– Fueron más de un par, créame, señor Levine.
– Levy. -Aún quiere explicar por qué se ha presentado así-. Podría haber pedido a Ahmad que fuera a mi despacho del instituto, pero es con usted con quien me gustaría hablar, señora Mulloy.
– Teresa, por favor.
– Teresa. -Se acerca a la mesa y mira por encima del hombro de Ahmad-. Veo que ya se ha puesto. A estudiar para el permiso comercial, me refiero. Como ya sabrá, no lo pongo en duda, hasta que cumpla los veintiuno no conseguirá más que una categoría C. Ni camiones articulados ni materiales peligrosos.
– Sí, lo sé -responde Ahmad sin apartar la vista, intencionadamente, de la página que trataba de estudiar-. Pero resulta interesante. Quiero aprenderlo todo, ya que me pongo.
– Mejor para usted. Para un joven tan listo, debería ser bastante fácil.
A Ahmad no le da miedo discutir con el señor Levy.
– Es más complejo de lo que cree. Hay un montón de normas estrictas, aparte de todas las partes del camión y qué mantenimiento requieren. No puedes permitirte averías, sería peligroso.
– Muy bien, siga con ello, hijo. Pero no deje que esto interfiera en sus estudios, aún queda un mes de curso, y muchos exámenes. Quiere graduarse, ¿no?
– Sí, claro. -Tampoco quiere discutirlo todo, aunque en verdad le molesta la amenaza indirecta. Se mueren por que se gradúe, por librarse de él. Pero ¿y tras la graduación? Un sistema económico imperialista manipulado en favor de los cristianos ricos.
El señor Levy, al oír ese tono malhumorado, pregunta:
– ¿Le importa si hablo un minuto con su madre?
– No. ¿Debería? ¿Serviría de algo que me importara?
– ¿Quería verme a mí? -interviene la mujer para encubrir la falta de educación de su hijo.
– Será sólo un momento. Se lo vuelvo a decir, señora… seño… ¡bueno, Teresa! Siento molestarla, pero soy de esas personas que, cuando se les mete algo en la cabeza, no paran hasta tomar cartas en el asunto.
– ¿Quiere una taza de café, señor…?
– Jack. Mi madre me llamaba Jacob, pero la gente prefiere Jack. -La mira a la cara, con su rubor, sus pecas y sus ojos saltones, excesivamente solícitos. Parece ansiosa por quedar bien. El personal del instituto ya no recibe como antes el respeto de los padres, para algunos de ellos eres un enemigo más, como la policía, sólo que un tanto ridículo porque no llevas pistola. Pero esta mujer, pese a ser una generación más joven que él, es suficientemente mayor, intuye, para haber recibido educación religiosa y que las monjas le hayan inculcado respeto-. No, gracias -responde-. Duermo fatal.
– Le puedo preparar uno descafeinado -promete ella, demasiado entusiasta-. ¿Le gusta el instantáneo? -Sus ojos son de un verde claro, como el de las botellas de cristal en que venía antes la Coca-Cola.
– Me está tentando -se permite decir él-. Bueno, pero sólo si es rápido. ¿Adónde podemos ir, y así dejamos de molestar a Ahmad? ¿A la cocina?
– Está muy desordenada. Aún no he recogido los platos. Esperaba centrarme en mi cuadro mientras me quedasen energías. Vayamos a mi estudio, allí tengo un hornillo eléctrico.
– ¿Estudio?
– Yo lo llamo así. También es mi dormitorio. Haga como si no viera la cama. Me veo obligada al multiuso, para que a Ahmad no le falte privacidad en su habitación. Compartimos cuarto durante años, quizá demasiado tiempo. Estos apartamentos baratos, ya sabe, las paredes son como de papel.
Abre la puerta por la que había salido diez minutos antes.
– ¡Vaya! -dice Jack Levy al entrar-. Creo que Ahmad me dijo que pintaba, pero…
– Intento trabajar con formatos grandes, más luminosos. La vida es muy corta, me dije un día de repente, ¿por qué preocuparme tanto de los detalles? La perspectiva, las sombras, las uñas… la gente no se fija, y tus colegas, los otros pintores, te acusan de hacer mero figurativismo. Algunos de mis clientes habituales, como los de la tienda de regalos de Ridgewood, que venden mi material desde hace años, están un poco desconcertados por el nuevo rumbo que he tomado, pero yo les digo: «No puedo evitarlo, es la dirección que debo seguir». Si no creces, estás muerto, ¿no?
Rodeando la cama, hecha con descuido, la manta arrebujada, Levy contempla las paredes entornando los ojos, con respeto.
– ¿Y dice que los vende?
Se arrepiente de cómo lo ha expresado; ella salta a la defensiva.
– Algunos, no todos. Ni Rembrandt ni Picasso vendieron toda su obra de buenas a primeras.
– Oh, no, no quería decir… -masculla-. Son muy llamativos; es que no te lo esperas, al entrar.
– Estoy experimentando -dice ella más tranquila; todavía quiere hablar de pintura-, uso los colores tal como salen del tubo. De ese modo, el observador los mezcla en el ojo.
– Estupendo -comenta Jack Levy, deseando que concluya esta parte de la conversación. No está en su elemento.
Teresa ha puesto el hervidor con agua en el hornillo de espiral que hay sobre la cómoda, que está recubierta de óleo seco, salpicaduras o manchas mal borradas de color. A él, los cuadros le parecen bastante disparatados, pero le gusta la atmósfera que se respira ahí, el desorden y los fluorescentes que dan a la estancia un toque gélido y límpido. El olor a pintura, como la fragancia de las virutas de madera, le trae a la memoria una época pasada, cuando la gente hacía las cosas a mano, con la espalda encorvada en un taller.
– A lo mejor prefiere alguna infusión -dice ella-. Yo con la manzanilla duermo como un bebé. -Lo mira, examinándolo-. Salvo que me levanto al cabo de cuatro horas. -«Porque tengo que ir a hacer pis», le falta decir.
– Sí -contesta Jack-. Es un incordio.
El comentario, ella se ha dado cuenta, es como un punto final, se sonroja y va a comprobar el agua, que ya desprende un hilo de vapor por el pitorro del hervidor.
– He olvidado qué infusión quería. ¿Era manzanilla?
Él se resiste al lado new age de esta mujer. Si se descuida, lo próximo que ella hará será sacar sus cristales y los palitos del I Ching.
– Pensaba que habíamos quedado en café descafeinado de sobre, aunque siempre sabe a escaldado -dice él.
El rubor permanece bajo su tamiz de pecas.
– Entonces quizá prefiera no tomar nada.
– No, no, señorita… señora… -Renuncia a dirigirse a ella por su nombre-. Lo que sea, líquido y caliente, ya me está bien. Lo que usted prefiera. Está siendo muy amable. Yo no esperaba…
– Voy a buscar el café y de paso echo un vistazo a Ahmad. Odia estudiar si no me ve entrando y saliendo del salón, cree que si no lo veo no reconozco su esfuerzo, ¿entiende?
Teresa desaparece, y cuando vuelve trae en la mano -de uñas cortas y carne firme, una mano que hace cosas- un achatado tarro de cristal con polvos marrones; Jack ha apagado el hornillo para que el agua no hierva demasiado. Sus labores de madre le han llevado unos minutos; la ha oído bromear en el cuarto contiguo con voz ligera, penetrante, femenina, y también ha oído la de su hijo, sólo un poco más grave, quejándose y refunfuñando en los imprecisos términos de estudiante de instituto que él conoce demasiado bien: como si la simple existencia de los adultos fuera una prueba cruel e innecesaria a la que están sometidos. Jack intenta aprovechar la circunstancia:
– Dígame, ¿considera usted a su hijo como un típico chico de dieciocho años?
– ¿No lo es?
Tiene una vertiente maternal sensible. Sus ojos de color verde berilo lo miran desorbitados, entre pestañas incoloras que debe de pintarse con rímel de vez en cuando, pero no hoy ni ayer. En las raíces del cabello luce un tinte más suave que el rojo metálico del resto. La mueca de sus labios, el superior más relleno, un poco levantado, como cuando se presta mucha atención, le revela que ya ha agotado el caudal de simpatía del principio. Se ha puesto firme, luego impaciente; así lo ve él.