John Updike
Terrorista
Traducción de Jaume Bonfìll
Título originaclass="underline" Terrorist
«Así que ahora, Señor, te ruego que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida.»
Pero el Señor le respondió: «¿Haces bien en enojarte tanto?».
Jonás 4, 3-4
La incredulidad resiste más que la fe, porque se sustenta de los sentidos.
Gabriel García Márquez,
Del amor y otros demonios
1
«Demonios», piensa Ahmad. «Estos demonios quieren llevarse a mi Dios.» En el Central High School, las chicas se pasan el día contoneándose, hablando con desdén, exhibiendo tiernos cuerpos y tentadoras melenas. Sus vientres desnudos, adornados con flamantes pendientes en el ombligo y tatuajes fatuos que se pierden muy abajo, preguntan: «¿Acaso queda algo más por ver?». Los chicos se pavonean, se arriman a ellas, gastan miradas crueles; con chulescos gestos de crispación y un desaire apático al reír indican que el mundo no es más que esto: un vestíbulo ruidoso y esmaltado, con taquillas metálicas a cada lado, que termina en una pared lisa, profanada por graffiti y repintada con rodillo tantas veces que parece avanzar milímetro a milímetro.
Es un espectáculo ver a los profesores, cristianos débiles y judíos que no cumplen los preceptos de su religión, enseñando la virtud y la templanza moral, pero sus miradas furtivas y voces huecas delatan su falta de convicción. Les pagan para que digan esas cosas, les pagan la ciudad de New Prospect y el estado de New Jersey. Pero carecen de fe verdadera; no están en el Recto Camino, son impuros. Al terminar las clases, Ahmad y los otros dos mil alumnos los ven subirse a los coches en el aparcamiento salpicado de basura y restos crepitantes y escapar a toda prisa como cangrejos pálidos u oscuros de vuelta a sus caparazones; y no son más que hombres y mujeres corrientes, llenos de lujuria y temor, encaprichados de cosas que pueden comprarse. Infieles, creen que la seguridad está en la acumulación de objetos mundanos, en las distracciones corruptoras del televisor. Son esclavos de las imágenes, representaciones falsas de felicidad y opulencia. Pero incluso las imágenes verdaderas son imitaciones pecaminosas de Dios, el único que puede crear. El alivio por escapar indemnes de sus alumnos un día más les hace charlar y despedirse en voz demasiado alta, con el entusiasmo incontenible de los ebrios, en los vestíbulos y el aparcamiento. Fuera de la escuela, se van de juerga. Algunos tienen los párpados rosados, el mal aliento y los cuerpos abotargados de los que beben en exceso. Otros se divorcian, otros viven en concubinato. Su vida fuera de la escuela es desordenada, disipada y consentida. El gobierno del estado en Trenton, y ese otro gobierno satánico de más al sur, el de Washington, les pagan para inculcar la virtud y los valores democráticos, pero los valores en que creen de verdad son impíos: biología, química y física. Sus voces afectadas resuenan en las aulas, apoyándose en las certezas y fórmulas de esas ciencias. Dicen que todo proviene de átomos inclementes y ciegos, responsables de la fría pesadez del hierro, de la transparencia del cristal, de la quietud de la arcilla, de la agitación de la carne. Los electrones corren por los hilos de cobre, por los puertos de computadoras y hasta por el aire mismo cuando con la interacción de unas gotas de agua saltan en un relámpago. Sólo lo que podemos medir y deducir de tales mediciones es cierto. El resto no es más que el sueño pasajero que llamamos identidad.
Ahmad tiene dieciocho años. A principios de abril, el verdor vuelve a asomar, semilla a semilla, por las vulgares grietas de la ciudad gris. Ahmad mira hacia abajo desde su nueva altura y piensa que para los insectos ocultos en la hierba él sería, si tuvieran una conciencia como la suya, Dios. Durante el último año ha crecido ocho centímetros, hasta el metro ochenta y tres, fruto de fuerzas materiales, aún más ocultas, ejercidas sobre él. Ya no crecerá más, piensa, ni en esta vida ni en la otra.
«Si es que la hay», murmura un demonio interior. ¿Qué pruebas tenemos, más allá de las palabras del Profeta, ardientes e inspiradas por la divinidad, de que haya otra por venir? ¿Dónde estaría? ¿Quién avivaría sin descanso el fuego de las calderas del Infierno? ¿Qué fuente infinita de energía sería capaz de mantener el Edén con toda su abundancia, de alimentar a las huríes de negros ojos, de madurar sus frutas colgantes, de renovar los arroyos y las fuentes en que Dios, como está escrito en la novena sura del Corán, disfruta de una satisfacción eterna? ¿Dónde entra aquí la segunda ley de la termodinámica?
Las muertes de insectos y gusanos, cuyos cuerpos son absorbidos con prontitud por la tierra, las hierbas y el alquitrán de las carreteras, se empeñan diabólicamente en decirle a Ahmad que su propia muerte será igual de ínfima y final. De camino al instituto ha percibido un signo, una espiral de luminoso icor en la calzada, baba angelical del cuerpo de alguna criatura inferior, un gusano o un caracol del que sólo queda ese rastro. ¿Adónde se dirigía, girando inútilmente hacia el interior de una espiral? Si quería alejarse del pavimento ardiente que, con la caída a plomo del sol, lo abrasaba, no lo consiguió con ese movimiento en círculos mortales. Pero no había ningún cadáver en el centro de la espiral.
¿Adónde voló el cuerpo? Quizá lo tomó Dios y lo llevó directo al Paraíso. El maestro de Ahmad, el sheij Rachid, el imán de la mezquita del primer piso del 2781½ de West Main Street, le dice que según la sagrada tradición de los hadices tales cosas pueden suceder: el Mensajero, a lomos del alado caballo blanco Buraq, se llegó por los siete cielos, con la guía del ángel Gabriel, a cierto lugar donde rezó con Jesús, Moisés y Abraham antes de volver a la Tierra y convertirse en el último profeta, el principal. Prueba de sus aventuras de aquel día es la huella clara y nítida que Buraq dejó con el casco en la Roca que hay bajo la Cúpula sagrada en el centro de Al-Quds, que llaman Jerusalén los infieles y los sionistas, cuyos tormentos en los hornos del Yabannam se describen en la séptima, la undécima y la quincuagésima sura del Libro de Libros.
El sheij Rachid recita, pronunciando con belleza, la sura ciento cuatro, que versa sobre la hutama, el Fuego Triturador:
Y ¿cómo sabrás qué es la hutama?
Es el fuego de Dios, encendido,
que llega hasta las entrañas.
Se cerrará sobre ellos como una bóveda
en largas columnas.
Cuando Ahmad pretende extraer de las imágenes descritas en el árabe del Corán -las largas columnas, fi'amadin mumad-dada; la bóveda de fuego embravecido sobre las entrañas de los pecadores, apiñados y aterrorizados, intentando ver en la altísima niebla incandescente, naru 'l-lāhi 'l-mīqada- algún rastro de apaciguamiento en el Misericordioso, algún reposo en la hutama, el imán baja los ojos, de un insospechado gris pálido, tan lechosos y esquivos como los de una kafir, una infiel, y dice que esas descripciones visionarias del Profeta son metafóricas. En realidad tratan del desgarro abrasador que implica distanciarse de Dios y del dolor lacerante que conlleva arrepentimos de los pecados cometidos contra Sus disposiciones. Pero a Ahmad no le gusta la voz del sheij Rachid cuando cuenta esas cosas. Le recuerda a las voces poco convincentes de sus profesores del Central High. Percibe el susurro de las palabras de Satán en ella, una voz que niega dentro de otra que afirma. El Profeta hablaba sin duda de llamas físicas cuando predicaba el fuego implacable; Mahoma no podía revelar muy a menudo la existencia de un fuego eterno.
El sheij Rachid no es mucho mayor que Ahmad -quizá diez años, tal vez veinte-. Tiene pocas arrugas en su tez blanca. Es de movimientos cohibidos pero precisos. En los años que le lleva, el mundo lo ha debilitado. Cuando los murmullos de los demonios que lo carcomen tiñen la voz del imán, en Ahmad surge el deseo de alzarse y aplastarlo, del mismo modo que Dios abrasó a aquel pobre gusano en el centro de la espiral. La fe del estudiante supera la del maestro; al sheij Rachid le asusta cabalgar el blanco corcel alado del islam, teme su desbocamiento irresistible. Procura ablandar las palabras del Profeta, amoldarlas a la razón humana, pero éstas no se pronunciaron para mezclarse: hienden nuestra blandura humana como una espada. Alá es sublime, más allá de todo detalle. No hay Dios sino Él, el Vivo, el que se basta a sí mismo; Él es la luz junto a la que el sol parece oscuro. Él no se amolda a nuestra razón sino que la obliga a postrarse, a que toque el polvo con la frente y que ésta, como Caín, lleve el estigma de ese polvo. Mahoma era mortal pero visitó el Paraíso y cohabitó con aquellas realidades. Nuestros actos y nuestros pensamientos se inscribieron en la conciencia del Profeta en letras de oro, como las candentes palabras de electrones que un ordenador recrea con píxeles cuando tecleamos.