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– Es nuevo. ¿No te gusta? A Tylenol sí. Se muere por que me ponga uno en la lengua.

– ¿Te van a perforar la lengua? Es horrible, Joryleen.

– Tylenol dice que al Señor le gustan las mujeres vistosas. ¿Qué dice vuestro Mister Mahoma?

Ahmad percibe la burla, pero no obstante, al lado de esta muchacha bajita, impúdica, se siente alto; dirige la mirada más abajo de su cara, reluciente de malicia, a la parte superior de sus pechos, que una escotada blusa primaveral deja al descubierto, aún esmaltados por el nerviosismo y el esfuerzo del canto.

– Él recomienda a las mujeres que cubran su belleza -cuenta-. Dice que las mujeres buenas son para los hombres buenos, y las impuras, para los impuros.

Joryleen abre desmesuradamente los ojos, pestañea, tomando esta adusta solemnidad como una parte de Ahmad con la que quizás ella deba lidiar.

– Bueno, pues no sé dónde me deja eso -dice con buen humor-. Supongo que la noción de impureza era bastante amplia en aquella época -añade, y se seca la humedad de una sien, donde el cabello es velloso como el bigote de un chico antes de que se afeite por primera vez-. ¿Te ha gustado cómo he cantado?

Él se lo piensa mientras los feligreses pasan charlando, cumplida ya su obligación semanal, y el sol veleidoso arroja sombras tenues bajo las recientes hojas de las robinias.

– Tienes una voz bonita -le dice Ahmad-. Es muy pura. Sin embargo, el uso que le das no es puro. El canto, sobre todo el de esa mujer tan gorda…

– Eva-Marie -informa Joryleen-. Es lo más. Le es imposible no darse entera.

– Su canto me ha parecido muy sensual. Y no he entendido todas las letras. ¿De qué modo Cristo os es amigo?

– Amigo, amigo -deja ir Joryleen en un suave jadeo, imitando el modo en que el coro sincopó los versos del himno sugiriendo los movimientos repetitivos (así lo interpretó él) de las relaciones sexuales-. Simplemente lo es, y ya está -insiste ella-. La gente se siente mejor si piensa que está siempre con ellos. Si no los cuida él, quién los va a cuidar, ¿no? Pasa lo mismo, sospecho, con vuestro Mahoma.

– El Profeta es muchas cosas para sus seguidores, pero no lo llamamos amigo. No somos tan acogedores, como ha dicho vuestro clérigo.

– Vamos -propone ella-, no hablemos de estas cosas. Gracias por venir, Ahmad. No creía que te atrevieras.

– Fuiste amable conmigo, y tenía curiosidad. Hasta cierto punto ayuda conocer al enemigo.

– ¿Enemigo? Vaya. Ahí no tenías ni un enemigo.

– Mi profesor en la mezquita dice que todos los infieles son nuestros enemigos. El Profeta advirtió que llegará el día en que todos los que no creen serán destruidos.

– Anda, tío. ¿Cómo te has vuelto así? Tu madre es la típica irlandesa con pecas, ¿no? Es lo que Tylenol dice.

– Tylenol, Tylenol. ¿Hasta qué punto es estrecha tu relación con esa fuente de sabiduría? ¿Te considera su mujer?

– Bueno, el chaval sólo está probando. Es demasiado joven para comprometerse con alguna amiga. Demos un paseo. Nos están mirando mucho.

Andan por el perímetro al norte de las hectáreas vacías que esperan a ser urbanizadas. Una valla pintada anuncia la construcción de un aparcamiento de cuatro plantas que devolverá a los compradores al barrio, pero en dos años no se ha construido nada, únicamente está el anuncio, cada vez más pintarrajeado. Cuando el sol, que se inclina desde el sur por encima de los nuevos edificios de cristal del centro, traspasa las nubes, se puede ver cómo los escombros desprenden un polvo fino, y cuando el cielo se encapota de nuevo el astro se vuelve un círculo blanco, como si hubiera quemado en las nubes un orificio perfecto, del tamaño exacto de la luna. Al sentir el sol en un costado, Ahmad percibe la calidez que le llega por el otro, la calidez del cuerpo de Joryleen mientras caminan, un organismo formado por circunferencias superpuestas y partes blandas. La cuenta en la aleta de su nariz lanza un destello cálido y nítido; la luz del sol lame con lengua fulgida la cavidad que se abre en el centro del escote de barca de su blusa. Ahmad le dice:

– Soy un buen musulmán en un mundo que se burla de la fe.

– En lugar de ser bueno, de portarte bien, ¿no te apetece nunca sentirte bien? -pregunta Joryleen. Ahmad cree que su interés es sincero; al pertenecer a una confesión tan rígida, él debe de resultarle un enigma, un espécimen curioso.

– Puede que ambas cosas vayan juntas -expone-. El ser y el sentir.

– Has venido a mi iglesia -dice ella-. Yo podría ir contigo a tu mezquita.

– No serviría de nada. No podríamos sentarnos juntos, y no podrías participar del rito sin un curso previo, y sin una demostración de sinceridad.

– Uau. Podría llevarme más tiempo del que dispongo. Dime, Ahmad, ¿qué haces cuando quieres divertirte?

– Algunas de las mismas cosas que tú, aunque «divertirse», como dices, no es la meta en la vida de un buen musulmán. Dos veces por semana voy a clases de lengua e interpretación del Corán. También voy al Central High. En otoño juego con el equipo de fútboclass="underline" la temporada pasada no lo hice mal, marqué cinco goles, uno de penalti. Y en primavera hago atletismo. Para mis gastos, y para ayudar a mi madre… la típica irlandesa con pecas, como tú la llamas…

– Como Tylenol la llama.

– …como queda claro que vosotros dos la llamáis, trabajo en el Shop-a-Sec entre doce y dieciocho horas por semana. Tiene algo de «divertido»: observar a los clientes y lo variado de los vestuarios y de las locuras individuales que fomenta la permisividad americana. No hay nada en el islam que prohíba ver la televisión o ir al cine, pero de hecho todo está tan saturado de desesperanza e impiedad que me repugna y deja de interesarme. Y tampoco va contra el islam relacionarse con miembros del sexo opuesto, siempre que se acaten algunas estrictas prohibiciones.

– Tan estrictas que al final no pasa nada, ¿es eso? Ahora a la izquierda, si es que quieres acompañarme a casa. No estás obligado, ya sabes. Entramos en malos barrios. No querrás meterte en líos.

– Lo que quiero es que llegues bien a casa. -Y prosigue-: Las prohibiciones se establecen en interés no tanto del varón como de la hembra. La virginidad y la pureza son valores importantísimos.

– ¡Venga ya! -dice Joryleen-. ¿A ojos de quién? O sea, ¿quién es el que impone esos valores?

Lo está llevando, Ahmad se da cuenta, a un punto en que tendrá que traicionar sus creencias si responde a las preguntas que le plantea. En clase, lo ha visto en el instituto, ella es de las que saben hablar, encandilan a los profesores y no se percatan de que está apartándolos de la materia y haciéndoles perder tiempo docente. Tiene un punto pícaro.

– A ojos de Dios -responde Ahmad-, como reveló el Profeta: «Di a las creyentes que bajen la vista con recato, que sean castas». Es de la misma sura que aconseja a las mujeres que no muestren sus adornos, que cubran su escote con el velo y que ni siquiera batan con los pies para que no tintineen sus ajorcas, los brazaletes de tobillo.

– Tú crees que enseño demasiado las tetas… La mirada te delata.

Con sólo oír la palabra «tetas» pronunciada por sus labios, Ahmad se estremece de manera indecente. Mirando al frente, contesta:

– La pureza es un fin en sí mismo. Como te decía, portarse bien y sentirse bien ha sido todo uno.

– ¿Y qué es de las vírgenes del otro mundo? ¿Qué pasa con la pureza de los jóvenes mártires que llegan allí, rebosantes de semen?

– Su virtud recibe recompensa a la vez que conservan la pureza en el contexto creado por Dios. Mi profesor en la mezquita cree que las huríes de oscuros ojos rasgados simbolizan una dicha que no se podría concebir sin imágenes concretas. Centrarse en esa imagen y ridiculizar al islam por ella es típico del Occidente obsesionado con el sexo.

Siguen en la dirección que Joryleen ha indicado. El vecindario es cada vez más destartalado; los arbustos están sin cuidar, las casas sin pintar, hay partes en que las losas de la acera o bien están sueltas o bien rotas por la presión de las raíces de los árboles; se ve basura esparcida en los reducidos patios delanteros. Las hileras de casas no siempre están completas, son como bocas con algún diente arrancado, y los solares se han cercado; sin embargo, las gruesas cadenas que cierran las vallas están cortadas y retorcidas, han cedido al empuje invisible de gente a quien no le gustan las cercas, que quiere llegar rápido a algún sitio. En algunas manzanas, las hileras de casas se han convertido en un único edificio alargado con muchas puertas descascarilladas y gradas de cuatro escalones, tanto las viejas casas de madera como las nuevas de hormigón. Arriba, las ramas más altas de los árboles se entrelazan con el tendido eléctrico que transporta la energía por la ciudad, un arpa destensada que se precipita en oquedades nacidas tras la poda. Salpican el paisaje flores y brotes abriéndose, de un color entre amarillo y verde; tienen apariencia luminosa, en contraste con el cielo manchado de nubes.