El domingo por la mañana, mientras la mayoría de americanos siguen en la cama, aunque unos pocos hayan madrugado para ir a una misa temprana o a jugar al golf con la hierba todavía húmeda por el rocío, el secretario de Seguridad Nacional actualiza el nivel de amenaza terrorista -así lo llaman- de amarillo, que únicamente significa «elevado», a naranja, que significa «muy alto». Ésas son las malas noticias. Las buenas son que este nivel sólo se aplica a áreas específicas de Washington, Nueva York y el norte de New Jersey; el resto del país se queda en amarillo.
El secretario, sin poder esconder del todo su acento de Pennsylvania, anuncia a la nación que recientes informes de los servicios secretos indican que se pueden producir ataques, «con alarmante precisión y nada alejados en el tiempo», así lo dice, en esas zonas metropolitanas de la costa este, que «han sido estudiadas por los enemigos de la libertad con las herramientas de reconocimiento más sofisticadas». Centros financieros, estadios deportivos, puentes, túneles, metros… nada está a salvo. «Puede que a partir de ahora se encuentren», le cuenta al objetivo de la cámara de televisión, que es como un ojo de buey de color pistola, cubierta con una lente, a cuyo otro lado se apiña un montón de ciudadanos confiados, angustiados, «con zonas de seguridad alrededor de edificios que impidan el acceso a coches y camiones sin autorización; con restricciones en algunos aparcamientos subterráneos; con personal de seguridad que emplee tarjetas identificativas y fotografías digitales para que quede registrado quién entra y sale de los edificios; con más refuerzos policiales; y con registros a fondo de vehículos, embalajes y paquetes.»
Pronuncia con cariño y énfasis la expresión «registros a fondo». Evoca una imagen de hombres fornidos en monos verdes o gris azulados destripando vehículos y paquetes, descargando con vigor la frustración diaria que siente el secretario ante las dificultades del cargo. Su cometido es proteger, a pesar de sí misma, a una nación de casi trescientos millones de almas anárquicas con sus correspondientes millones de impulsos irracionales y actos caprichosos que se salen de los límites de lo potencialmente vigilable. Estas lagunas e irregularidades colectivas de la multitud forman una superficie muy accidentada sobre la cual el enemigo puede plantar uno de sus cultivos tenaces y pandémicos. Destruir, el secretario lo ha pensado a menudo, es mucho más fácil que construir -al igual que alterar el orden social es más fácil que mantenerlo- y los guardianes de la sociedad tienen que ir siempre a la zaga de quienes pretenden destruirla, de la misma manera que -de joven había formado parte del equipo de fútbol americano de la Lehigh University – un receptor veloz siempre le puede sacar unos metros al cornerback de la defensa. «Y que Dios bendiga a América», así cierra su intervención pública.
El piloto rojo que hay sobre el ojo de buey se apaga. Ya no está grabando. De repente el hombre se encoge, sólo oirán sus palabras el puñado de técnicos y de fieles funcionarios que pululan a su alrededor en este incómodo estudio radiotelevisivo a prueba de bombas, hundido varias decenas de metros bajo el suelo de Pennsylvania Avenue. A otros miembros del gabinete ministerial les dan edificios federales de mármol y piedra caliza tan largos que cada uno tiene su propio horizonte, mientras que él debe acurrucarse en un despachito sin ventanas en el sótano de la Casa Blanca. Con un hercúleo suspiro de fatiga, el secretario le da la espalda a la cámara. Es un hombre corpulento, con una tajada de músculos en la espalda que supone problemas añadidos a los sastres que confeccionan sus trajes azul oscuro. La boca, en su enorme cabeza, parece agresivamente pequeña. El corte de pelo, en esa misma cabeza, también parece pequeño, como si le hubieran encasquetado el sombrero de otro. Su acento de Pennsylvania no es cerrado ni rezonga, comiéndose las sílabas, como el de Lee Iacocca, ni tampoco es un graznido chirriante como el de Arnold Palmer. Siendo de una generación más joven que éstos, habla un inglés neutro, que queda bien en los medios; sólo la tensa solemnidad y ciertos matices que da a las vocales delatan su origen, un estado famoso por su seriedad, por el esfuerzo honrado y la entrega estoica, por los cuáqueros y los mineros de carbón, por los granjeros amish y los magnates del acero presbiterianos temerosos de Dios.
– ¿Qué me dice? -le pregunta a una ayudante, delgada y con los ojos irritados, también de Pennsylvania, de sesenta y cuatro años de edad pero virginal, Hermione Fogel.
La piel transparente de Hermione y su porte nervioso y turbado manifiestan el deseo instintivo del subalterno de volverse invisible. El espíritu bromista y pesado con que el secretario expresa su afecto y confianza le sirvió para traérsela de Harrisburg y darle el cargo informal de subsecretaria de Bolsos de Mujer. El asunto tenía entidad suficiente. Siendo los bolsos de mujer simas que albergaban desorden y tesoros sedimentados, en sus profundidades los terroristas podían esconder gran cantidad de diminutas armas: navajas de bolsillo, bolas explosivas de gas sarín, pistolas paralizantes con forma de pintalabios. Fue Hermione quien ayudó a desarrollar el protocolo de registro para esta crucial área de oscuridad, incluido la sencilla vara de madera con la que los guardias de seguridad de las entradas podían sondear las profundidades de los bolsos y no ofender a nadie hurgando en ellos con las manos desnudas.
La mayoría del personal de seguridad era de alguna minoría, y muchas mujeres, sobre todo las mayores, se espantaban al ver la intrusión de unos dedos negros o morenos en sus bolsos. El adormilado gigante del racismo estadounidense, arrullado por décadas de cantinelas oficiales progresistas, volvía a despertarse en cuanto afroamericanos e hispanos, quienes -la queja se oía a menudo- «ni siquiera hablan inglés como es debido», adquirían autoridad para cachear, preguntar, retrasar, conceder o denegar acceso y permiso para tomar un avión. En un país donde los controles de seguridad se multiplican, los guardianes se multiplican también. Los profesionales bien pagado» que surcaban los aires y frecuentaban los recientemente fortificados edificios gubernamentales tenían la sensación de que le habían sido otorgadas potestades tiránicas a una clase inferior de morenos. Las cómodas vidas que apenas hace una década se movían con facilidad por circuitos de privilegio y accesos franqueados a priori se encuentran ahora con escollos a cada paso, mientras guardias celosos hasta la exasperación sopesan permisos de conducir y tarjetas de embarque. El interruptor ha dejado de activarse, las puertas se mantienen cerradas donde antes un proceder seguro de sí mismo, un traje correcto, una corbata, y una tarjeta de visita de cinco centímetros por siete y medio las habían abierto. Con estas inflexibles y tupidas precauciones, ¿cómo va a funcionar el capitalismo, que es un mecanismo fluido, accionado hidráulicamente, por no hablar ya del intercambio intelectual y la vida social de las familias extensas? El enemigo ha cumplido su objetivo: el ocio y los negocios en Occidente se han empantanado de una manera desmesurada.
– Creo que ha ido muy bien, como de costumbre. -Hermione Fogel responde a una pregunta que el secretario ya casi ha olvidado. Está preocupado: las exigencias contradictorias de privacidad y seguridad, de comodidad y medidas de precaución, son su pan de cada día, y aun así la compensación que recibe en términos de popularidad es casi nula, y en términos económicos definitivamente modesta, con unos hijos a punto de ir a la universidad y una esposa que debe mantenerse a la altura en los interminables encuentros sociales del Washington republicano. Con la excepción de una mujer negra, soltera, profesora universitaria políglota y experta pianista que está a cargo del programa estratégico a escala mundial y a largo plazo, los colegas del secretario en la administración nacieron ricos y han amasado fortunas adicionales en el sector privado durante los ocho años de vacaciones que duró la presidencia de Clinton. En esos años de vacas gordas el secretario estaba atareado abriéndose camino por puestos gubernamentales mal pagados en el estado de la Piedra Angular, como llaman a Pennsylvania. Ahora todos los clintonianos, incluidos los propios Clinton, se están montando en el dólar con sus memorias sin tapujos, mientras que el secretario, leal e impasible, está desposado con la obligación de mantener la boca bien cerrada, ahora y por los siglos de los siglos.