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– Tal vez -dice Levy-. Pero hay algo que lo está alejando de la normalidad. -Ahora va al grano-. Escuche, él no quiere ser camionero.

– ¿No? Él cree que sí, señor…

– Levy, Teresa. Terminado en «y». Como cuando dice «ayer le vi». Alguien está presionando a Ahmad, por la razón que sea. Él puede aspirar a algo más que a conducir camiones. Es un chaval listo, bien parecido, con ideas propias. A lo que voy, me gustaría que tuviera algunos catálogos de universidades de la zona en las que todavía pueden admitirlo. Para Princeton y la Universidad de Pennsylvania ya es tarde, pero en cambio podría entrar en el New Prospect Community College, supongo que sabe dónde está, pasados los saltos de agua, o en la Fairleigh Dickinson o el Bloomfield College, y podría ir y volver cada día si no le alcanza para el alojamiento y la manutención. La cosa sería empezar a estudiar en alguna parte y, en función de cómo le vaya, ver si puede ir a alguna universidad mejor. Hoy en día todos los centros, tal y como van sus políticas, quieren diversidad, y su chico, ya por la filiación religiosa que él mismo ha elegido, o ya, y discúlpeme por decir esto, por su origen mestizo, es una especie de minoría entre las minorías… se lo quedarían seguro.

– ¿Y qué estudiaría?

– Lo que todos: ciencia, arte, historia. Que si el origen de la humanidad, de la civilización. Cómo hemos llegado aquí. Esas cosas. Sociología, economía, incluso antropología… lo que más le motive. Que sea él quien decida. En la actualidad hay pocos estudiantes universitarios que al principio ya sepan qué quieren estudiar, y aun éstos luego cambian de opinión. Ése es el objetivo de la formación superior, dejar que cambies de opinión para que puedas enfrentarte al siglo veintiuno. Yo no puedo. Cuando estaba en la universidad, ¿quién sabía qué era la informática? ¿Quién había oído hablar del genoma y de cómo se puede reconstruir la evolución? Usted, usted es mucho más joven que yo, quizás usted pueda. Estos cuadros modernos que pinta… son el principio de algo.

– En realidad son muy conservadores -dice ella-. Nuestra vieja amiga la abstracción. -Ahora ya no abre los labios, los tiene apretados, el comentario sobre pintura ha sido estúpido.

Levy se apresura a terminar su discurso:

– En fin, Ahmad…

– Señor Levy. Jack.

Ahora es una persona distinta, sentada con sus dos descafeinados en un taburete de cocina de madera que nunca ha llegado a barnizar. Enciende un cigarrillo, apoya en el peldaño un pie enfundado en un zapato de lona azul y suela de crepé, y cruza las piernas. Los pantalones, unos vaqueros blancos ajustados, le dejan al descubierto los tobillos. Su piel blanca, de palidez irlandesa, está recorrida por venas azules; los tobillos son huesudos y flacos, sobre todo en comparación con el resto de su blando cuerpo. El peso de Beth ha tenido veinte años más que el de esta mujer para asentarse, desbordando los zapatos y borrando cualquier resto de forma anatómica de su culo. Pese a que Jack fumaba dos cajetillas de Old Gold, ya no está acostumbrado a que la gente fume, ni siquiera en la sala de profesores del instituto; el olor a tabaco le es muy familiar pero raya en lo escandaloso. Los gestos estilizados para encender, inhalar y expulsar violentamente el humo por sus fruncidos labios le dan a Terry -así firma los cuadros, en letras grandes y legibles, sin apellido- cierto atractivo.

– Jack, agradezco su interés por Ahmad y aún me hubiera parecido mejor si en el instituto se hubieran preocupado antes por mi hijo y no sólo a un mes de su graduación.

– Estamos desbordados -la interrumpe-. Dos mil alumnos, para la mitad de los cuales la denominación de disfuncionales aún sería benévola. Las ruedas que más chirrían son las que se llevan la atención. Su hijo nunca ha dado problemas, ése fue su error.

– Aun así, en esta etapa de su desarrollo él considera que lo que la universidad ofrece, esas materias que usted menciona, forma parte de la impía cultura occidental, y de ella sólo quiere saber lo imprescindible. Usted dice que nunca ha causado problemas, pero se trata de otra cosa: para él los alborotadores son los profesores, mundanos, cínicos y comprometidos tan sólo con la paga a final de mes, las jornadas reducidas y las vacaciones de verano. Él cree que dan un pobre ejemplo. ¿Conoce usted la expresión «estar muy por encima»?

Levy asiente con levedad, deja que esta mujer, ahora envalentonada, siga hablando. Todo lo que le diga sobre Ahmad podría ser de ayuda.

– Mi hijo está muy por encima -declara-. Cree en el Dios del islam, y en lo que le dice el Corán. Yo no, por supuesto, pero nunca he intentado cuestionar su fe. A alguien que no tiene mucha, que a los dieciséis se apartó del catolicismo, su fe le parece bastante bella.

La belleza, pues, es su punto de referencia: en la pared cuelgan algunos intentos de alcanzarla, toda esa pintura secándose, de olor dulzón; y dejar que su hijo pierda el tiempo secándose también con supersticiones grotescas, violentas. Levy pregunta:

– ¿Cómo ha terminado siendo tan… tan bueno? ¿Se propuso usted criarlo como musulmán?

– No, por Dios -dice ella, dando una calada profunda, haciéndose la dura, de modo que sus ojos alerta parecen consumirse igual que la punta del cigarrillo. Se ríe, consciente de lo que ha dicho-. ¿Qué le parece? Menudo lapsus, ¿qué diría Freud? «No, in nomine Domini.» El islam nunca me dijo nada, menos que nada, para ser precisos: lo valoraba negativamente. Y tampoco significaba mucho más para su padre. Omar nunca fue a la mezquita, que yo sepa, y si alguna vez sacaba el tema él se cerraba en banda y me miraba resentido, como si me metiera donde no me llamaban. «Una mujer debería servir al hombre y no intentar poseerlo», decía entonces, como repitiendo alguna cita sagrada. Se lo inventaba. Menudo gilipollas engreído y machista estaba hecho, de verdad. Pero yo era joven y estaba enamorada… el amor que sentía por él se debía, ya sabe, a que era exótico, del Tercer Mundo, una víctima, y casarme fue una manera de mostrar lo liberal y liberada que era y estaba yo.

– Sé de qué me habla. Soy judío, y mi esposa era luterana.

– ¿Era? ¿Se convirtió, como Elizabeth Taylor?

Jack Levy deja escapar una risotada y, sosteniendo todavía sus catálogos universitarios no deseados, concede:

– No debería haber dicho «era». No, no se convirtió, simplemente es que no va a la iglesia. En cambio, su hermana trabaja para el gobierno en Washington y es muy devota, como todos esos tipos que se han reencontrado a sí mismos al cabo del tiempo y que ahora mandan. Debe de ser que por aquí la única iglesia luterana es la de los lituanos, y Elizabeth no se ve muy lituana.

– Elizabeth es un nombre bonito. Da mucho juego. Liz, Lizzie, Beth, Betsy. Con Teresa, todo lo que se puede hacer es Terry, que suena más bien a chico.

– O a pintor.

– Se ha fijado. Ya ve, firmo así porque las artistas siempre han parecido menores que los artistas, sin reparar en si su arte era grande o no. De este modo, tienen que adivinarlo.

– Terry también da juego. Terrina. Terrible. Aterrizar. Y están los Terrytoons.

– ¿Qué son? -pregunta sorprendida. Por mucho que quiera parecer relajada, es una mujer inestable, que se casó con alguien a quien su padre y hermanos irlandeses no habrían dudado en llamar «un morenito»; no es una madre que dé consejos firmes a su hijo sino una que deja que sea él quien se responsabilice.

– Ah, hace mucho de eso: unos dibujos animados que daban en el cine. Es usted demasiado joven para acordarse. Es lo que tiene hacerse viejo, que te acuerdas de cosas que nadie más sabe.

– No es usted viejo -replica automáticamente; su cabeza realiza un cambio de vía-. A lo mejor los he visto en televisión, cuando la veía con Ahmad de pequeño. -Su mente vuelve a cambiar de vía-. Omar Ashmawy era guapo. Me recordaba a Omar Sharif. ¿Lo vio en Doctor Zhivago?

– Sólo lo vi en Funny Girl. Y fui por la Streisand.