– Buf -suelta Jack, que se pregunta si el chico sabrá que está hablando con un judío-. No está mal como relación de detalles para justificar el abandono de la formación preuniversitaria. -Ahmad pone los ojos como platos ante semejante comentario injusto, y Jack distingue un matiz verdoso en sus iris, que no son totalmente negros, una pizca del Mulloy que hay en él-. ¿Y el imán nunca insinuó -pregunta, echando la silla atrás y apoyándose con confianza en su lado de la mesa- que un chico listo como usted, en una sociedad tan diversa y tolerante como ésta, necesita confrontarlo todo con varios puntos de vista?
– No -dice Ahmad con sorprendente brusquedad y sus labios dibujan una mueca desafiante-. El sheij Rachid no me recomendó nada por el estilo, señor. Le parece que los enfoques relativistas trivializan la religión, le restan importancia. Usted cree esto, yo creo lo otro, y así vamos tirando. Es el estilo americano.
– Así es. ¿Y a él no le gusta el estilo americano?
– Lo odia.
Jack Levy, inclinado todavía hacia delante, clava los codos en el escritorio y apoya la barbilla, en un gesto pensativo, sobre sus dedos cruzados.
– ¿Y usted, señor Mulloy? ¿Lo odia?
El chico vuelve a bajar la vista tímidamente.
– Por supuesto que no odio a todos los estadounidenses. Pero el estilo americano es el de los infieles. Se encamina a una catástrofe terrible.
Lo que no dice es «América quiere llevarse a mi Dios». Protege a su Dios de este viejo judío cansado, despeinado y descreído, y asimismo se guarda para sí la sospecha de que el sheij Rachid es tan vehemente en sus doctrinas porque Dios, en secreto, ha dejado de habitar tras sus pálidos ojos de yemení, del mismo y escurridizo color gris azulado que los de una kafir. Ahmad, criado sin padre junto a su despreocupada y descreída madre, ha crecido haciéndose a la idea de que era el único custodio de Dios, el único para quien Él es un compañero invisible pero palpable. Dios siempre está con él. Como se dice en la novena sura: «No tenéis, fuera de Dios, amigo ni defensor». Dios es otra persona que está a su lado, un siamés unido a él por todas partes, por dentro y por fuera, a quien puede dirigirse en plegaria en cualquier momento. Dios es su felicidad. Este viejo diablo judío desea, disimulando bajo unos modales astutos, de quien conoce mundo, fingidamente paternales, trastocar la unión original y arrebatarle al Misericordioso y Dador de vida.
Jack Levy suspira de nuevo y piensa en la siguiente entrevista, otro adolescente necesitado, hosco y desencaminado a punto de zarpar al cenagal del mundo.
– Bien, quizá no debería decir esto, Ahmad, pero en vista de sus notas y pruebas de aptitud, y del aplomo y la seriedad realmente insólitos que demuestra, creo que su… ¿cómo se dice?… imán le ha ayudado a tirar por la borda sus años de instituto. Ojalá hubiera seguido en la formación preuniversitaria.
Ahmad sale en defensa del sheij Rachid:
– Señor, no dispongo de recursos para pagar la universidad. Mi madre se considera una artista, prefirió dejar sus estudios cuando no era más que enfermera auxiliar a dedicar dos años más a su propia formación antes de que yo empezara a ir a la escuela.
Levy se enmaraña el pelo ralo, que ya lleva despeinado.
– Vale, de acuerdo. Es una época difícil, y con los gastos en seguridad y las guerras de Bush apenas quedan excedentes. Pero seamos realistas: aún hay mucho dinero en becas para chicos de color listos y responsables. Podríamos haber conseguido alguna, estoy convencido. No para Princeton, seguramente, ni tampoco para Rutgers, pero una plaza en Bloomfield o Seton Hall, en Farleigh Dickinson o Kean también sería excelente. Con todo, por ahora, eso es agua pasada. Siento no haber podido atender con más antelación a su caso. Termine el instituto y ya veremos cómo ve lo de ir a la universidad dentro de uno o dos años. Sabe dónde encontrarme, haré lo que pueda. Si me lo permite, ¿qué ha pensado hacer después de graduarse? Si no tiene perspectivas laborales, considere la posibilidad del ejército. Ya no es ningún chollo, pero aun así sigue ofreciendo bastante: se aprenden algunas técnicas y después lo apoyarán si quiere educación superior. A mí me sirvió. Si habla algo de árabe, estarían encantados de acogerle.
La expresión de Ahmad se tensa:
– El ejército me enviaría a luchar contra mis hermanos.
– O a luchar por sus hermanos, ¿no? No todos los iraquíes son de la insurgencia, ya sabe. La mayoría no lo son. Sólo quieren salir adelante. La civilización empezó ahí. Era un pequeño país próspero, hasta que llegó Saddam.
El chico frunce el ceño, sus cejas tupidas, gruesas y, aunque de vello fino, viriles, se arrugan. Ahmad se levanta para irse, pero Levy no está todavía dispuesto a dejarlo marchar.
– He preguntado -insiste- si tenía algún trabajo a la vista.
La respuesta llega con reticencia:
– Mi profesor cree que podría conducir camiones.
– ¿Conducir… camiones? ¿De qué tipo? Los hay de muchas clases. Sólo tiene dieciocho años. Tengo entendido que no se puede obtener el permiso para un camión articulado o un camión cisterna o ni siquiera para un autobús escolar hasta los veintiuno. El examen para sacarse el carnet de vehículos comerciales es difícil. No podrá conducir fuera del estado hasta que cumpla los veintiuno. Ni podrá transportar materiales peligrosos.
– ¿No podré?
– Si no recuerdo mal, no. Antes que usted pasaron por aquí otros jóvenes que estaban interesados; muchos se asustaron, por la parte técnica y la normativa. Hay que afiliarse al sindicato de camioneros. Es una carrera con muchos obstáculos. Y muchos matones.
Ahmad se encoge de hombros; Levy ve que ha agotado el cupo de cooperación y cortesía del joven. El chico no dice ni pío. Muy bien, pues Jack Levy tampoco. Lleva mucho más tiempo en Jersey que este mocoso pretencioso. Como era de esperar, el varón con menos experiencia cede y rompe el silencio.
Ahmad siente la necesidad de justificarse ante este judío infeliz. El señor Levy desprende un aroma de infelicidad, como la madre de Ahmad después de que la deje un novio y antes de que aparezca el siguiente y cuando no ha vendido un cuadro en meses.
– Mi profesor conoce a gente que podría necesitar un conductor. Yo tendría a alguien que me enseñase cómo funciona todo -explica-. La paga es buena -añade.
– Y las horas, muchas -dice el tutor, cerrando de golpe la carpeta del estudiante tras haber garabateado en la primera página «cp» y «se», sus abreviaturas para «causa perdida» y «sin carrera». Dígame, Mulloy, su religión… ¿es muy importante para usted?
– Sí.
El chico oculta algo, Jack puede olerlo.
– Dios… Alá… es algo muy serio para usted. Lentamente, como si estuviera en trance o recitara algo de memoria, Ahmad dice:
– Él está en mí, y a mi lado.
– Bien. Bien. Me alegra oír eso. No lo pierda. Yo tuve mis contactos con la religión, mi madre encendía las velas en Pascua, pero a mi padre todo eso le parecían patochadas. Seguí su ejemplo y lo dejé perder también. La verdad, tampoco es que llegara a tener nada. Polvo al polvo, es así como veo yo esas cosas. Lo siento.
El chico parpadea y asiente, un poco asustado por semejante confesión. Sus ojos parecen dos lámparas redondas y negras sobre el blanco austero de la camisa. Quedan grabados a fuego en la memoria de Levy y a ratos vuelven como las imágenes persistentes del sol al ponerse o el flash de una cámara cuando uno posa obediente, intentando resultar natural, y salta el fogonazo antes de lo previsto.
Levy no afloja:
– ¿Cuántos años tenía cuando… cuando encontró la fe?
– Once, señor.
– Curioso. A esa edad yo anuncié a mis padres que dejaba el violín. Los desafié. Me impuse. Al diablo con todo-. El chico sigue mirándole fijamente, rechazando el vínculo-. Vale -Levy se da por vencido-, quiero que lo piense un poco más. Quiero volver a verle y darle algunos datos más antes de que se gradúe. -Se levanta y, llevado por un impulso, estrecha la mano del joven alto, esbelto, frágil en apariencia, un gesto que no tiene con todos los chicos después de una entrevista, y menos aún con una chica con los tiempos que corren: el más ligero roce puede terminar en una denuncia. Algunos de estos chochetes tienen demasiada imaginación. Ahmad le ha tendido una mano floja, húmeda; Jack se sorprende: aún es un chaval tímido, todavía no es un hombre-. Y si no nos vemos -concluye el tutor-, que tenga una gran vida, amigo.