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Sí. Ahmad será el siervo arrepentido de Dios. Mañana. El día que casi tiene encima. A escasos centímetros de sus ojos, Dios describe Su lluvia, que hace que crezcan jardines y el grano de la cosecha, «y esbeltas palmeras de apretados racimos para sustento de los siervos».

«Y, gracias a ella, devolvemos la vida a un país muerto. Así será la Resurrección.» Un país muerto. Ése es su país.

La segunda creación será tan simple e incontestable como la primera. «¿Acaso Nos cansó la primera creación? Pues ellos dudan de una nueva creación.»

«Sí, hemos creado al hombre. Sabemos lo que su mente le sugiere. Estamos más cerca de él que su misma vena yugular.»

Esta aleya siempre ha tenido un sentido especial, personal, para Ahmad. Cierra el Corán, su flexible cubierta de piel tintada del rojo irregular de los pétalos de rosa, y tiene la certeza de que Alá lo acompaña en esta habitación pequeña y extraña, amándolo, escuchando a escondidas los susurros de su alma, su inaudible tumulto. Siente que la yugular le late, y oye el tráfico de New Prospect, ora murmullando ora rugiendo (motocicletas, tubos de escape corroídos), circulando a manzanas de distancia alrededor del gran mar central de escombros, y luego percibe cómo el ruido se va apagando cuando las campanadas del reloj del ayuntamiento dan las once. Se duerme a la espera del siguiente cuarto, a pesar de que su intención era permanecer en vela arropado en el temblor blanquecino y flotante de su gozo grande y desinteresado.

Lunes por la mañana. El sueño abandona a Ahmad de manera repentina. Otra vez esa sensación de oír un grito desvaneciéndose. Lo desconcierta un doloroso nudo en el estómago, hasta que al cabo de unos segundos recuerda qué día es, y su misión. Todavía está vivo. Hoy es el día del largo viaje.

Consulta el reloj, cuidadosamente depositado en la mesilla al lado del Corán. Son las siete menos veinte. El tráfico ya es audible, el tráfico a cuyo confiado flujo él se sumará y alterará. Todo Occidente, si Dios quiere, quedará paralizado. Se ducha en un compartimento equipado con una cortina de plástico rasgada. Espera a que el agua se caliente, pero al ver que no, Ahmad se obliga a meterse bajo el frío chorro. Se afeita, aun a sabiendas de que el debate sobre cómo prefiere ver Dios las caras de quienes recibe es encarnizado. Los Chehab querían que se presentara al trabajo afeitado, pues los musulmanes con barba, aunque sean adolescentes, asustan a los clientes kafir. Mohammed Atta se había afeitado, al igual que casi todos los otros dieciocho mártires. El sábado pasado fue el aniversario de su gesta, y el enemigo habrá bajado las defensas, al igual que los hombres del elefante antes del ataque de los pájaros. Ahmad ha traído su bolsa de deporte, de donde saca ropa interior limpia y calcetines y su última camisa blanca recién salida de la tintorería, agradablemente tensada con varios trozos de cartón.

Reza en la esterilla, la imitación del mihrab ensamblada en sus dibujos abstractos lo orienta, salvando la confusa geografía de New Prospect, hacia la sagrada Ka'ba negra de La Meca. Al tocar con la frente la textura de la urdimbre, percibe el mismo y remoto olor humano que en la manta azul. Ahmad se ha agregado a la procesión que formaron todos aquellos que se alojaron, por el oscuro motivo que fuera, en esta habitación antes que él, duchándose bajo el agua fría y salobre, fumando cigarrillos mientras el reloj daba las horas. Ahmad come, aunque el apetito se ha disuelto en la tensión de su estómago, seis gajos de naranja, medio yogur y una ración considerable del pan de Abbas, a pesar de que la dulzura de la miel y sus semillas de anís no le saben demasiado bien a estas horas; el poderoso acto que habrá de acometer lo somete a presión y le agarrota la garganta, como si por ella quisiera salir una multitud dando gritos de guerra. En la nevera deja la parte que no ha comido del pegajoso pan conmemorativo, sobre el pedazo más grande de cartón de la camisa, junto con el envase del yogur y la media naranja, como legándolo al siguiente inquilino sin atraer a hormigas y cucarachas. Su mente se abre paso por una neblina como la que precede al acontecimiento descrito en la sura mequí titulada «La calamidad»: «En el día que los hombres parezcan mariposas dispersas y las montañas copos de lana cardada».

A las siete y cuarto cierra tras de sí la puerta, dejando en el cuarto franco el Corán y las instrucciones concernientes a la purificación para otro shahid pero se lleva la mochila, en la que ha guardado la ropa interior sucia, los calcetines y la otra camisa blanca. Recorre un pasillo oscuro y sale a una calle lateral desierta, humedecida por la ligera lluvia que ha caído en algún momento de la noche. Orientándose con la torre del ayuntamiento, Ahmad camina hacia el norte, hacia Reagan Boulevard y Excellency Home Furnishings. Tira la bolsa de deporte en el primer contenedor de basura que encuentra en la esquina.

El cielo no es cristalino sino apagado y gris, un cielo bajo y afelpado que se desangra en cendales vaporosos. Tras la noche, las calles de asfalto tienen un brillo espejeante, que también recubre las bocas de las alcantarillas, los regueros de agua y los pegotes de alquitrán de la calzada. La humedad se adhiere a las hojas, aún verdes, de los arbustos lacios que hay junto a los escalones de entrada y los porches de las casas, y también cala en los revestimientos de aluminio imbricado de sus paredes, infundiéndoles un nuevo color. Todavía no se oye actividad en la mayoría de las viviendas apiñadas frente a las que pasa, aunque de algunas ventanas traseras, donde se encuentran las cocinas, escapa una luz mortecina y el sonido de platos y cazos y de las noticias de la mañana y de la sintonía televisiva de Good Morning America, señal de que hay gente desayunando y de que empieza un lunes como cualquier otro en Estados Unidos.

Un perro que no ve ladra a la sombra sonora de Ahmad mientras éste avanza por la acera. Un gato de color melado, con un ojo ciego como una canica agrietada, se acurruca a la entrada de una casa, a la espera de que lo dejen entrar; arquea el lomo y de su entrecerrado ojo sano salta una chispa de oro, ha percibido algo desasosegante en este alto y joven desconocido que pasa. El rostro de Ahmad se estremece al entrar en contacto con el aire, pero la llovizna apenas empapa su camisa. En los hombros nota el tacto del algodón almidonado; los vaqueros negros de pitillo sirven de vainas a sus largas piernas, que parecen flotar en el espacio líquido que lo envuelve de cintura para abajo. Sus zapatillas deportivas beben a lengüetadas la distancia que lo separa de su destino; allí donde la acera es lisa, el relieve elaborado de las suelas deja huellas de humedad. «Y ¿cómo sabrás qué es la calamidad?», recuerda, y enseguida tiene la respuesta: «¡Un fuego ardiente!». Hasta Excellency tiene un trecho de casi un kilómetro, seis manzanas de pisos y una corta hilera de comercios: un Dunkin' Donuts abierto, una tienda de comestibles en la esquina con la persiana subida, y una casa de empeños y una correduría de seguros aún cerradas. El ruido del tráfico ya se ha adueñado de Reagan Boulevard, y los autobuses escolares han empezado su ronda, sus rojos intermitentes se activan con ira oscilante mientras engullen a los grupos de niños que esperaban con sus mochilas rutilantes a la espalda. Para Ahmad no habrá vuelta a la escuela. El Central High parece ahora, con todo su estruendo amenazador y sus burlas impías, un castillo de juguete, una miniatura, una fortaleza pueril de decisiones postergadas.

Aguarda a que en el semáforo aparezca el hombrecillo verde antes de cruzar el bulevar. El firme de hormigón le resulta más familiar como la superficie en que se apoyan los neumáticos de su camión que como ésta horizontal silenciosa y enigmáticamente moteada que pisan sus pies. Gira a la izquierda y se acerca a la tienda por el este, pasa por delante de la funeraria, con su amplia galería y sus toldos blancos -unger amp; son, un nombre extraño, muy extraño-, y luego por el taller de neumáticos que un día fue gasolinera, los surtidores arrancados pero con las isletas aún intactas. Ahmad se detiene en el bordillo de la Calle Trece, mirando a la otra acera, al aparcamiento de la Excellency. El camión naranja no está. Hay dos coches que nunca ha visto, uno gris y uno negro, aparcados en diagonal, de un modo descuidado y ocupando mucho espacio; percibe indicios de actividad misteriosa: en el hormigón agrietado alguien ha desperdigado vasos de café y recipientes de comida para llevar, como almejas abiertas, de poliestireno, y luego, con el ir y venir de ruedas, han quedado aplastados como cuerpos de animales atropellados.