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Todo se ha enrarecido. Ella ha percibido sus preocupaciones, la desolación de las cuatro de la mañana, y lo está atendiendo, lo masajea con la voz. A él le gusta, hasta cierto punto, cuando las mujeres empiezan a desnudar sus mentes frente a él. Pero ya lleva demasiado tiempo allí. Beth estará preocupada; le dijo que tenía que pasar por el Central High a por algunos materiales universitarios. No era mentira, ahora ya los ha distribuido.

– Gracias por el descafeinado -dice-. Tengo un poco de sueño.

– Yo también. Y a las seis tengo que estar en el trabajo.

– ¿A las seis?

– El primer turno en el Saint Francis. Soy auxiliar de enfermería. De hecho, no quise ser enfermera: demasiada química y también demasiado ajetreo administrativo; acaban siendo tan pretenciosas como los médicos. Las auxiliares hacen lo que antes solían hacer las enfermeras. Me gusta la parte práctica: tratar con las personas precisamente ahí, al nivel de sus necesidades. Poner cuñas. ¿No creerá que me gano la vida con esto? -y señala, con esas manos que hacen cosas, de uñas cortas, las paredes estridentes.

– No -reconoce.

Ella sigue como si nada.

– Es un pasatiempo, un capricho que me permito. Es mi dicha, como decía aquel hombre en televisión hace unos años. Algunos los vendo, sí, pero no me importa mucho. Pintar es mi pasión. ¿Usted no tiene una pasión, Jack?

Él se echa atrás; su interlocutora está empezando a parecer poseída, una sacerdotisa en un trípode con serpientes en el pelo.

– La verdad es que no. -Cuando se levanta por la mañana tiene que apartar la manta como si fuera de plomo, arremeter sin miramientos contra el día que le espera: decir adiós a chicos que caerán al cenagal del mundo-. ¿Nunca ha pensado -no puede evitar añadir-, trabajando de enfermera, en alentar a Ahmad para que sea médico? Tiene solemnidad, presencia. Si estuviera enfermo, yo pondría mi vida en sus manos.

Teresa entorna los ojos, se vuelven sutiles y -es una palabra que solía usar la madre de Levy, sobre todo para referirse a otras mujeres- ordinarios.

– Es una carrera larga y cara, Jack. Y los médicos que conozco no hacen más que quejarse del papeleo y del asedio de las compañías de seguros. Antes era una profesión respetada en la que se podía ganar mucho dinero. Pero la medicina ya no es lo que era. De un modo u otro terminará siendo algo tan vulgar que los doctores tendrán sueldos de maestros de escuela.

Él se ríe con la pulla, tiene golpes rápidos.

– Claro, eso no sería bueno -reconoce.

– Que espere a ver cuál es su pasión -aconseja ella al asesor-. Por el momento son los camiones, ponerse en marcha. Me dice: «Mamá, necesito ver mundo».

– Tal y como creo que funciona el permiso de conducción comercial, hasta que cumpla los veintiuno lo único que verá es New Jersey.

– Por alguna parte se empieza -dice ella, y ágilmente se baja del taburete. Tiene desabrochados los dos botones de arriba de su camisa de hombre manchada de pintura, de modo que él ve cómo sube y baja la parte superior de sus pechos. Esta mujer tiene muchos síes.

Pero la entrevista ha terminado; son las ocho y media. Levy carga con los tres catálogos universitarios no deseados hasta la habitación donde el chico sigue estudiando y se detiene frente a la mesa oscura y redonda, vieja y sólida; debe de ser alguna herencia, le recuerda a los muebles tristes que sus padres y abuelos tenían en la casa donde creció, en Totowa Road. Desde detrás, el cuello de Ahmad parece vulnerable y fino, y en las puntas de sus orejas pulcras, con muchos repliegues, se ven algunas pecas robadas a su madre. Con cautela, Levy deja los catálogos en el borde de la mesa y casi con confianza toca el hombro del muchacho, a través de la camisa blanca, para reclamar su atención.

– Ahmad, échales un vistazo cuando tengas un momento y mira si hay algo que despierte tu interés como para que tengamos otra charla. Aún no es tarde para que cambies de opinión, todavía puedes pedir plaza.

El chico nota el contacto y replica:

– Aquí hay algo interesante, señor Levy.

– ¿Qué? -Tras conocer a su madre, se siente más cerca de Ahmad, más cómodo.

– Es una de las típicas preguntas que me harán.

Levy lee por encima de su hombro:

«55. Usted conduce un camión cisterna y las ruedas delanteras empiezan a derrapar. ¿Cuál de las opciones siguientes es más probable que ocurra?

»a. Girará usted el volante en sentido contrario lo necesario para mantener el control.

»b. El oleaje de la carga enderezará el remolque.

»c. El oleaje de la carga enderezará el camión tractor.

»d. Usted continuará en línea recta y seguirá adelante independientemente de cómo haga girar el volante».

– Parece una situación preocupante -admite Levy. -¿Cuál cree usted que es la respuesta?

Ahmad ha notado cómo el hombre se acercaba, y luego el contacto osado, ponzoñoso, en el hombro. Ahora también percibe, demasiado cerca de su cabeza, el estómago del tipo, cuyo calor se desprende acompañado de un olor, de varios olores: un extracto compuesto de sudor y alcohol, judaísmo e impiedad, un perfume impuro agitado con la consulta a su madre, esa madre de la que se avergüenza y a la que trata de esconder, de guardar sólo para sí. Las dos voces adultas se han entrelazado de manera coqueta, repugnante, dos animales infieles y envejecidos simpatizando en el cuarto contiguo. El señor Levy, tras bañarse en la cháchara de ella, en su deseo insaciable de agobiar al mundo con la visión sentimental que tiene de sí misma, se siente ahora autorizado a desempeñar con su hijo un papel paternal, amistoso. La lástima y el atrevimiento han espoleado esta cercanía indecorosa, olorosa. Pero el Corán exige que sus fieles sean corteses; y este judío, pese a haberse autoinvitado, es un huésped en la tienda de Ahmad.

Perezosamente, el intruso contesta:

– No sé, amigo. El oleaje de cargas líquidas no es algo con lo que trate a menudo. Déjame que elija la «a», el volantazo en sentido contrario.

En una voz baja que esconde el tímido oleaje de su satisfacción por el triunfo, Ahmad dice:

– No, la respuesta es «d». Lo he buscado en la clave de soluciones que viene con los folletos.

La barriga junto a su oreja deja oír un rumor de inquietud, y la invisible cara de encima musita:

– Vaya. No hay que preocuparse por maniobrar. Algo así es lo que me ha dicho tu madre. Relajarse. Perseguir la dicha.

– Al cabo de un rato -explica Ahmad- el camión perderá velocidad por sí solo.

– La voluntad de Alá -dice el señor Levy, intentando ser gracioso, o amable: intentando meterse en el interior de Ahmad, que está cerrado, repleto de Aquel que todo lo abarca.

La relación espacial del Central High y sus antiguos y amplios terrenos con las zonas de propiedad privada de la ciudad se ha ido complicando con los años, lejos ya los tiempos en que las instalaciones deportivas de la parte posterior del instituto se prolongaban, sin vallas, hasta una calle de casas victorianas lo bastante variadas y espaciadas como para ser residenciales. Esta zona, al noroeste del espectacular ayuntamiento, era un dominio de la clase media que se ganaba la vida con las fábricas de tejidos a lo largo del río, a poca distancia de los alojamientos de la clase trabajadora en la por entonces bulliciosa parte baja del centro. Pero las casas casi residenciales se convirtieron, al decir de Jack Levy, en viviendas. Contratistas que querían recortar costes las dividieron en apartamentos, parcelaron sus amplios jardines o las echaron abajo para dejar paso a manzanas compactas de hileras de casas de alquiler bajo. Los terrenos herbosos propiedad del instituto se vieron afectados por la presión demográfica y los zarpazos del vandalismo, e incluso el campo de fútbol americano -que en primavera hacía las veces de pista de atletismo- y los campos de béisbol -cuya parte exterior se convertía, durante la temporada de fútbol, en el terreno de juego de los equipos universitarios de penúltimo año- fueron trasladados, en lo que pareció a varios gobiernos municipales una reubicación sagaz y lucrativa, a unas parcelas a sólo quince minutos en autobús, adquiridas a la Whelan amp; Sons, una vieja granja de productos lácteos cuya leche había aportado calcio a los huesos de generaciones de jóvenes de New Prospect. Los espacios abiertos del interior de la ciudad se transformaron en barrios bajos superpoblados.