– Dice que te has metido con su religión.
El pulgar se hunde más, hasta tocar nervios que han estado en letargo durante toda la vida de Ahmad. Tylenol tiene una cara cuadrada, del color del barniz de nogal recién extendido sobre la madera de un mueble. Es el placador del equipo de fútbol americano del Central High y en invierno hace anillas, de modo que tiene manos fuertes como el hierro. Su pulgar está arrugando la camisa almidonada de Ahmad, quien con un movimiento impaciente intenta librarse del agarrón hostil.
– Su religión está equivocada -informa Ahmad a Tylenol- y en cualquier caso ella dijo que tanto le daba, que lo hacía por cantar en ese estúpido coro. -El pulgar sigue horadando su hombro, pero con una descarga de adrenalina Ahmad se lo quita de encima golpeando la gruesa rama de músculos con el filo de su mano. La cara de Tylenol se ensombrece, con un espasmo se le acerca todavía más.
– No me vengas con gilipolleces, nadie va a mover el culo por ti, gilipollas de árabe.
– Salvo Joryleen. -La respuesta ha saltado ágil, montada en la misma adrenalina. Ahmad se siente débil por dentro y sospecha que en su cara se refleja la vergonzosa tensión del miedo, pero hay algo de dichoso o sagrado en enfrentarse a un enemigo superior, algo que hace que la rabia incremente la masa corporal. Se atreve a continuar-: Y no llamaría exactamente mover el culo a lo que ella hizo por mí. Más bien fue simple simpatía, algo que los tipos como tú no pueden entender.
– ¿Los tipos como yo? ¿Con qué me sales ahora? Los que son como yo no aguantamos a gentuza como tú, pringado. Mierdecilla. Mariconazo.
Ahmad tiene su cara tan cerca que puede oler el queso de los macarrones que sirven en el comedor. Empuja el pecho de Tylenol para apartarlo. En el vestíbulo se van congregando otros alumnos del Central High, los obsesos de la informática y las animadoras, los rastas y los góticos, los don nadies y los inútiles, a la espera de que pase algo entretenido. A Tylenol le gusta el público, suelta:
– A los musulmanes negros les tengo respeto, pero tú no eres negro, no eres más que un pobre comemierda. No eres ni moromierda, sólo un comemierda.
Ahmad calcula que si Tylenol le devolviese ahora el empujón, lo aceptaría para dar por finalizada la pelea, porque tampoco falta mucho para que suene el timbre de cambio de clase. Pero Tylenol no quiere treguas; le pega un puñetazo traicionero en el estómago que deja a Ahmad sin aire. La expresión de sorpresa de éste, que boquea, provoca las risas de los presentes, incluidos los góticos paliduchos, que son minoría en el instituto y se jactan de no mostrar emoción alguna, como sus ídolos nihilistas del punk-rock. Por si fuera poco, también se oyen las risitas argentinas de algunas morenazas alegres y tetudas, las «miss simpatías», de quienes Ahmad esperaba más amabilidad. Algún día serán madres. No falta tanto, putitas.
Está quedando mal y no tiene más remedio que arremeter contra las férreas manos de Tylenol e intentar producir alguna magulladura en ese pecho acorazado y en la máscara obtusa tintada de nogal que hay encima. El combate se reduce a un intercambio de empujones, gruñidos y agarrones, ya que una pelea a puñetazo limpio en la zona de taquillas armaría tanto jaleo que enseguida aparecerían los profesores y el personal de seguridad. Durante el minuto que queda hasta que suene el timbre y todos se dispersen por las aulas, Ahmad no culpa a su contrincante -en resumidas cuentas, es un robot de carne, un cuerpo demasiado absorto en sus jugos y reflejos para tener cerebro- sino más bien a Joryleen. ¿Por qué tenía que contarle a su novio cómo fue la conversación? ¿Por qué las chicas andan siempre contándolo todo? Para hacerse las importantes, del mismo modo que los graffiti de letras abultadas sirven para que se consideren alguien quienes las pintan en las paredes indefensas. Fue ella quien habló de religión, la que le invitó con tanto descaro a la iglesia, a sentarse junto a kafirs de pelo rizado, esas chicas que llevan encima la ceniza del fuego infernal como la piel marrón de los muslos de pollo a la brasa. La idea de que Alá permita que tantas religiones corruptas, grotescamente equivocadas, atraigan a millones de personas a la eternidad del infierno, cuando con un solo destello de luz el Todopoderoso podría enseñarles el camino, el Recto Camino, hace que sus demonios interiores empiecen a murmurar. Es como si -susurran los demonios mientras Ahmad y Tylenol se empujan y zarandean procurando no armar mucho escándalo- el Clemente, el Misericordioso, no pudiera ser molestado.
Suena el timbre en su caja a prueba de manipulaciones, colgada en lo alto de la pared color natilla. Cerca, en el vestíbulo, una puerta con su gran cristal esmerilado se abre de golpe; sale el señor Levy, el responsable de las tutorías en la escuela. La americana y los pantalones no van a juego, le quedan como un traje arrugado escogido a tientas. El hombre mira con aire ausente y después se fija con recelo en los estudiantes sospechosamente apiñados. La reunión se sume de inmediato en un gélido silencio, y Ahmad y Tylenol se separan, suspendiendo temporalmente su enemistad. El señor Levy, un judío que ha vivido en este sistema escolar desde prácticamente siempre, parece viejo y cansado, tiene ojeras, el pelo ralo y desgreñado en la coronilla, con algún que otro mechón de punta. Su repentina aparición sorprende a Ahmad como un pinchazo en la conciencia: tiene reunión con él esta semana para hablar de lo que hará cuando acabe el instituto. Ahmad sabe que debe labrarse un futuro, pero el tema le parece insustancial, carente del menor interés. «La única guía», dice la tercera sura, «es la guía de Dios.»
Tylenol y su banda estarán ya tramando algo contra él. Después de faltarle al respeto y que todo quedara en punto muerto, el matón de los pulgares de hierro no se contentará con menos que un ojo morado o un diente o un dedo rotos, algo que se vea. Ahmad sabe que es pecado envanecerse de su apariencia: el narcisismo es una manera de competir con Dios, y la competencia es algo que Él no tolera. Pero ¿cómo no va a apreciar el muchacho su recién adquirida virilidad, sus alargados miembros, la íntegra, tupida y ondulada mata de pelo que corona su cabeza, su piel de un pardo inmaculado, más pálida que la de su padre pero no la rosácea, pecosa y con manchas de su pelirroja madre y de las rubias oxigenadas que en la América de plástico se consideran el no va más de la belleza? Pese a que esquiva, por impías e impuras, las persistentes miradas de interés de las morenitas del instituto, Ahmad no quiere echar a perder su cuerpo. Quiere mantenerlo como su Hacedor lo formó. La enemistad de Tylenol se convierte en otro motivo más para abandonar este castillo infernal, donde los chicos abusan de los demás y hieren por puro placer y las infieles llevan pantalones ceñidos de cintura tan baja que casi -por menos de un dedo, según sus propias estimaciones- dejan a la vista el borde superior de su vello púbico. Las chicas muy malas, las que han caído y recaído, tienen tatuajes donde sólo sus novios pueden acceder, y donde los tatuadores tuvieron que introducir la aguja con sumo cuidado. Las contorsiones diabólicas no tienen fin una vez que los seres humanos se sienten capaces de competir con Dios y crearse a sí mismos.
Le quedan sólo dos meses de instituto. La primavera se respira en el aire al otro lado de los muros de ladrillo, de las altas ventanas enrejadas. Los clientes del Shop-a-Sec, la tienda donde trabaja, hacen sus compras patéticas y venenosas con humor y algarabía renovados. Los pies de Ahmad vuelan por la vieja pista de ceniza del instituto como si cada zancada se amortiguara por sí sola. Cuando se detuvo en la acera para mirar consternado el rastro espiral del gusano abrasado y desvanecido, a su alrededor nuevos brotes verdes, ajos, dientes de león y tréboles iluminaban las zonas de hierba exhaustas por el invierno, y los pájaros exploraban en arcos fugaces y nerviosos el medio invisible que los sostenía.
A sus sesenta y tres años, Jack Levy se levanta entre las tres y las cuatro de la madrugada con un regusto de miedo en la boca, seca por el aire que se le ha escapado mientras soñaba. Tiene sueños siniestros, impregnados de las miserias del mundo. Lee el agonizante diario local, casi sin publicidad, el New Prospect Perspective, y el New York Times o el Post cuando alguien se los deja en la sala de profesores, y por si no tuviera suficiente de Bush y de Irak y de asesinatos en hogares de Queens y East Orange -crímenes incluso contra niños de dos, cuatro o seis años, tan pequeños que enfrentarse y gritar a sus asesinos, sus padres, les parecería blasfemo, la misma blasfemia que habría cometido Isaac de resistirse a Abraham-, por la tarde, entre las seis y las siete, mientras su corpulenta esposa no para de pasar por delante de la pequeña pantalla del televisor de la cocina, llevando la cena del congelador al microondas, Levy ve el resumen de las últimas noticias del área metropolitana y también las de los bustos parlantes de la cadena nacional; lo deja encendido hasta que los anuncios, que ha visto infinidad de veces, lo exasperan tanto que apaga el idiotizante aparato. Para colmo, Jack tiene también sus miserias personales, miserias en las que «arrasa», como dice ahora la gente: el peso del día por venir, el día que amanecerá sobre toda esta oscuridad. Mientras yace despierto, el miedo y el asco se revuelven en su interior como los ingredientes de una cena de un mal restaurante: el doble de la comida deseada, las raciones que ahora se estilan. El pavor le cierra de golpe la puerta del sueño, dominado por la certeza cada día más asentada de que lo único que le queda por hacer a su cuerpo en la Tierra es prepararse para la muerte. Ya cumplió con el cortejo y el apareamiento; ya engendró un hijo -el pequeño y sensible Mark de ojos tímidos y turbios, con su nervioso labio inferior-; ya trabajó para alimentarlo, para abastecerlo de todas las necedades que la cultura de la época se empeñó en que poseyera para ser como sus pares. Ahora la única tarea que le queda a Jack Levy es morir y ceder así un mísero espacio, un diminuto lugar respirable, a este planeta abrumado. La tarea está suspendida en el aire justo sobre su cara insomne, como una tela con una araña inmóvil en el centro.