y me dirigí a la zona vallada atravesando el compuesto.
Para mí no hay nada peor que trabajar para un gobierno con complejo de culpabilidad. Lo único que hacíamos en Boohte era explorar el planeta, pero el Gran Hermano no quería que nadie los acusara de «implacable expansión imperialista» y de arrasar a los indígitos como hicieron cuando colonizaron América.
Así que crearon todas esas reglas para «preservar los ecosistemas planetarios» (lo que implicaba que no se nos permitía construir presas o matar la fauna local), y «proteger a las culturas indígenas de la contaminación tecnológica» (lo que significaba que no podíamos darles agua de fuego ni armas), e implantaron multas por romper las normas.
Y ahí fue donde cometieron el primer error, porque pagaban las multas a los indígitos, y Bult y su tribu sabían reconocer una ventaja en cuanto la veían, y antes de que te dieras cuenta te multaban por dejar pisadas, y Bult compraba contaminación tecnológica a diestro y siniestro con lo que recaudaba.
Supuse que estaría en la zona de la puerta, hundido hasta la segunda articulación en objetos de consumo, y no me equivoqué. Cuando abrí la puerta, estaba abriendo una caja de paraguas.
—Bult, no puedes cargarnos las multas cometidas por el rover—dije.
Él sacó un paraguas y lo examinó. Era de esos plegables. Sostuvo el paraguas ante él y pulsó un botón. Se encendieron luces por todo el reborde.
—Destrucción de superficie terrestre —dijo.
Le tendí su cuaderno.
—Ya conoces las reglas. «La expedición no es responsable de las violaciones cometidas por cualquier persona que no sea miembro oficial de ella.»
Él seguía enfrascado con los botones. Las luces se apagaron.
—Bult miembro —dijo, y el paraguas se abrió y se cerró, a un pelo de mi estómago.
—¡Cuidado! —Salté hacia atrás—. Tú no puedes cometer infracciones, Bult.
Bult soltó el paraguas y abrió una gran caja de dados, cosa que haría feliz a Carson. Su ocupación favorita, aparte de echarme la culpa de todo, es el juego.
—¡Los indígitos no pueden cometer infracciones! —exclamé.
—Tono y modales inadecuados —dijo él.
También sentía demasiado cansancio para esto, y seguía teniendo que hacer el informe y el paradero. Lo dejé desempaquetando una caja de cortinas de baño y me marché.
Abrí la puerta.
—Cariño, estoy en casa —llamé.
—¡Hola! —canturreó alegremente C.J. desde la cocina, que estaba a un paso—. ¿Cómo ha ido la expedición?
Ella apareció en el umbral, sonriendo y secándose las manos en un paño. Se había acicalado: tenía la cara limpia, se había peinado y llevaba una camisa abierta hasta treinta grados norte.
—La cena está casi preparada —anunció alegremente, y entonces se detuvo y miró alrededor—. ¿Dónde está Evelyn?
—En el establo —dije, soltando mis cosas en una silla—, hablando con Carson, el explorador planetario. ¿Sabías que somos famosos?
—¡Qué suciedad! —observó ella—. Y llegáis tarde. ¿Qué demonios os ha hecho tardar tanto? La cena está fría. La tenía lista hace dos horas. —Señaló mis cosas con un dedo—. Saca esa asquerosa mochila de ahí. Ya es bastante malo tener que soportar berrinches de polvo sin que vosotros dos os revolquéis en la mierda.
Me senté y apoyé las piernas sobre la mesa.
—¿Y cómo te ha ido el día, querida? ¿Bautizaron en tu nombre un charco de barro? ¿Te acostaste con algún solitario?
—Muy gracioso. Da la casualidad de que Evelyn es un joven muy agradable que comprende cómo es estar sola en un planeta durante semanas sin nadie a cientos de kloms y quién sabe qué peligros acechando ahí fuera…