Su esposa, Beth, una ballena cuyas grasas dejan escapar demasiado calor, respira trabajosamente a su lado; el interminable arañazo de sus ronquidos es como una prolongación en la inconsciencia del sueño de sus monólogos diarios, de su pródiga cháchara. Cuando con furia reprimida Levy le da con la rodilla o con el codo, o suavemente acoge en la palma de la mano una nalga que el camisón deja al descubierto, entonces ella se queda dócilmente en silencio y él teme haberla despertado, haber roto el voto tácito entre dos personas que han acordado, da igual hace cuánto, dormir juntas. Sólo quiere ayudarla, con un empujoncito, a llegar al nivel de sueño en que la respiración deje de vibrar en su nariz. Es como afinar el violín que tocaba de joven. Un nuevo Heifetz, un nuevo Isaac Stern: ¿es eso lo que esperaban sus padres? Los decepcionó: un segmento de desdicha que coincide con las del mundo. A sus padres les dolió. Les dijo en tono desafiante que dejaba las clases. Le interesaba más la vida de los libros y las calles. Tenía once años, quizá doce, cuando se plantó; nunca más volvió a coger un violín, aunque a veces, al oír en la radio del coche un fragmento de Beethoven, un concierto de Mozart o la música cíngara de Dvorak que había interpretado en versiones simplificadas, Jack se sorprende al sentir que la digitación intenta revivir en la mano izquierda, contrayéndose en el volante como un pez moribundo.
¿Por qué mortificarse? Ha hecho las cosas bien, más que bien: mención especial en el Central High, promoción del 59, antes de que fuera como una cárcel, cuando todavía era posible estudiar y enorgullecerse de recibir los elogios de los profesores. Se tomó en serio los cursos en el City College de Nueva York, primero desplazándose hasta allí cada día, después compartiendo un apartamento en el Soho con dos chicos y una chica que cambiaba continuamente el objeto de sus afectos. Después de licenciarse, dos años en el ejército cuando aún había servicio militar, antes de que Vietnam se complicara: instrucción en Fort Dix, archivero en Fort Meade, Maryland, un lugar lo bastante al sur de la línea Mason-Dixon como para estar infestado de sureños antisemitas; el segundo año en Fort Bliss, en El Paso, en recursos supuestamente humanos, asignando reclutas a misiones, el principio de su actividad como tutor de adolescentes. A continuación, a la Universidad de Rutgers para un máster, con una de las becas menguantes del ejército. Desde entonces, enseñando historia y ciencias sociales en institutos treinta años antes de ocupar, durante los últimos seis, un puesto de responsable de tutorías a tiempo completo. Los datos pelados sobre su carrera hacen que se sienta atrapado en un curriculum vitae tan angosto como un ataúd. El aire negro de la habitación empieza a ser irrespirable y sigilosamente se da la vuelta, de estar de lado pasa a tumbarse boca arriba, como un fiambre expuesto en un velatorio católico.
Es increíble el ruido que pueden hacer unas sábanas: olas que baten junto a tu oreja. No quiere despertar a Beth. La cercanía es asfixiante, tampoco así puede con ella. Pero por unos instantes, como el primer sorbo antes de que los cubitos agüen el whisky, la nueva postura solventa el problema. Boca arriba tiene la calma de un hombre muerto pero sin la tapa del féretro a unos centímetros de la nariz. El mundo está en silencio: el tráfico de los que van a trabajar aún no ha empezado, los noctámbulos con los silenciadores de los tubos de escape rotos por fin se han ido a la cama. Oye un camión solitario cambiar de marcha en el semáforo intermitente de la calle de arriba y, dos habitaciones más allá, los amortiguados pasos apresurados de Carmela, la gata esterilizada y sin garras de los Levy. Al carecer de garras no la pueden dejar fuera, por temor a que los gatos que sí tienen la maten. En su cautividad casera, tras pasarse la mayor parte del día dormitando bajo el sofá, tiene alucinaciones por la noche, con la quietud del hogar de fondo imagina las aventuras salvajes, las batallas y las huidas que nunca vivirá, por su propio bien. Es tal la desolación del entorno sensorial en las horas previas al alba que el rugido furtivo de un felino ofuscado y castrado le alivia casi lo suficiente para que su mente, dispensada de la guardia, se adormezca de nuevo.
Pero, atado a la vigilia por una vejiga impaciente, no tiene otra opción que yacer expuesto, del modo en que se somete uno a una dañina ráfaga de radiactividad, a la percepción de su propia vida como una mancha -un borrón, un desatino perpetuo-infligida en la superficie, por lo demás impecable, de estas horas intempestivas. Ha perdido el buen camino en el bosque oscuro del mundo. Pero ¿hubo buen camino alguna vez? ¿No sería el estar vivo el error en sí? En la versión aligerada de la historia que solía enseñar a alumnos a quienes costaba creer que el mundo no empezara con sus nacimientos ni en épocas en que abundaran los juegos de ordenador, incluso los más grandes hombres se perdían en la nada, en una tumba, sin ver cumplidas sus ilusiones: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, el detestable pero bastante exitoso -y todavía admirado, al menos en el mundo árabe- Adolf Hitler. La historia es un molino que reduce perpetuamente a polvo a la humanidad. Las tutorías se reproducen una y otra vez en la cabeza de Jack Levy como malentendidos cacofónicos. Se ve a sí mismo como un viejo patético en una orilla, gritándole a la flotilla de jóvenes mientras se deslizan hacia el cenagal funesto del mundo: más recortes de recursos, libertades que desaparecen, publicidad despiadada que vende una ridícula cultura popular de música eterna, de cerveza y de jóvenes hembras esbeltas y sanas hasta lo imposible.
¿O acaso las jóvenes, incluida Beth, habían estado alguna vez tan delgadas como las de los anuncios de cerveza y Coca-cola? Sí, sin duda, Beth había sido esbelta, pero él apenas podía recordarlo, era como intentar ver la pantalla del televisor mientras ella iba de un lado a otro, torpe como un pato, al preparar la cena. Se conocieron durante el año y medio que él pasó en Rutgers. Era una chica de Pennsylvania, del barrio de Mount Airy, al noroeste de Filadelfia. Estudiaba biblioteconomía. Le atrajo su ligereza, su risa cantarina, la pícara rapidez con que de todo, incluso de su noviazgo, hacía una broma. «¿Cómo crees que nos saldrían los niños? ¿Nacerán medio circuncidados?» Era alemana-americana, Elizabeth Fogel, y tenía una hermana mayor más hosca, menos adorable, Hermione. Él era un judío. Pero no un judío orgulloso, de los que llevan la vieja alianza por manto. Su abuelo se había despojado de la religión al llegar al Nuevo Mundo y depositó su fe en una sociedad revolucionaria, un mundo donde los poderosos ya no pudieran gobernar gracias a la superstición, donde la comida en la mesa y una vivienda decente sustituyeran las promesas poco fiables de un Dios invisible.