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Ahora las mangas azules del predicador se revuelven, a la luz del atril centellean perdigones de saliva, y el coro de detrás, con Joryleen, se mece.

– Y Caleb dijo: «¡Subamos luego, y tomemos posesión de ella, porque más podremos nosotros que ellos!». -Y el hombre alto de color café lee, con voz vibrante y apresurada, como interpretando a diferentes personas-: «Entonces toda la asamblea se puso a dar gritos; y el pueblo lloró aquella noche. Todos los hijos de Israel murmuraron contra Moisés y contra Aarón, y toda la multitud les dijo: "¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto! ¡Ojalá muriéramos en este desierto!"».

El sacerdote observa con gravedad a los presentes, sus gafas, círculos de pura luz ciega, y repite:

– «¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto!» Entonces, ¿por qué Dios nos sacó de la esclavitud y nos dejó en este desierto -consulta el libro- «para morir a espada, y para que nuestras mujeres y nuestros niños se conviertan en botín de guerra»? ¡En botín! ¡Eh, que esto va en serio! Salgamos por patas… bueno, sobre las patas de burros y bueyes… ¡y regresemos a Egipto! -Echa una mirada al libro y lee un versículo en voz bien alta-: «Y se decían unos a otros: "Designemos un jefe y volvamos a Egipto"». El faraón, bien mirado, tampoco era tan malo. Nos daba de comer, aunque no mucho. Nos procuraba cabañas donde dormir, en el pantano, con todos los mosquitos. Nos enviaba cheques de beneficencia, de vez en cuando. Nos ofrecía trabajo sirviendo patatas fritas en McDonald's a cambio del salario mínimo. Era simpático, en comparación con esos gigantes, los superhijos de Anac.

Se queda de pie, bien erguido, por un momento se deja de imitaciones.

– ¿Y qué hicieron Moisés y su hermano Aarón al respecto? Sale justo aquí, en Números catorce, cinco: «Moisés y Aarón se postraron hasta tocar el suelo con la frente delante de toda la multitud de los hijos de Israel». Se rindieron. Le dijeron a su pueblo, a la gente que supuestamente guiaban en nombre del Señor Todopoderoso, le dijeron: «Quizá tengáis razón. Ya basta. Llevamos demasiado tiempo vagando fuera de Egipto. Estamos hartos de este desierto».

»Y Josué, seguro que os acordáis de él, el hijo de Nun, de la tribu de Efraín, era uno de los doce que fueron a explorar, junto con Caleb; y Josué se alzó y dijo: "Un momento. Un momento, hermanos. Esos cananeos tienen buenas tierras. No les temáis"; y lo que sigue está escrito: "No temáis al pueblo de esta tierra, pues vosotros los comeréis como pan. Su amparo se ha apartado de ellos y el Señor está con nosotros: no los temáis". ¿Y cómo reaccionaron esos israelitas del montón cuando los dos valientes guerreros dijeron: "Vamos, no tengáis miedo de los cananeos"? Pues respondieron: "Lapidadlos, lapidad a esos bocazas". Y cogieron piedras, en ese desierto las había bien afiladas y duras, dispuestos a aplastar las cabezas y las bocas de Caleb y Josué. Entonces ocurrió algo asombroso. Dejad que os lea qué pasó: "Pero la gloria del Señor se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos de Israel. Y el Señor dijo a Moisés: '¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos?'". El maná caído del cielo había sido una señal. El agua que manó de la peña de Horeb había sido una señal. La voz de la zarza ardiente había sido una señal bien clara. Las columnas de nubes por el día y de fuego por la noche fueron señales. Señales, señales todo el día, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

»Aun así, esas gentes no tenían fe. Querían volver a Egipto con el amable faraón. Preferían el malo conocido al Dios por conocer. Todavía sentían debilidad por el becerro de oro. No les importaba volver a ser esclavos. Querían perder sus derechos civiles. Querían ahogar sus penas en la droga y en el comportamiento vergonzoso de las noches de sábado. El buen Dios dijo: "No trago a esta gente". A esta tribu de Israel. Y preguntó a Moisés y a Aarón, sólo por curiosidad: "¿Hasta cuándo soportaré a esta depravada multitud que murmura contra mí?". No espera la respuesta, Él mismo la da. El Señor mata a todos los exploradores excepto a Caleb y Josué. Al resto, a la depravada multitud, le dice: "Vuestros cuerpos caerán en este desierto". Al resto, a todos los que tenían de veinte años para arriba, que habían hablado contra Él, los condena a cuarenta años en el yermo, "y vuestros hijos andarán pastoreando en el desierto cuarenta años, y cargarán con vuestras rebeldías, hasta que vuestros cuerpos sean consumidos en el desierto". Imaginaos. Cuarenta años, sin reducciones por buena conducta. -Y repite-: Sin reducciones por buena conducta, porque habéis sido una congregación depravada.

Una voz de hombre grita entre los asistentes: «¡Eso es, reverendo! ¡Depravada!».

– Sin reducciones, porque -prosigue el imán cristiano- os falta fe. Fe en la fuerza de Dios Todopoderoso. Ésa fue vuestra iniquidad… dejadme pronunciar las cuatro sílabas de esta preciosa y vieja palabra, i-ni-qui-dad: «castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». Moisés trata de apaciguarlo, el portavoz habla con su cliente. «Perdona», dice justo en este pasaje del Libro, «perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí.» «Ni hablar», responde el Señor. «Estoy cansado de que se suponga que debo perdonar tanto. Quiero, para variar, algo de gloria. Quiero vuestros cuerpos.»

El predicador se desploma sobre el púlpito con cierto desaliento y se apoya sobre los codos, informalmente, en el enorme libro sagrado de cantos dorados.

– Amigos míos -dice en tono de confianza-, ya veis el panorama que se le presentaba a Moisés. ¿Qué había de terrible, qué había de… -esboza una sonrisa y articula- i-ni-cuo en adentrarse en territorio enemigo, en explorar la situación, en volver a casa y presentar un informe honesto, prudente? «La cosa no pinta bien. Estos cananeos y gigantes tienen bien cogidas por el mango la leche y la miel. Será mejor que nos retiremos.» Eso sería actuar con cabeza, ¿verdad? «No me los contrariéis. Tienen acciones y bonos, tienen el látigo y las cadenas, controlan los medios de pro-duc-ción.»

Se alzan varias voces: «Eso es. Que tengan cabeza. Que no los contraríen».

– Y para que quedara clara su opinión, el Señor mandó plagas y pestes, y la gente sufrió y decidió demasiado tarde subir a esas montañas y enfrentarse a los cananeos, que por entonces ya no asustaban tanto, y Moisés, el bueno del portavoz, ese abogado avispado, les aconsejó: «No subáis, pues el Señor no está con vosotros». Sin embargo, esos israelitas obcecados subieron y… ¿qué leemos en el último versículo de Números catorce? «Entonces descendieron los amalecitas y los cananeos que habitaban en aquel monte y los hirieron, los derrotaron y los persiguieron hasta Horma.» ¡Hasta Horma! Hasta allí hay un buen trecho.

»Ya lo habéis visto, amigos míos, el Señor sí había estado con ellos, antes. Les había dado la oportunidad de seguir adelante a Su lado, en toda Su gloria, ¿y qué hicieron ellos? Dudar. Lo traicionaron con sus dudas, con sus miramientos, con su co-bar-dí-a, y Moisés y Aarón lo traicionaron al dejarse influir, como hacen los políticos cuando salen las encuestas. Encuestadores y portavoces ya los había incluso entonces, en tiempos bíblicos. Y por eso les fue negada la entrada en la Tierra Prometida, Moisés y Aarón se quedaron allí tirados, en aquella montaña, mirando el país de Canaán como niños con la cara pegada al escaparate de una confitería. No pudieron entrar. Eran impuros. No dieron la talla. No dejaron que el Señor actuara por medio de ellos. Tuvieron buenas intenciones, como todos, pero no confiaron lo suficiente en el Señor. Y el Señor es digno de confianza. Si dice que hará lo imposible, lo hará, no le digáis que no puede.

Ahmad se sorprende entusiasmándose junto al resto de la congregación, que está agitada, murmurando, relajada tras esforzarse en seguir los giros del sermón, incluso las niñas con coletas de su lado inclinan sus cabezas adelante y atrás como queriendo librarse de un dolor en el cuello, una de ellas mira hacia arriba, a Ahmad, como un perro con los ojos saltones que se preguntara si vale la pena pedirle algo a este ser humano. Los ojos le brillan como si reflejaran un tesoro que ha atisbado en él.