Beth está más en contacto con las cosas, tiene mejor disposición para adaptarse y cambiar. Accedió a casarse en el ayuntamiento pese a reconocerle a Jack, ruborizada, que a sus padres se les partiría el corazón si la boda no se celebraba en su iglesia. En ningún momento habló de qué pasaría con su propio corazón, y Jack respondió: «Hagámoslo fácil, sin complicaciones». A él la religión no le decía nada, y en cuanto se fundieron en una entidad familiar también para ella dejó paulatinamente de significar mucho. Ahora él se pregunta si la ha privado de algo, aunque sea un algo grotesco, y si su parloteo sin fin y su tendencia a comer en exceso no serían una compensación. No debía de ser fácil estar casada con un judío obstinado.
Al salir del baño con el cuerpo envuelto en varios metros cuadrados de toalla, lo encuentra de pie, en silencio e inmóvil, frente a la ventana del vestíbulo del piso de arriba y grita, asustada:
– ¡Jack! ¿Ocurre algo?
Cierto sadismo provocado por el exceso de celo para con su mujer se encarga de encubrir su melancolía, sólo deja ver la mitad. Quiere que Beth note que está así por su culpa, aunque la razón le diga que no es ella la causa.
– Nada nuevo -dice-. Me he vuelto a despertar demasiado pronto. Y ya no he podido dormirme.
– Es un síntoma de depresión, el otro día lo decían en la tele. Oprah entrevistó a una mujer que había escrito un libro sobre eso. Quizá deberías ver a un… no sé, la palabra «psiquiatra» asusta a los que no son ricos, decía la mujer…, deberías ver a algún especialista si tan mal te sientes.
– A un especialista en Weltschmerz. -Jack se vuelve y sonríe a su esposa.
Pese a que Beth también ha pasado de los sesenta -sesenta y uno de ella por los sesenta y tres de él-, no tiene arrugas en la cara. Lo que en una mujer enjuta serían profundos surcos, en su rostro redondo no son más que líneas apenas marcadas; la grasa las suaviza dándoles una delicadeza juvenil, manteniendo su piel tersa.
– No, gracias, cariño -añade él-. Me paso el día dando consejos, pero mi organismo los rechazaría, no podría absorberlos. Demasiados anticuerpos.
Con los años ha descubierto que si elude un tema, ella preferirá saltar rápidamente a otro antes que perder por completo su atención.
– Ya que hablamos de anticuerpos, Herm me dijo ayer cuando hablamos por teléfono… Esto es estrictamente confidencial, Jack, ni siquiera yo debería saberlo, prométeme que no se lo dirás a nadie.
– Prometido.
– Me cuenta estas cosas porque tiene que desahogarse con alguien, y me tiene a mí que estoy alejada de sus círculos. Al parecer su jefe está a punto de subir el nivel de alerta terrorista en esta zona de amarillo a naranja. Pensé que lo dirían en la radio, pero se ve que no. ¿De qué crees que se trata?
El jefe de Hermione es el secretario de Seguridad Nacional en Washington, un cristiano renacido secuaz de la derecha con un apellido alemán, algo así como Haffenreffer.
– Simplemente les interesa que pensemos que hacen algo con el dinero de nuestros impuestos. Quieren que creamos que controlan la situación. Pero no saben.
– ¿Es eso lo que te preocupa cuando estás absorto?
– No, cariño. Para serte sincero, es lo último en lo que pensaría. Que vengan, a ver si es verdad. Estaba pensando, al mirar por la ventana, que una buena bomba bastaría para todo el barrio.
– Oh, Jack, no deberías bromear sobre eso. Aquellos pobres hombres de los pisos altos de las torres, llamando a sus esposas por el móvil para decirles que las querían…
– Lo sé, lo sé. Ni siquiera debería permitirme las bromas.
– Markie dice que tendríamos que mudarnos a algún sitio cerca de él, en Albuquerque.
– Lo dice, cariño, pero no en serio. Que nos vayamos a vivir cerca de él es lo último que desea. -Temiendo que esta verdad pueda herir a la madre del chico, bromea de nuevo-: Y no sé por qué. Nunca le pegamos ni lo encerramos en un armario.
– Ellos jamás pondrían una bomba en el desierto -prosigue Beth, como si para ir a Albuquerque sólo quedaran unos cuantos flecos por solucionar.
– Exacto: a «ellos», como siempre dices, «les encanta» el desierto.
A ella le ofende el sarcasmo y lo deja en paz, él se queda mirando con una mezcla de alivio y remordimiento. Beth sacude la cabeza con altivez trasnochada y dice:
– Debe de ser fantástico estar tan tranquilo con lo que a todos los demás nos preocupa.
Vuelve al dormitorio a hacer la cama y, ya puestos a estirar tejidos, a vestirse para ir a la biblioteca.
«¿Qué habré hecho», se pregunta él, «para merecer esta fidelidad, esta confianza conyugal?» Lo ha decepcionado un poco que ella no haya contestado a la grosería de que su hijo, un oftalmólogo acomodado con tres niños tostaditos por el sol y tocados con las gafas de rigor, y su esposa de Short Hills, una rubia de pote, judía pura, superficialmente amable pero en lo básico distante, no los quieran cerca. Él y Beth tienen sus mitos compartidos; uno es que Mark los quiere como ellos lo quieren a éclass="underline" inevitable al ser su único retoño. En realidad, a Jack Levy no le importaría lo más mínimo irse de ahí. Tras toda una vida en un burgo que tiempo atrás fue industrial y ahora no puede consigo mismo, casi convertido en una jungla tercermundista, no le vendría mal mudarse al sur. Tampoco a Beth. El invierno anterior fue crudo en la región del Atlántico Medio, todavía se ven, en la sombra perpetua que hay entre algunas de las casas del vecindario casi pegadas, montoncitos de nieve ennegrecida por la suciedad.
El despacho de su tutor es uno de los más pequeños del Central High, está en lo que en su día fue un enorme almacén cuyas estanterías metálicas grises han sobrevivido hasta hoy, aguantando el peso de un caos de catálogos universitarios, listines telefónicos, manuales de psicología y números viejos apilados de un sencillo semanario, del mismo formato que el Nation, el Metro Job Market, especializado en estudios sobre la oferta de trabajo de la zona y sus centros de formación técnica. Cuando construyeron el espléndido edificio ochenta años atrás, no vieron la necesidad de dedicar un espacio específico para las tutorías, de esa tarea se encargaban en todas partes: los abnegados padres en lo más íntimo y una cultura popular moralista en lo más superficial, con montones de consejos añadidos en medio. Los niños recibían más tutela de la que eran capaces de digerir. Ahora, casi de modo sistemático, Jack Levy entrevista a chicos que parecen no tener padres de carne y hueso; las instrucciones que reciben del mundo provienen exclusivamente de fantasmas electrónicos que emiten sus señales a través de salas abarrotadas o rapeando en auriculares de espuma negra o codificados en la compleja programación de muñequitos que se mueven a espasmos entre las explosiones que generan los algoritmos de un videojuego. Los estudiantes desfilan ante su tutor como una sucesión de cedés cuya superficie reluciente, a falta de un equipo en el que reproducirlos, no aporta ninguna pista sobre su contenido.
Este estudiante de último curso, la quinta cita de treinta minutos de una larga y agotadora mañana, es un muchacho alto, de tez parda, que lleva unos vaqueros negros y una camisa blanca extraordinariamente limpia. La blancura de la camisa agrede los ojos de Jack Levy, que está un poco sensible por haberse levantado muy temprano. La carpeta que contiene el expediente escolar del chico va marcada con la etiqueta «Mulloy (Ashmawy), Ahmad».