A Ahmad le zumba la cabeza. Intenta dejar clara su postura:
– Señor, si hace cualquier movimiento para cortar los cables o interferir en la conducción, voy a hacer estallar cuatro toneladas de explosivos. El amarillo es un interruptor de seguridad, y ahora mismo lo voy a desactivar. -Lo mueve a la derecha, zas, y ambos hombres quedan a la espera de lo que suceda. Ahmad piensa: «Si sucede algo, no nos enteraremos». No ocurre nada, pero ahora ya ha quitado el seguro. Únicamente le falta meter el pulgar en la pequeña cavidad en cuyo fondo está el botón rojo de detonación, y aguardar unos microsegundos para que se queme el polvo incendiario de aluminio y sobrevenga la consecuente reacción en cadena entre el pentrito y el combustible de competición, hasta que exploten los tambores de nitrato. Siente el botón rojo y liso en la punta del pulgar, sin apartar en ningún momento los ojos de la autopista abarrotada. Si este judío fofo hace un solo movimiento para desviarle el brazo, lo apartará como a un trozo de papel, como a un copo de lana cardada.
– No tengo la menor intención de hacer nada -le cuenta el señor Levy, en la voz falsamente relajada con que aconseja a los alumnos que suspenden, a los insolentes, a los que han renunciado a sí mismos-. Sólo quiero contarte unas cuantas cosas que a lo mejor son de tu interés.
– ¿Qué? Dígamelo, y yo le dejaré bajar cuando nos acerquemos a mi destino.
– Bueno, supongo que lo principal es que Charlie está muerto.
– ¿Muerto?
– Decapitado, de hecho. Truculento, ¿no? Le torturaron antes de hacerlo. Ayer por la mañana encontraron el cuerpo, en las vegas, cerca del canal que pasa al sur del estadio de los Giants. Quisieron que lo encontraran. Junto al cadáver dejaron una nota, en árabe. Evidentemente, Charlie era un infiltrado de la CIA, y lo acabaron descubriendo.
Primero hubo un padre que se esfumó antes de que su memoria pudiera retratarlo, y luego Charlie, que fue amable y le enseñó todo sobre las carreteras, y ahora este judío cansado que parece que se vista a oscuras ha ocupado el lugar de los otros dos, el vacío que tiene al lado.
– ¿Qué decía la nota exactamente?
– Oh, no lo sé. Lo mismo de siempre, que quien rompe una promesa lo hace en perjuicio propio. Y que Dios no le negará su recompensa.
– Parece del Corán, la sura cuarenta y ocho.
– También suena como la Torá, pero como tú digas. Hay muchas cosas que no sé. Y soy viejo para aprenderlas.
– Si me lo permite, ¿cómo lo ha averiguado?
– Por la hermana de mi mujer. Trabaja en Washington para el Departamento de Seguridad Nacional. Me llamó ayer. Mi esposa le había hablado del interés que yo mostraba por ti y ellos se preguntaron si no habría una relación. No podían encontrarte. Nadie. Y entonces pensé que quizás esto funcionaría.
– ¿Por qué debería creer en lo que me dice?
– Pues no lo hagas. Créelo sólo si encaja con lo que sabes. Y yo intuyo que sí encaja. ¿Dónde está Charlie ahora, si estoy mintiendo? Su mujer dice que ha desaparecido. Y jura que no estaba metido en nada más que los muebles.
– ¿Y qué me dice de los otros Chehab, y de los hombres a quienes pasaban dinero?
Un Mercedes azul Prusia se ha puesto a rebufo del camión de Ahmad, lo conduce un tipo impaciente, demasiado joven para haberse comprado un Mercedes, a no ser que estuviera metido en manejos bursátiles, a expensas de los menos afortunados. Esta gente vive regaladamente en las ciudades dormitorio de New Jersey, son los que saltaban de las torres cuando Dios las derribó. Ahmad se siente superior al conductor del Mercedes, y la indiferencia es su respuesta a los bocinazos y los virajes bruscos con que el conductor manifiesta exageradamente su deseo de que el camión blanco circule con menos relajación por el carril de en medio.
El señor Levy contesta:
– Se habrán escondido y dispersado a los cuatro vientos, supongo. Han detenido a dos hombres que intentaban volar a París desde Newark, y el padre de Charlie está en el hospital con lo que supuestamente es un ataque de apoplejía.
– Es diabético, de verdad.
– Podría ser. Dice que ama a esta nación, y que su hijo también, y que ahora su hijo ha muerto por su país. Hay quien cree que fue él quien delató a su hijo. Al tío de Florida, pues bueno, los federales le habían echado el ojo hace tiempo. Todas las fuerzas de seguridad de este país van agobiadísimas, y no se comunican entre ellas, pero no todo se les pasa por alto. El tío hablará, o algún otro. Se hace difícil tragarse que un hermano no tenía ni idea de lo que planeaba el otro. Todos estos árabes se presionan los unos a los otros con la excusa del islam: ¿cómo te vas a negar a la voluntad de Alá?
– No sé. A mí no me fue concedida -Ahmad se expresa con rigidez- la bendición de un hermano.
– Bueno, yo no lo llamaría bendición, si nos tenemos que guiar por lo que veo a diario en el instituto. En alguna parte he leído que los cachorros de chacal se pelean a muerte desde el momento en que nacen.
Ya con menos sobriedad, esbozando una sonrisa al recordarlo, Ahmad le cuenta al señor Levy:
– Charlie era muy persuasivo respecto a la Yihad.
– Parece ser que era uno de sus numeritos. No tuve el placer de conocerlo. Supongo que era un tipo imprevisible. Su error fue, según me reveló mi cuñada, y ésa sólo repite lo que dice el imbécil de su jefe, a quien adora, su gran error fue que esperó demasiado a tender la trampa. Había visto muchas películas.
– Veía mucho la tele. Le habría gustado dirigir anuncios.
– Lo que quiero decir, Ahmad, es que no tienes por qué hacer esto. Todo ha terminado. Charlie nunca quiso que llegara hasta el final. Te estaba utilizando para pillar a los otros.
Ahmad repasa los oscuros recovecos de todo lo que acaba de oír y llega a la siguiente conclusión:
– Sería una victoria gloriosa para el islam.
– ¿Para el islam? ¿Y eso?
– Mataría y causaría molestias a muchos infieles.
– Debes de estar de broma -apunta el señor Levy mientras Ahmad maniobra diestramente para tomar la Ruta 95 sur, pisando el carril interior e impidiendo que el Mercedes lo adelante por la derecha; el grueso del tráfico prosigue su camino hacia el este, hacia el puente George Washington. A la izquierda, la brisa eriza la superficie del río Overpeck, que fluirá hasta desembocar en el Hackensack. El camión ya está en la autopista de peaje de New Jersey, pasando por una zona pantanosa, donde todas y cada una de las parcelas que ha sido posible drenar están explotadas. La autopista se bifurca; los carriles de la izquierda llevan a la salida del túnel Lincoln. Los intrigantes previeron que en el centro del parabrisas hubiera un dispositivo de pago remoto para el peaje: facilitará que el camión pase sin contratiempos por la garita, no dejándole ni un segundo al empleado que cobra el peaje para sospechar del joven conductor.
– Piensa en tu madre. -La relajación ha desaparecido de la voz del señor Levy, transida de un toque de estridencia-. No sólo te va a perder, sino que también va a hacerse famosa por ser la madre de un monstruo. De un loco.
Ahmad empieza a sentir el placer de no dejarse convencer por los argumentos del intruso.
– Nunca he sido imprescindible para mi madre -explica-, a pesar de que, lo admito, cumplió con sus obligaciones en cuanto yo, desgraciadamente, nací. Y respecto a lo de madre de un monstruo, en Oriente Medio se respeta muchísimo a las madres de los mártires, que además reciben una pensión sustancial.
– Estoy seguro de que preferiría conservarte a tener una pensión.
– ¿Cómo de seguro está usted, si me permite la pregunta, señor? ¿Hasta qué punto la conoce?
Gaviotas. Al principio cruzan unas cuantas por el campo de visión del parabrisas, después aparecen decenas y decenas, hasta convertirse en centenares, sobrevolando un vertedero. Detrás de su voraz aleteo, más allá del plomizo Hudson, se yergue la silueta pintada de piedra, llena de muescas como una llave inmensa, de la gran ciudad: el corazón de Satán. Iluminadas desde el este, sus torres surgen de las sombras del oeste; en medio, el polvo de una neblina radiante. El silencio del señor Levy presagia un nuevo ataque contra las convicciones de Ahmad, pero por el momento conductor y pasajero comparten sin comentarios la vista de una de las maravillas del mundo, que se desvanece mientras el flujo del tráfico sigue adelante y es sustituida por extensiones relativamente vacías a ambos lados de la 95: marismas con vegetación atravesadas por los reflejos del azul en los canales que transitan entre el barro. En la parte superior del parabrisas, un destello cruciforme y plateado huye del aeropuerto internacional de Newark, tallando en el blanco lechoso del cielo dos estelas paralelas a modo de autopista para los aviones que le sigan, según permita la telaraña que tejen férreamente los controladores aéreos. Momentáneamente, Ahmad se siente eufórico, como un avión derrotando a la gravedad.