No es que sepa algo que sus arabistas no le hayan dicho; el mundo que monitorizan, lleno de charlas electrónicas salpicadas por el crepitar de eufemismos poéticos y bravatas patéticas, le es tan ajeno y repugnante como cualquier submundo informático de lerdos insomnes, por mucho que tengan sangre caucásica y educación cristiana. «Cuando el cielo se hienda en el este y se tiña de rojo coriáceo»: la inserción en esta cita coránica de una expresión que no aparece en el Corán («en el este») puede o no, ligada a varias «confesiones» inconexas y extravagantes de activistas detenidos, justificar que eleve el nivel de vigilancia policial y militar concedida a ciertas instituciones financieras del Este, ubicadas siempre en los monumentales rascacielos que parecen resultar atractivos a la mentalidad supersticiosa del enemigo. El enemigo está obsesionado con los lugares sagrados. Y como los antiguos archienemigos comunistas, los actuales están convencidos de que el capitalismo tiene un cuartel general, de que hay una cabeza que se puede cortar, lo que dejaría a los rebaños de fieles desamparados, listos para aceptar como borregos agradecidos una tiranía ascética y dogmática.
El enemigo no puede creer que la democracia y el consumismo sean fiebres que el hombre de la calle lleva en la sangre, una consecuencia del optimismo instintivo de cada individuo y del deseo de libertad. Incluso para un religioso practicante como el secretario, el fatalismo por voluntad de Dios y la creencia sin fisuras en la otra vida ya quedaron atrás, en la Alta Edad Media. Los que todavía mantienen la creencia parten con una ventaja: están ansiosos por morir. «Los que no creen aman la vida perecedera»: ése era otro verso que salía a menudo en los corrillos de Internet.
– Me van a criticar por esto -le confiesa triste el secretario a la que rebautizó como subsecretaria-. Si no pasa nada, seré un alarmista. Y si pasa, seré una sanguijuela perezosa en la nómina pública que permitió la muerte de miles de personas.
– Nadie diría algo así -lo tranquiliza Hermione, comprensiva, ruborizándosele la cetrina piel de solterona-. Todo el mundo, incluso los demócratas, sabe que es usted el responsable de una tarea imposible que sin embargo debe hacerse, por el bien de nuestra supervivencia como nación.
– Con eso queda todo dicho, supongo -concede el objeto de la admiración de Hermione, empequeñeciendo todavía más la boca con ensayada ironía.
El ascensor los devuelve suavemente, junto a dos guardias de seguridad armados -un hombre y una mujer- y un trío de funcionarios en traje gris, al sótano de la Casa Blanca. Fuera, unas campanas de iglesia redoblan bajo el sol, se mezclan los rayos de Virginia y de Maryland. El secretario reflexiona en voz alta:
– Esa gente… ¿Por qué quieren hacer cosas tan horribles? ¿Por qué nos odian? ¿Qué pueden odiar?
– Odian la luz -dice lealmente Hermione-. Como las cucarachas. Como los murciélagos. «La luz resplandeció en las tinieblas» -cita, a sabiendas de que con la devoción típica de Pennsylvania se puede acceder al corazón del secretario-, «y las tinieblas no prevalecieron.»
2
La tiznada iglesia de mayólica que se alza junto al mar de escombros está llena de vestidos de algodón de colores pastel y trajes de poliéster con hombreras. Los ojos de Ahmad han quedado deslumbrados y no hallan bálsamo en las vidrieras que representan a hombres ataviados con parodias de vestimentas de Oriente Próximo, estampas del curso de la breve e ignominiosa vida de su supuesto Señor. Adorar a un Dios que se sabe que ha muerto… la simple idea repugna a Ahmad como un hedor inaprensible, una obstrucción en las cañerías, un roedor muerto entre dos tabiques. Con todo, los feligreses, algunos de los cuales son incluso más pálidos que él pese a su camisa blanca y almidonada, disfrutan de la límpida felicidad pulida con estropajo en su reunión del domingo por la mañana. Las filas de hombres y mujeres sentados juntos; la zona teatral del frente con sus muebles de tiradores engastados y el triple ventanal, alto y mugriento, que presenta a una paloma a punto de posarse sobre la cabeza de un hombre de barba blanca; el atolondrado murmullo de los saludos y el crujir de los bancos de madera bajo las pesadas ancas: todo ello se le antoja a Ahmad como un cine momentos antes de que empiece la proyección. No es así en la sagrada mezquita, con sus mullidas alfombras y la hornacina que señala hacia La Meca, el mihrab, vacía, revestida de azulejos, y los cantos líquidos, lā ilāha ill, Allah, emitidos por hombres que huelen a sus humildes tareas caseras de viernes, que reverencian a su Dios con ritmo unísono, apiñados y tan juntos como los anillos de un gusano. La mezquita era dominio de hombres; aquí predomina el brillo primaveral de las mujeres, la extensión de sus tiernas carnes.
Había esperado que, llegando justo al sonar las campanas de las diez, podría deslizarse hacia el fondo sin ser visto, pero lo recibe y saluda con firmeza un rollizo descendiente de esclavos en traje color melocotón de solapas anchas y con un tallito de lirio de los valles prendido en una de ellas. El negro entrega a Ahmad una hoja doblada de papel tintado y lo conduce, por el pasillo central, hacia las primeras filas. La iglesia está casi llena y salvo los bancos de delante, aparentemente los menos deseables, el resto están ocupados. Acostumbrado a que los fieles permanezcan en el suelo, en cuclillas o arrodillados, recalcando la altura que Dios ostenta sobre ellos, Ahmad se siente, incluso sentado, tan alto que le parece una blasfemia, lo que le produce cierto mareo. La actitud cristiana de acomodarse perezosamente con la espalda recta, como en un espectáculo, da a entender que Dios es un artista que, cuando deja de entretener, puede ser relevado en el escenario por el siguiente número.
Ahmad cree que no va a compartir el banco, como compensación a lo extraño de su presencia y a su visible agitación, pero otro acomodador ya conduce solícitamente por el pasillo alfombrado a una familia numerosa de negros, cuyas pequeñas hembras mueven excitadas las cabezas peinadas con lazos y trencitas. Ahmad queda relegado a un extremo del banco. Al percatarse del desalojo, el patriarca de la prole le tiende, por encima de los regazos de varias de sus hijitas, una mano grande y marrón y una sonrisa de bienvenida en la que brilla un diente de oro. La madre de esta camada, demasiado alejada para llegar al desconocido, sigue el ejemplo del marido y lo saluda con la mano y la cabeza desde la distancia. Las niñas levantan la mirada, medias lunas en el blanco de los ojos. Demasiada amabilidad kafir, Ahmad no sabe cómo librarse de ella ni qué otras servidumbres le deparará el oficio que viene a continuación. Ya odia a Joryleen por haberlo atraído a tan fatídica trampa. Aguanta la respiración, como si quisiera evitar el contagio, y mira al frente, donde las curiosas tallas del púlpito, el equivalente cristiano del minbar, se alinean en forma de ángeles alados. Identifica como Gabriel al que hace sonar un largo cuerno y, por lo tanto, la multitudinaria escena es el mismísimo Juicio Final, un concepto que inspiró a Mahoma algunos de sus más extasiados arrebatos poéticos. Qué error, piensa Ahmad, incurrir en la representación por medio de imágenes cuya esencia las rebaja a simple madera, reproducir el trabajo inimitable de Dios el Creador, al-Khāliq. La imaginería de las palabras, que, el Profeta lo sabía, poseen sustancia espiritual, sí que captura al alma. «En verdad os digo que, si los hombres y los yinn se unieran para producir un Corán como éste, no podrían conseguirlo, aunque se ayudaran mutuamente.»