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—Veloz.

—Y ésta es toda la velocidad que coge.

—A veces no va tan rápido.

Inútil alzó la cola y descargó.

—Me han dicho que no siempre son así—dijo Ev.

—Pues no. A veces, después de que los metamos en el heli, les entra la prisa.

—Perfecto. Supongo que los movimientos súbitos no los asustan.

—Nada los asusta, ni siquiera que los mordisqueadores se les coman las patas. Si se asustan o no quieren hacer algo, se plantan ahí y no mueven ni un pelo.

—¿Qué es lo que no les gusta?

—Que la gente los monte. Las montañas. No quieren subir más que una pendiente del dos por ciento. Seguir sus propias pisadas. Llevar a más de dos jinetes. Ir a más de un klom por hora.

Ev me miró con cautela, como si también me estuviera burlando de él.

Alcé la mano.

—Palabrita del niño Jesús —dije.

—Pero andando iríamos más rápido.

—No cuando hay una multa por dejar huellas. Se inclinó a un lado para mirar las patas de Inútil.

—Pero ellos también dejan huellas, ¿no? —Son indígenas.

—¿Pero entonces, cómo cubren territorio? —No lo hacemos, y el Gran Hermano se cabrea. —Miré la Lengua. Carson había dejado de gritar y estaba observando a Bult, que hablaba con su cuaderno—. Por cierto, será mejor que le informe de todas las demás reglas. Olvídese de tomar holos o fotos personales, coger recuerdos del viaje, florecillas silvestres o matar fauna.

—¿Y si nos atacan?

—Depende. Si cree que puede sobrevivir al ataque cardíaco que sufrirá cuando vea la multa y todos los informes que deberá rellenar, adelante. Dejar que lo maten será más sencillo. Él pareció desconfiar otra vez.

—Probablemente no nos encontraremos con nada peligroso —lo tranquilicé.

—¿Y los mordisqueadores?

—Están más al norte. Muy poca f-y-f es peligrosa, y los indígitos son pacíficos. Pueden robarle a uno hasta las pestañas, pero no hacen daño. No se olvide de llevar el micro todo el tiempo. —Me acerqué para colocárselo más abajo, en el pecho—. Si nos separamos, no se mueva. No intente ir a buscar a nadie. Ésa es la forma más segura de hacer que lo maten.

—¿No ha dicho que la f-y-f no era peligrosa?

—No lo es. Pero vamos a estar en territorio inexplorado. Eso significa corrimiento de tierras, relámpagos, agujeros de matacaminos, riadas. Puede cortarse la mano con un matorral y sufrir gangrena, o dirigirse demasiado al norte y morir congelado. —O quedar atrapado en una estampida de equipajes. Me pregunté cómo sabía eso. Los saltones, fueran lo que fuesen.

—O perderse para siempre jamás. Eso es lo que le sucedió a Segura, el compañero de Stewart —dije—. Y ni siquiera le pondrán su nombre a una montaña. Hágame caso: no se mueva y después de veinticuatro horas llame a CJ. Ella vendrá a recogerlo.

Él asintió.

—Lo sé.

Iba a tener que averiguar qué eran aquellos saltones.

—Llame a CJ. —añadí—, y deje que ella se preocupe de encontrarnos a los demás. Si está herido y no puede llamar, ella sabrá dónde se encuentra por su micro.

Hice una pausa y traté de recordar qué más tenía que decirle. Carson volvía a gritarle a Bult. Se le oía claramente por encima de los ponis.

—Ni se le ocurra hacer regalos a los indígitos —proseguí—, ni enseñarles a fabricar un rueda o a tejer una falda de algodón. Si averigua cuál es el sexo de Bult, no confraternice. No grite a los indígitos —dije, mirando a Carson.

Él se acercaba a nosotros, con el bigote temblando otra vez, pero ahora no parecía reírse.

—Bult dice que no podemos cruzar por aquí. Según él, aquí no hay ninguna brecha en la Muralla.

—Cuando consultamos el mapa, dijo que la había.

—Por lo visto la han reparado. Dice que tendremos que cabalgar al sur, hasta la otra. ¿A qué distancia está?

—Diez kloms.

—Mierda, eso nos llevará toda la mañana —masculló, mirando en dirección de la Muralla—. Cuando hicimos el mapa, no comentó que la hubieran reparado. Llama a CJ. Tal vez consiguiera una aérea camino de casa.

—No lo hizo —le dije—. Al virar hacia el norte, al Sector 248-76, no habría conseguido ninguna foto del lugar al que nos dirigíamos.

—Mierda. —Carson se quitó el sombrero, pareció a punto de lanzarlo al suelo, y luego cambió de idea. Me miró y luego se acercó hacia la Lengua.

—Quédese aquí —le dije a Ev. Desmonté y alcancé a Carson—. ¿Crees que Bult se ha dado cuenta?

—Tal vez. ¿Qué hacemos ahora? Me encogí de hombros.

—Ir al sur hasta la próxima brecha. No queda muy lejos de los afluentes del norte, y para entonces sabremos si tenemos que comprobar en 248-76. Envié a CJ. a tomar una aérea. —Miré a Bult, que aún hablaba con su cuaderno—. Tal vez no se haya dado cuenta. Tal vez consiga más multas de esta forma.

—Justo lo que necesitamos —suspiró él.

Tenía razón. Nuestras multas de salida sumaban casi novecientos, y tardamos media hora en contarlas todas. Luego Bult tardó otra media hora en cargar su poni, decidir que quería su paraguas, descargarlo todo para encontrarlo y cargarlo de nuevo. A esas alturas Carson había empleado tono y modales inadecuados y lanzado su sombrero al suelo, y tuvimos que esperar a que Bult añadiera esas multas.

Dieron las diez antes de que finalmente nos pusiéramos en marcha. Bult abría la comitiva bajo su paraguas iluminado, que había atado al pomohueso de su poni; Ev y yo lo seguíamos, y Carson iba detrás de nosotros, donde podía maldecir a Bult.

C.J. nos había dejado en la parte superior de un pequeño valle, y lo seguimos hacia el sur, manteniéndonos cerca de la Lengua.

—Desde aquí no se ve gran cosa —le dije a Ev—. En realidad esto sólo continúa durante otro klom o así, y entonces verá mejor la Muralla. Dentro de cinco kloms se cruza justo junto a la Lengua.

—¿Por qué lo llaman la Lengua? ¿Es una traducción del nombre boohteri?

—Los indígitos no tienen nombre para él. Ni para la mitad de las cosas de este planeta. —Señalé las montañas que se alzaban ante nosotros—. Por ejemplo, las Ponicacas. La mayor formación natural de todo el continente, y no tienen un nombre para ella, ni para la mayoría de la f-y-f. Y cuando les ponen nombre, resulta de lo más absurdo. Su nombre para los equipajes es tssuhlkahttses. Significa Sopa Muerta. Y el Gran Hermano no nos deja ponerle a las cosas nombres sensatos.

—¿Como la Lengua? —dijo él, sonriendo.

—Es largo, es rosa, y asoma como si hiciera «aa» para el médico. ¿Se le ocurre un nombre más apropiado? De todas formas, no se llama así. La Lengua es el nombre que le damos nosotros. En el mapa aparece como Río Conglomerado, como las rocas entre las que fluía cuando lo bautizamos.

—Un nombre no oficial —dijo Ev, casi para sí.

—No funcionará —dije—. Ya bautizamos al Cañón Culoprieto en honor a C.J. Ella quiere que se denomine algo con su nombre de manera oficial. Admitido, aprobado y en las topográficas.

—Oh —dijo él, y pareció decepcionado.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Existe alguna especie aparte del homo sap que deba grabar el nombre de la hembra en un árbol para conseguir echar un polvo?

—No, no —admitió él—. En Choom hay una especie de ave acuática cuyos machos levantan diques de argamasa alrededor de las hembras. Las construcciones se parecen mucho a la Muralla.

Hablando del tema, allí estaba. El valle había ido ascendiendo y abriéndose mientras cabalgábamos, y de repente nos encontramos en lo alto de una elevación y contemplábamos lo que parecía una de las aéreas de C.J.

Era todo llano hasta el pie de las Ponicacas, y la Lengua lo dividía como un límite de mapas. Boohte tiene tantos óxidos como Marte, y grandes cantidades de cinabrio, por eso las llanuras son rosadas. Unas mesetas se alzaban aquí y allá al oeste, y un par de pirámides de ceniza, y el azul de la lejanía adquiría un agradable tono lavanda. Serpenteando alrededor de ellas y sobre las mesetas, hasta la Lengua y más allá, blanca y brillando al sol, se erguía la Muralla. Al menos Bult no había mentido en lo de la brecha. La Muralla se extendía impertérrita hasta donde alcanzaba la vista.