El señor Levy estropea el momento al decir:
– Bueno, ¿de qué más podemos hablar? Del estadio de los Giants. ¿Viste ayer el partido de los Jets? Cuando ese chaval, Carter, no amarró el chut inicial, pensé: «Ya estamos otra vez como la temporada pasada». Pero no, remontaron, treinta y uno a veinticuatro, aunque la tranquilidad no llegó hasta que el novato de Coleman se sacó de la manga una intercepción en el último ataque de los Bengals. -Seguramente está desplegando su cháchara simpática de judío, a la que Ahmad hace caso omiso. Con algo más de sinceridad en el tono de voz, Levy confiesa-: No puedo creerme que realmente vayas a asesinar a cientos de inocentes.
– ¿Y quién ha dicho que la impiedad es inocente? Los que no creen. Pero Dios manifiesta en el Corán: «Sed severos con los infieles». Quemadlos y aplastadlos, porque han olvidado a Dios. Ellos creen que se bastan a sí mismos. Aman la vida presente más que la venidera.
– Pues mátalos. Pareces lo bastante severo.
– También usted moriría, desde luego. Creo que usted es un judío que ya no practica. No cree en nada. En la tercera sura del Corán se dice que ni todo el oro del mundo puede rescatar a aquellos que un día creyeron y ahora ya no, y que Dios nunca aceptará su arrepentimiento.
El señor Levy suspira. Ahmad puede oír un estertor húmedo, pequeñas gotitas de miedo, en su respiración.
– Sí, bueno, en la Torá también hay un montón de cosas repulsivas y ridículas. Plagas y masacres, directamente infligidas por Yahvé. A las tribus que no fueron suficientemente afortunadas para ser las elegidas… desterradlas, a por ellas sin piedad. El Infierno no se lo habían trabajado mucho, eso llegó con los cristianos. Qué espabilados: los sacerdotes intentan controlar a la gente por medio del miedo. Amenazar con el Infierno: la mejor táctica en el mundo para que cunda el pánico. Es casi una tortura. El Infierno es realmente una tortura. ¿De verdad puede tragárselo así sin más? ¿Dios como el torturador supremo? ¿Dios como el rey del genocidio?
– Como decía la nota junto al cuerpo de Charlie, Él no nos negará nuestra recompensa. Usted menciona la Torá, como corresponde a su tradición. El Profeta tuvo muy buenas palabras para Abraham. Estoy intrigado: ¿fue usted creyente alguna vez? ¿Cómo perdió la fe?
– Yo ya nací sin fe. Mi padre odiaba el judaísmo, y su padre también. Culpaban a la religión de las miserias del mundo, decían que por su culpa la gente aceptaba con resignación sus problemas. Luego se suscribieron a otra religión: el comunismo. Pero eso no te debe de interesar.
– No importa. Es bueno que busquemos algún punto de acuerdo. Antes del Estado de Israel, los musulmanes y los judíos eran hermanos, pertenecían a las fronteras del mundo cristiano, eran los otros, gente curiosa, con sus ropas raras, un simple entretenimiento para los cristianos, afianzados en su riqueza, en sus pieles color papel. Incluso con el petróleo nos despreciaron, estafándoles a los príncipes saudíes lo que pertenecía por derecho a su pueblo.
Al señor Levy se le escapa otro suspiro.
– Ese «nosotros» ha sido un poco a la ligera, Ahmad.
La circulación, ya muy cargada, empieza a hacerse más densa, a ir más lenta. Los carteles indican north bergen, secaucus, weehawken, ruta 495, túnel lincoln. Pese a que nunca lo ha hecho, con o sin Charlie, Ahmad sigue las indicaciones sin dificultad, incluso cuando la 495, a espasmódico paso lento, lleva a los coches por una espiral hacia el fondo del barranco del Weehawken, hasta casi el cauce del río. Se imagina a una voz a su lado que le dice: «Está chupado, campeón. Esto no es ingeniería aeronáutica».
Mientras la carretera desciende, multitud de vehículos van desembocando desde accesos laterales, procedentes del sur y del este. Por encima de los techos de los coches, Ahmad ve su destino final y común, un largo muro de cantería tostada y las bocas de tres túneles bordeadas de azulejos blancos; en cada uno hay dos carriles. Un letrero indica camiones a la derecha. Los otros camiones -los marrones de UPS, los amarillos de alquiler de la compañía Ryder, furgonetas multicolores de proveedores, camiones articulados resollando y chirriando mientras remolcan sus gigantescas cargas de productos frescos del Garden State * para abastecer las cocinas de Manhattan- también se amontonan a la derecha, avanzando lentamente metro a metro, y frenando.
– Llegó el momento de saltar, señor Levy. En cuanto entremos en el túnel no podré parar.
El responsable de tutorías deja las manos sobre los muslos, enfundados en unos pantalones grises que no van a juego con la americana, para que Ahmad vea que no tiene intención de tocar la puerta.
– No creo que me baje. Estamos juntos en esto, hijo. -Su actitud es valiente, pero su voz suena ronca, débil.
– Yo no soy hijo suyo. Si intenta llamar la atención de alguien haré estallar el camión aquí mismo, en el atasco. No es lo ideal pero mataría a unos cuantos.
– Apuesto lo que quieras a que no. Eres demasiado buen chico. Tu madre me contó que ni siquiera podías soportar la idea de aplastar un insecto. Preferías tirarlo por la ventana con un trozo de papel.
– Mi madre y usted parecen haber hablado bastante.
– Simples reuniones. Ambos queremos lo mejor para ti.
– No me gustaba pisar bichos, pero tampoco tocarlos con la mano. Me daba miedo que me picasen, o que defecasen en mi mano.
El señor Levy ríe ofensivamente. Ahmad insiste:
– Los insectos pueden defecar, lo aprendimos en biología. Tienen tubo digestivo y ano y todo eso, igual que nosotros. -Su cerebro está revolucionado, quiere derribar a golpes sus propios límites. Como no parece quedar tiempo para discutir, acepta la presencia del señor Levy a su lado como algo inmaterial, medio real, semejante a su noción de Dios como alguien más cercano que un hermano, o a la idea que tiene de sí mismo como un ser doble medio desplegado, como un libro abierto cuyas páginas están unidas por el lomo en una única encuadernación, pares e impares, leídas y no leídas.
Sorprendentemente, aquí, en las tres bocas (Manny, Moe y Jack) del túnel Lincoln, hay árboles y vegetación: sobre el embotellamiento, observando el borboteo enmarañado de luces de freno e intermitentes que se encienden y apagan, hay un terraplén con una zona triangular de césped cuidado. Ahmad piensa: «Éste es el último pedazo de tierra que veré»: esa pequeña parcela por la que nadie anda ni va de picnic o que jamás nadie ha mirado con ojos que pronto quedarán ciegos.
Varios hombres y mujeres, con uniformes de un azul grisáceo, están apostados en los márgenes del flujo de tráfico que, coagulado, avanza por centímetros. Estos policías parecen más bien espectadores benevolentes que supervisores, charlando en parejas y disfrutando del sol, renacido pero aún neblinoso. Para ellos, este atasco es el pan de cada día, una parte más de la naturaleza, como la salida del sol, las mareas o cualquier otra repetición mecánica del planeta. Uno de los agentes es una mujer robusta, lleva su rubio pelo recogido bajo la gorra, pero sobresale por la zona de la nuca y las orejas, sus pechos aprietan contra los bolsillos delanteros de la camisa de su uniforme, con su placa y su sobaquera; ha atraído a otros dos varones uniformados, uno blanco y otro negro, con armas colgando de la cintura, que muestran sus dientes en sonrisas lascivas. Ahmad mira su reloj: ocho y cincuenta y cinco. Lleva cuarenta y cinco minutos en el camión. A las nueve y cuarto todo habrá terminado.