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Llaman a la puerta, a las ocho y cuarto de la noche. Los golpes, que suenan no muy lejos de la mesa donde Ahmad estudia a la luz de una destartalada lámpara de pie, lo desconcentran de la merma y el tonelaje, del oleaje y la circulación. Su madre sale rápido del dormitorio, que también es su estudio de pintura, y acude -se precipita, incluso- a contestar, esponjándose el cabello, pelirrojo claro, largo hasta la nuca, teñido con henna. Afronta las intromisiones misteriosas con más optimismo que Ahmad. Diez días después de haber acudido al oficio en la iglesia de los infieles, sigue nervioso por haber violado el territorio de Tylenol; no es imposible que el matón y su banda lo acosen durante una temporada, incluso por la noche, haciéndolo salir de su propio apartamento.

Tampoco es imposible, aunque sí improbable, que sea un emisario del sheij Rachid quien llame. Su maestro tiene varios discípulos. Últimamente parece crispado, como si algo le abrumara; para Ahmad, es como un elemento muy afilado en una estructura que soporta demasiada presión. La semana anterior el imán tuvo un pequeño arrebato con su alumno mientras discutían sobre un verso de la tercera sura: «Que no piensen los infieles que el que les concedamos una prórroga supone un bien para ellos. El concedérsela es para que aumente su pecado. Tendrán un castigo humillante». Ahmad tuvo la osadía de preguntar a su mentor si no había algo sádico en semejante desprecio, y en muchos otros versos como ése. Lo formuló así:

– ¿El propósito de Dios no debería ser, como enunció el Profeta, la conversión de los infieles? ¿No debería, en cualquier caso, mostrarse misericordioso y no recrearse en su dolor?

El imán mostraba sólo media cara, la otra media, la parte inferior, quedaba oculta por una barba cuidada y moteada de gris. Su nariz era delgada y aguileña, y la piel de sus mejillas, pálida, no a la manera de los anglosajones o los irlandeses, con pecas y fácil de ruborizar, como la de la madre de Ahmad -una propensión que el chico, lamentablemente, ha heredado-, sino con la factura cerosa, uniforme, impávida de los yemeníes. Bajo la barba, en sus labios violeta, se dibujó un mohín. Inquirió:

– Las cucarachas que salen de los rodapiés y de debajo del fregadero, ¿acaso te dan lástima? Las moscas que zumban alrededor de la comida servida, andando sobre ella con sus sucias patas que justo antes han bailado en heces y carroña, ¿acaso te dan lástima?

A decir verdad, Ahmad sí sentía lástima por ellas, fascinación por la vasta población de insectos que pulula a los pies de los hombres, como si fueran éstos dioses. Pero, sabiendo que cualquier salvedad o la menor insinuación de querer polemizar sólo serviría para irritar a su profesor, contestó que no.

– No -convino el sheij Rachid con satisfacción mientras se tiraba suavemente de la barba con su delicada mano-. Tú quieres destruirlas. Te irritan con su suciedad. Invadirían tu mesa, tu cocina; si no las aniquilaras, serían capaces de meterse en tu comida mientras te la llevas a la boca. No tienen sentimientos. Son manifestaciones de Satán, y Dios las destruirá sin piedad el día del ajuste de cuentas final. Dios se regocijará con sus sufrimientos. Procede tú del mismo modo, Ahmad. Concebir que las cucarachas son merecedoras de clemencia es situarte por encima de ar-Rahim, es suponer que eres más misericordioso que el Misericordioso.

A Ahmad le pareció, al igual que con los detalles del Paraíso, que su profesor se escudaba de la realidad con metáforas. Joryleen, pese a no ser una creyente, sí tenía sentimientos; estaban en cómo cantaba, y en cómo los otros infieles reaccionaban a los cantos. Pero no figuraba entre las funciones de Ahmad la de discutir, a él le tocaba aprender, ocupar su lugar en la vasta estructura, visible e invisible, del islam.

Su madre podría haberse apresurado a abrir porque esperaba a alguno de sus amigos masculinos, pero su voz, a oídos de Ahmad, suena sorprendida, perpleja pero no inquieta, respetuosa. La otra voz, cortés, cansada, que Ahmad reconoce vagamente, se presenta como el señor Levy, responsable de tutorías en el Central High. Ahmad se relaja, no es Tylenol ni nadie de la mezquita. Pero ¿por qué el señor Levy? El encuentro había dejado a Ahmad intranquilo, el tutor había expresado su disconformidad con los planes de futuro de Ahmad y, peor aún, su voluntad de entrometerse.

¿Cómo ha llegado tan lejos, hasta su puerta? El edificio de apartamentos es uno de los tres que se construyeron hacía veinticinco años para reemplazar unas viviendas adosadas, tan en decadencia e infestadas de droga que los administradores de New Prospect pensaron que levantar bloques de diez pisos para inquilinos de renta media supondría una mejora. Además, calcularon, en los terrenos expropiados podían instalar un parque con zonas de recreo y, por si fuera poco, un paseo de circunvalación con árboles que debería reavivar las relaciones con ciudades donde imperasen «mejores factores». Pero, como sucede al drenar terrenos para erradicar la malaria, los problemas volvieron: los hijos de los anteriores camellos retomaron el negocio, y los drogadictos empezaron a usar los bancos, los arbustos y las escaleras de los bloques, y se pasaban las noches rondando por los portales. El plan original preveía guardias de seguridad en cada portería, pero el ayuntamiento tuvo que asumir recortes presupuestarios y las garitas con monitores proyectando imágenes de vestíbulos y pasillos fueron dotadas de personal de forma irregular. «Vuelvo en 15 minutos», podía leerse durante horas seguidas en carteles escritos a mano. A esta hora de la noche, inquilinos y visitas solían entrar sin más. El señor Levy debía de haber accedido al edificio, mirado los buzones, tomado el ascensor y llamado a su puerta. Ahí estaba, dentro de casa, junto a la cocina, diciendo quién era con un tono más alto y formal que el que había utilizado con Ahmad en la sesión de tutoría. Entonces le había parecido perezoso, con segundas intenciones, aquejado de dolor de huesos. La madre de Ahmad se ha ruborizado y su voz suena más aguda, atropellada. Está exaltada por esta visita de un delegado de la burocracia distante que planea sobre sus vidas solitarias.

El señor Levy percibe los nervios e intenta relajar la tensión.

– Disculpen que invada su intimidad -dice mirando a un lugar intermedio entre la madre, que está de pie, y el hijo, sentado y que no se levanta de la mesa marrón-. Pero cuando llamé al número de teléfono que figura en el expediente escolar de Ahmad, salió una grabación diciendo que habían dado de baja la línea.

– Tuvimos que hacerlo, después del 11-S -explica ella, aún sin mucho aliento-. Recibíamos llamadas insultantes, de odio. Contra los musulmanes. Cambié el número y pedí que lo quitaran del listín, aunque cueste un par de dólares más al mes. Vale la pena, se lo aseguro.

– No sabe cómo lo siento, señora Ahmw…, señora Mulloy -dice el tutor, y parece lamentarlo de veras, como trasluce su expresión más triste de lo habitual.

– No fueron más que un par de llamadas -interviene Ahmad-. No es para tanto. Casi todo el mundo se portó bien. Yo sólo tenía quince años cuando pasó. ¿Quién podía culparme de nada?

Su madre, con esa manera exasperante que tiene de hacer de cualquier nimiedad un problema, dice: