– Si esto de New Jersey termina estallando, me quedaré sin plaza en los consejos de administración de los ricachones. No habrá conferencias bien pagadas. Ni adelantos de un millón de dólares por mis memorias. -Es el tipo de confesión que un hombre sólo debería hacer a su esposa.
Hermione se ha quedado estupefacta. Él se ha acercado, pero defraudándola. Con un matiz áspero, intentando recordarle a este apuesto y desinteresado servidor de la cosa pública quién es, le dice:
– Señor secretario, ningún hombre puede servir a dos amos. Mammon es uno, y sería osado por mi parte nombrar al otro.
El secretario comprende, parpadea con sus ojos azules, sorprendentemente claros, y jura:
– Gracias a Dios que la tengo, Hermione. Está claro. Olvidémonos de Mammon.
Se sienta a su exiguo escritorio y presiona con vehemencia los números del intercomunicador eléctrico, de tres en tres, un pitido a cada pulsación, y se reclina en su silla ergonómica para ladrarle al manos libres.
Normalmente, Hermione no llama en domingo. Prefiere hacerlo entre semana, cuando sabe que Jack probablemente no estará. Nunca ha tenido mucho que decirle, lo cual solía molestar un poco a Beth; era como si Herm mantuviera vivos los ridículos prejuicios antisemitas de sus padres, luteranos convencidos. Beth también ha deducido con el tiempo que, entre semana, su hermana mayor tiene la excusa del piloto rojo encendido de la otra línea cuando cree que Beth divaga demasiado. Pero hoy llama mientras suenan las campanas de la iglesia, y Beth se alegra de oír su voz. Quiere compartir con ella las buenas noticias:
– ¡Herm, he empezado un régimen y en sólo cinco días he perdido casi seis kilos!
– Los primeros kilos son los más fáciles -replica Hermione, siempre menospreciando lo que hace o dice Beth-. De momento únicamente estás perdiendo agua, que acabará volviendo. La prueba de fuego llega cuando notas los cambios de verdad y decides darte un atracón para celebrarlo. Por cierto, ¿es la dieta Atkins? Dicen que es peligrosa. Estuvo a punto de ir a juicio, lo demandaron miles de personas; por eso su repentina muerte pareció tan sospechosa.
– Tan sólo es el régimen de zanahorias y apio -cuenta Beth-. Siempre que tengo ganas de picotear, cojo una de esas zanahorias mini que venden ahora en todas partes. ¿Te acuerdas de cómo llegaban las zanahorias a Filadelfia, en los camiones de las granjas de Delaware, en un manojo y todavía sucias de tierra? Oh, cómo me molestaba toparme con un grano de tierra mientras masticaba… ¡resonaba en tu cabeza! Pero de eso no hay peligro con estas chiquititas; las deben de traer de California y las pelan para que todas tengan el mismo tamaño. El único problema es que si están mucho tiempo en la bolsa se ponen pringosas. Y lo malo del apio es que después de un par de tallos se te forma una bola de hilitos en la boca. Pero no pienso dejarlo. Es más fácil picar galletas, pero con cada mordisco te entran un montón de calorías, ¡fíjate! Ciento treinta a cada bocado, me quedé pasmada cuando lo vi en el paquete. Como ponen la letra tan pequeña… ¡Es diabólico!
Es raro que Hermione aún no la haya cortado; Beth sabe que es aburrido escucharla hablar de cómo pasa sin comer, pero es lo único en lo que puede pensar; y contárselo a alguien la ayuda, no siente la necesidad de recaer, pese a los arrebatos pasajeros y los dolores de estómago. Su barriga no entiende qué le está haciendo, por qué la castiga, sin saber que durante años ha sido su peor enemiga, repantigada bajo el corazón y pidiendo comida a gritos. Carmela ya no quiere echarse en su regazo, ahora Beth está nerviosa e irritable.
– ¿Y qué dice Jack de todo esto? -inquiere Hermione. Su voz suena llana y seria, un poco vacilante y solemne, como si sopesara cada palabra. Esta perspectiva de tener una hermana nueva, delgada y presentable es algo sobre lo que podrían hablar entre risitas, como cuando compartían cuarto en Pleasant House, cuando compartían la pura alegría de estar vivas. En cuanto Hermione se volvió más formal y estudiosa, dejó de saber reírse; se le hacía más difícil alegrarse. Beth se pregunta si será ésa la razón por la que nunca ha encontrado marido: Herm no era capaz de hacer olvidar sus problemas a los hombres. Le faltaba ballon, como decía Miss Dimitrova.
Beth baja la voz. Jack está en la habitación leyendo y puede que se haya quedado dormido. El curso ha empezado en el Central High, y él se ha prestado a impartir clases de civismo, dice que necesita tener más contacto con estos chicos a los que se supone que hace de tutor. Se queja de que se están alejando de él. Afirma que es demasiado viejo, pero la que habla ahí es su depresión.
– Pues no mucho -le contesta a Hermione-. Creo que le asusta darme mala suerte. Pero seguro que está contento; lo hago por él.
Herm pregunta, echando de nuevo a su hermana por tierra: -¿Desde cuándo es buena idea hacer algo porque crees que tu marido lo quiere? Sólo lo pregunto… porque nunca he estado casada.
Pobre Herm, siempre dándole vueltas a lo mismo.
– Bueno, tú ya… -Beth se muerde la lengua; estaba a punto de decir que Hermione estaba prácticamente casada con ese linebacker con cara de toro que tiene por jefe-… sabes lo mismo que cualquiera, que cualquier otra mujer. También lo hago por mí misma. Me siento mucho mejor, con sólo seis kilos menos. Las chicas de la biblioteca dicen que notan la diferencia; me apoyan mucho, aunque yo a su edad no podía ni imaginarme que perdería la buena figura. También las ayudo a devolver los libros a las estanterías, en vez de tener mi gordo culo pegado a la silla del mostrador y googleando para chavales que son demasiado vagos para aprender solitos cómo funciona el buscador.
– ¿Y qué le parece a Jack que le hayas cambiado la dieta?
– Bueno, he procurado respetar la suya, le sigo dando carne y patatas. Pero dice que un día de éstos también tomará ensaladas sencillas conmigo. Cuanto más viejo se hace, suelta a menudo, más desagradable le resulta comer.
– Eso es el judío que lleva dentro -la interrumpe Hermione.
– No, no creo -apunta Beth, un tanto altiva.
Entonces Hermione se queda tan callada que Beth piensa que la línea se ha cortado. Los terroristas se dedican a volar oleoductos y plantas eléctricas en Irak, ya nada está completamente a salvo.
– ¿Qué tiempo os hace por ahí?
– En cuanto sales del edificio, aún te achicharras. En la capital, en septiembre todavía hace bochorno. En los árboles no ves tanto color como el que teníamos en el Arboretum. Aquí, la estación buena es la primavera, con los cerezos en flor.
– Hoy -dice Beth, mientras su estómago hambriento le da una punzada que la obliga a agarrarse al respaldo de la silla- he notado el otoño en el ambiente. El cielo está absolutamente despejado, como -«como el día del 11-S», había empezado a decir, pero para (mencionárselo a la subsecretaria de Seguridad Nacional no sería de mucho tacto) hablarle del fabuloso cielo azul que se ha convertido en mito, en una ironía divina, en una parte de la leyenda estadounidense equiparable al resplandor rojo y deslumbrante de los cohetes.
Las dos deben de estar pensando lo mismo, porque Hermione pregunta:
– ¿Te acuerdas de que me hablaste de un joven árabe americano en el que Jack había puesto mucho interés? Uno que en lugar de seguir el consejo de Jack de ir a la universidad se había sacado el permiso de conducir camiones porque el imán de su mezquita se lo había ordenado?
– Vagamente. Hace tiempo que Jack no lo menciona.
– ¿Está Jack ahí? ¿Puede ponerse?
– ¿Jack? -Nunca había querido hablar con él.
– Sí, tu marido. Por favor, Betty. Podría ser importante.