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– Claro. -Sonríe, su corto labio superior deja ver sus imperfectos dientes irlandeses, los colmillos salidos. Ella y Jack han llegado al punto en que cualquier cosa que se digan será grata, están acercando posturas. Sentada con las piernas cruzadas en el alto taburete sin pintar, se despereza estirando el cuello y arqueando lentamente la espalda, como si se librara de un agarrotamiento por haber pasado un buen rato de pie frente al caballete. ¿Cómo de serio es su trabajo con los cuadros? Jack conjetura que, si se lo propusiera, podría despachar tres al día. -Guapo, ¿eh? Y su hijo…

– Y es un buenísimo jugador de bridge -dice ella, que no quiere cambiar de tema.

– ¿Quién? ¿El señor Ashmawy? -apunta Levy, aunque por supuesto sabe a quién se refiere.

– No, hombre no, el otro. Sharif.

– Su hijo, intenté preguntárselo, ¿tiene una foto de su padre en la habitación?

– Qué pregunta más rara, señor…

– Vamos… Levy. Como en «ayer le vi». Como en «levita», ya sabe, esas chaquetas antiguas. Asócielo a una idea, es lo que hago yo con los nombres. Puede hacerlo, Terrytoons.

– Lo que iba a decirle, señor «ayer le vi», es que creo que puede adivinar los pensamientos. Este mismo año Ahmad sacó las fotografías de su padre que tenía en el cuarto y las guardó en cajones, boca abajo. Declaró que era blasfemo duplicar la imagen de una persona creada por Dios, que era una especie de falsificación, eso es lo que me dijo. Una imitación, como los bolsos de Prada que venden los nigerianos en la calle. Algo me dice que ese profesor terrible de la mezquita se lo sugirió.

– Hablando de terrible -suelta Levy. Hace cuarenta años se tenía por un tipo ingenioso, siempre con el gatillo a punto para un juego de palabras. Incluso había fantaseado con formar parte del equipo de guionistas de alguno de los humoristas judíos de televisión. En la universidad era el listillo del grupo, un tipo parlanchín-. ¿Cómo de terrible? -inquiere-. ¿Por qué terrible?

Ella indica con manos y ojos la otra habitación, donde Ahmad podría escucharlos mientras finge que estudia, y baja la voz, de modo que Jack tiene que acercarse un paso.

– A menudo Ahmad vuelve alterado de las lecciones. Me parece que ese hombre, lo conozco, pero muy por encima, no muestra la convicción que Ahmad desearía. Sé que mi hijo tiene dieciocho años y no debería ser tan ingenuo, pero aún espera de los adultos que sean totalmente sinceros y estén seguros de todo. Incluso de lo sobrenatural.

A Levy le gusta cómo dice «mi hijo». En esa casa se respira un ambiente más hogareño de lo que le había hecho suponer su entrevista con Ahmad. Puede que Teresa sea una de esas mujeres solteras de rompe y rasga, pero no una malcriadora.

– Le he preguntado por la foto de su padre -reconoce en voz baja, con confianza- porque me preguntaba si su… si su fe tendría que ver con el clásico exceso de estima. Ya sabe. No, no me refiero a que haya hecho usted algo mal. Se ve mucho en -¿por qué volvía a meterse en esos berenjenales?-… en las familias negras, los muchachos idealizan al padre ausente y centran toda su rabia en la pobre mamá, que se deja la piel luchando por darles un techo.

Pero Teresa Mulloy sí se ofende; se envara tanto en el taburete que hasta él nota el duro círculo de madera clavándose en sus nalgas tensas.

– ¿Así nos ve a las mamás solteras, señor Levy? ¿Tan extremadamente subestimadas y pisoteadas?

«Mamás solteras», piensa él. Vaya expresión cursi, sentimentaloide, casi militante. Qué fastidio es hablar con la gente hoy en día; todos los grupos, salvo los varones blancos, están a la que salta.

– No, para nada. -Da marcha atrás-. Para mí las mamás solteras son terriblemente fantásticas, Terry. Son quienes mantienen unida a nuestra sociedad.

– Ahmad -dice ella, tranquilizándose un poco casi de inmediato, como corresponde a una mujer sensible- no se hace la menor ilusión respecto a su padre. Siempre le he dejado muy claro que era un perdedor. Un perdedor oportunista, un tipo que no tenía idea de nada, que en quince años no nos ha enviado ni una postal, excepto una vez que mandó un jodido cheque.

A Jack le gusta el «jodido»: ella ya se ha tranquilizado del todo. En lugar de una bata de pintor lleva una camisa de trabajo de hombre, azul, por fuera de los vaqueros, sus pechos se marcan a la altura de los bolsillos.

– Fuimos un desastre -confiesa, todavía en voz baja para que Ahmad no la oiga. Como si se desperezara en el espacio que deja libre esta revelación, arquea la espalda felinamente, encaramada en el taburete alto y sin barnizar, marcando el pecho un poco más-. Estábamos muy locos, los dos, mira que pensar que teníamos que casarnos. Ambos creíamos que el otro sabía las respuestas, cuando ni siquiera hablábamos el mismo idioma, literalmente. Aunque tampoco hablaba mal el inglés, hay que ser justos. Lo había aprendido en Alejandría. Ésa es otra de las cosas que me enamoró, su leve acento, casi ceceaba, a lo británico. Sonaba muy refinado. Y era muy aseado, siempre estaba lustrando los zapatos, peinándose. Cabellos negro azabache, tupidos, como no se ven en los americanos, un poco rizado detrás de las orejas y en la nuca. Y por supuesto su piel, tan lisa y uniforme, más oscura que la de Ahmad pero totalmente mate, como la ropa mojada, olivácea con un toque ahumado, pero no dejaba rastro en las manos…

«Dios mío», piensa Levy, «se está dejando llevar, va a describirme su morada polla tercermundista.»

A ella no se le escapa el rechazo, se contiene y dice:

– Yo no me preocuparía por un exceso de estima por parte de Ahmad. Desprecia a su padre, como toca.

– Dígame, Terry. Si su padre estuviera presente, ¿cree que Ahmad se propondría encontrar trabajo de camionero tras la graduación, con los resultados que ha obtenido en las pruebas preuniversitarias?

– No sé. Omar no habría llegado ni a eso. Se habría dedicado a soñar despierto hasta salirse algún día de la carretera. Era un desastre como conductor; incluso entonces, siendo la joven y sumisa esposa que él suponía, era yo quien se ponía al volante si íbamos juntos. Le decía: «Yo también debo cuidar de mi vida». Y le preguntaba: «¿Cómo pretendes ser un americano si no sabes conducir un coche?».

¿Cómo se había convertido Omar en el tema de conversación? ¿Acaso es Jack Levy la única persona en el mundo que se preocupa por el futuro del chico?

– Tiene que ayudarme -le propone a la madre muy seriamente- a darle a Ahmad un futuro más acorde con su potencial.

– Oh, Jack -dice ella; con un ademán despreocupado agita el cigarrillo y se balancea ligeramente en el taburete, una sibila en su trípode, lanzando una proclama-. ¿No cree que la gente termina por encontrar su potencial, del mismo modo que el agua acaba nivelándose? Nunca he creído que las personas fueran vasijas de barro, moldeables. El molde está dentro, desde el principio. He tratado a Ahmad de igual a igual desde que tenía once años, cuando empezó a ser tan religioso. Lo animé. Durante el invierno iba a la mezquita a recogerlo, después de clase. También debo decir que ese imán casi nunca salía a saludar. Incluso me atrevería a afirmar que le repugnaba estrecharme la mano. Jamás mostró el mínimo interés en convertirme a mí. Si Ahmad hubiera hecho todo lo contrario, si le hubiera venido en gana rebelarse contra todo ese latazo de Dios, como hice yo, también habría dejado que pasara. Para mí la religión es simplemente una manera de posicionarse. Es decir sí a la vida. Tienes que confiar en que hay un motivo, si no te hundirás. Cuando pinto, estoy obligada a creer que la belleza surgirá. Con la pintura abstracta no tienes un bonito paisaje o un cuenco de naranjas en el que apoyarte; tiene que salir puramente de ti. Debes cerrar los ojos, por así decirlo, y dar el salto. Tienes que decir sí. -Una vez satisfecha con su proclama, se inclina estirándose hacia el banco de trabajo y aplasta el cigarrillo en una tapa de tarro con cenizas. La camisa se le ciñe a causa del esfuerzo, abre mucho los ojos. Vuelve esos mismos ojos, de un pálido verde cristal, hacia el invitado y añade, por si acaso-: Si Ahmad cree tanto en Dios, dejemos que Dios cuide de él. -Suaviza la aparente crueldad y frivolidad de esta frase adoptando un tono de súplica-: La vida no es algo que uno pueda controlar. No controlamos la respiración, ni la digestión, ni el latir del corazón. La vida es algo que se vive. Dejemos que discurra.