La ciudad fue bautizada con el nombre de New Prospect dos siglos atrás, por la espléndida vista desde lo alto de la cascada y también por el magnífico futuro que se le auguraba. El río que discurría por ella, con sus saltos pintorescos y sus rápidos agitados, había de atraer a la industria, o eso pensaban cuando el país era joven, y, en efecto, así fue tras varias quiebras y comienzos en falso: fábricas de tejidos, talleres de tintado de seda, curtidurías, fábricas de locomotoras, de automóviles, y de cables que debían sostener los grandes puentes que se tendían sobre ríos y puertos en la región del Atlántico Medio. En el paso del siglo XIX al XX se produjeron huelgas largas y bañadas en sangre; la economía ya no recuperó el optimismo que había ayudado a los venidos de Europa oriental, del Mediterráneo y de Oriente Próximo a soportar jornadas de trabajo agotador, venenoso, ensordecedor y monótono, en turnos de catorce horas. Las fábricas se desplazaron al sur y al oeste, donde la mano de obra era más barata y fácil de amedrentar, y donde la mena de hierro y el coque no tenían que recorrer distancias tan largas.
En su mayoría, los que viven en el corazón de la ciudad son ahora de tez morena, en todas sus tonalidades. Como vestigios del pasado, algunos comerciantes blancos, aunque muy pocos anglosajones, salen adelante con exiguo provecho vendiendo pizzas y guindillas, comida basura presentada en relucientes envoltorios, cigarrillos y lotería, aunque van cediendo al empuje de los inmigrantes más recientes, indios y coreanos que no se sienten tan obligados a huir, en cuanto cae la noche, a las afueras de la ciudad y las zonas residenciales, donde todavía hay cierta mezcla. En el centro, los rostros pálidos tienen un aspecto huraño y deslucido. Por la noche, después de que unos pocos restaurantes étnicos de calidad hayan despedido a sus clientes de clase media, un coche patrulla para e interroga a los peatones blancos, asumiendo que o bien buscan droga o bien necesitan que los adviertan de los peligros de la zona. En el caso de Ahmad, es el producto de una madre pelirroja estadounidense, de origen irlandés, y de un egipcio estudiante de intercambio cuyos antepasados se habían achicharrado, desde la época de los faraones, cultivando arroz y lino en las volubles riberas del Nilo. La tez de la descendencia de este matrimonio mixto podría describirse como de tono ocre, con un matiz de lustre un poco más claro que el beis; la piel del que había adoptado como sustituto de su padre, el sheij Rachid, es del blanco ceroso que comparten generaciones de embozados guerreros yemeníes.
Donde un día se alinearon, en una fachada continua de cristal, ladrillo y granito, los grandes almacenes de seis plantas y los despachos de los explotadores judíos y protestantes hay ahora solares nivelados con excavadoras y escaparates viejos cubiertos con madera contrachapada plagados de graffiti. A ojos de Ahmad, las letras bulbosas de las pintadas con spray, sus inflados alardes de pertenencia a una banda, es la manera que tienen sus autores de darse importancia porque, tristemente, no pueden hacerlo de otra manera. Hundidos en el cenagal de la impiedad, estos jóvenes perdidos declaran, al pintarrajear inmuebles, que son alguien. Entre las ruinas se ha erigido alguna que otra nueva caja de aluminio y cristal azul, en un acto de limosna de los señores del capitalismo occidentaclass="underline" sucursales bancarias con sede central en California o Carolina del Norte, puestos avanzados del gobierno federal sometido a los sionistas, que con la asistencia social y el reclutamiento para el ejército intentan impedir que los empobrecidos estallen en revueltas o se dediquen al saqueo.
Aun así las tardes del centro dan una impresión festiva, bulliciosa: la East Main Street, en las manzanas cercanas a Tilden Avenue, es una celebración de la ociosidad, atestada por el desfile ininterrumpido de ciudadanos oscuros con vestidos chillones, un martes de carnaval de disfraces conjuntados con esmero por gentes cuya legítima propiedad alcanza apenas unos centímetros más allá de su propia piel, cuyos miserables bienes se reducen a lo que pueden exhibir. Su alegría equivale a insolencia. Con carcajadas y alaridos se llenan la boca cuando están entre paisanos, se deparan la ampulosa atención mutua de quienes no tienen nada que hacer ni adónde ir.
Después de la guerra de Secesión, una visible ordinariez se impuso en New Prospect con la construcción del recargado ayuntamiento, un conjunto deslabazado de torreones de inspiración morisca, con arcos redondeados y ornamentos de hierro rococós, coronado por una enorme torre con tejado abuhardillado. Las empinadas vertientes del tejado están recubiertas de tablillas multicolores como escamas de pez y sostienen cuatro esferas de reloj blancas que, si las bajaran a la Tierra, serían del tamaño de un estanque. Los anchos canalones y cañerías de cobre, monumentos a los hábiles metalistas de la época, se han vuelto con el tiempo de un color verde menta. A esta mole municipal -cuyos cometidos burocráticos esenciales fueron trasladados en su día a edificios menos nobles y más modernos, menos espectaculares pero con aire acondicionado y calefacción- le han otorgado recientemente, tras muchas presiones, la categoría de monumento arquitectónico nacional. Puede verse desde el Central High School, a una manzana hacia el oeste; más allá de los jardines del instituto, antiguamente extensos, que han sido recortados a mordiscos por ensanches y recalificaciones inmobiliarias toleradas por funcionarios corruptos.
En la orilla oriental del mar de escombros, donde los aparcamientos en calma se intercalan con las marejadillas de los montones de ladrillos de los derribos, una iglesia de gruesos muros recubiertos de mayólica sostiene una pesada aguja y anuncia, en un cartel agrietado, la actuación de su coro, distinguido con varios premios. Las ventanas de la iglesia, que, blasfemas, otorgan a Dios un rostro, manos gesticulantes, pies con sandalias y ropas teñidas -en resumen, un cuerpo humano con todos sus estorbos e impureza-, están ennegrecidas por décadas de hollín de las industrias y aún más emborronadas por las rejillas de alambre que las protegen. Las imágenes religiosas ahora atraen el odio, como en las guerras de la Reforma. Los días gloriosos de la iglesia, con sus decorosos y píos burgueses blancos acomodados en los bancos asignados jerárquicamente, también pertenecen al pasado. Los feligreses actuales son afroamericanos que traen su religión desaliñada y estridente; su galardonado coro les disuelve el cerebro con un éxtasis rítmico tan ilusorio como -el sheij Rachid es quien trae con sarcasmo la analogía- el trance convulso y mascullante del candomblé brasileño. Es aquí donde Joryleen canta.
Al día siguiente de la invitación, el novio de Joryleen, Tylenol Jones, se acerca a Ahmad en el vestíbulo. Su madre, después de dar a luz un niño de cuatro kilos y medio, vio el nombre en televisión, en un anuncio de analgésicos, y le gustó cómo sonaba.
– Eh, árabe -le dice-, me han dicho que te has metido con Joryleen.
Ahmad intenta hablar su mismo idioma:
– Ni de coña, qué me voy a meter con ella. Hablamos un poco. Y fue ella la que vino a buscarme.
Con cuidado, Tylenol agarra a Ahmad, que es más esbelto, por el hombro y le clava el pulgar en la zona sensible que hay bajo la bola del hueso.