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El dibujo de los azulejos de la pared, y de los del techo, ennegrecidos por los tubos de escape -una perspectiva de incontables cuadrados repetidos, como un enorme papel pautado enrollado hasta volverse tridimensional- estalla y se expande en la imaginación de Ahmad como el gigantesco fīat de la Creación, en una sucesión de ondas concéntricas, cada una desplazando a la anterior más y más lejos del punto inicial de la nada, después de que Dios sancionara la gran transición del no-ser al ser. Ésta fue la voluntad del Benefactor, del Misericordioso, ar-Rahmān y ar-Rahīm, del Viviente, del Paciente, del Generoso, del Perfecto, de la Luz, del Guía. Él no desea que profanemos Su creación imponiendo la muerte. Él desea la vida.

La mano derecha de Ahmad retorna al volante. Los dos niños del vehículo de delante, vestidos y cuidados con cariño por sus padres, bañados y confortados cada noche, lo observan con gesto serio, han percibido algo errático en su mirada, algo antinatural en la expresión de su rostro, mezclado con el reflejo de la luna del camión. Para tranquilizarlos, aparta la mano derecha del volante y los saluda, sus dedos se mueven como las patas del escarabajo volteado. Reconocida al fin su presencia, los niños sonríen, y Ahmad no puede evitar devolverles la sonrisa. Mira el reloj: las nueve y dieciocho. Ya ha pasado el momento en que los desperfectos habrían sido mayores; el recodo del túnel va quedando lentamente atrás, y se abre ahora al rectángulo creciente de la luz del día.

– ¿Y bien? -pregunta Levy, como si no hubiera oído la respuesta de Ahmad a su último comentario. Vuelve a enderezarse.

Los niños negros, presintiendo de un modo similar el rescate, hacen monerías estirándose la parte inferior de los ojos con los dedos y sacando la lengua. Ahmad intenta sonreír de nuevo y repite el saludo simpático, pero ahora más débilmente; se siente agotado. La brillante boca del túnel se abre para engullirlo a él, a su camión y a sus fantasmas; juntos, emergen a la luz gris pero estimulante de un nuevo lunes en Manhattan. Fuera lo que fuese lo que hacía que la circulación en el túnel avanzase con parsimonia, tan exasperantemente lenta, se ha dispersado al fin, se ha disuelto en un espacio abierto y pavimentado que discurre entre edificios de apartamentos de altura modesta y carteles e hileras de casas adosadas y, a una distancia de varias manzanas, rascacielos de cristal de aspecto frágil. Podría ser un lugar cualquiera de New Jersey; tan sólo lo desdice la silueta, justo enfrente, del Empire State Building, que vuelve a ser el edificio más alto de la ciudad de Nueva York. La furgoneta de color bronce se aleja hacia la derecha, al sur. Los niños están absortos con las vistas metropolitanas, sus cabezas giran de un lado a otro, y no se preocupan de despedirse de Ahmad. Después del sacrificio que ha realizado por ellos, su actitud le parece un desaire.

A su lado, el señor Levy dice:

– ¡Colega! -intenta imitar, estúpidamente, el habla de un estudiante de instituto-. Estoy empapado. Me habías convencido. -Intuye que no ha dado con el tono adecuado y añade, más suavemente-: Bien hecho, amigo. Bienvenido a la Gran Manzana.

Ahmad ha aminorado la marcha y después se ha detenido, casi en mitad del amplio espacio. Los coches y camiones de detrás, que se apresuraban por salir a la libertad, se ven obligados a maniobrar bruscamente; hacen sonar el claxon, las ventanillas laterales se bajan y escupen gestos insultantes. Ahmad divisa el Mercedes azul Prusia, que acelera, y se sonríe al pensar que, pese a todos sus airados intentos de adelantamiento, ese ladrón de inversiones, presuntuoso e indigno, que tenía por conductor seguía detrás de él.

Jack Levy se da cuenta de que ahora él está al mando.

– ¿Y bien? La pregunta es: ¿qué hacemos? Devolvamos este camión a Jersey. Se alegrarán de verlo. Y de verte a ti, me temo. Pero no has cometido ningún crimen, eso será lo primero que dejaré bien claro, salvo transportar una carga de material peligroso fuera del estado con una licencia de la clase C. Seguramente te la quitarán, pero no está tan mal. De todas formas, no estabas destinado a repartir muebles.

Ahmad reanuda la marcha, entorpeciendo menos el tráfico y a la espera de instrucciones.

– Todo recto, y en cuanto puedas, a la izquierda -le dice Jack-. No quiero volver a pasar por ningún túnel contigo y con esta cosa, gracias. Tomaremos el puente George Washington. ¿No crees que podríamos activar otra vez el interruptor de seguridad?

Ahmad alarga la mano, ahora temerosa de alterar el mecanismo cuidadosamente manipulado. La palanquita amarilla dice «zas»; el formidable cargamento queda en silencio. El señor Levy, aliviado por seguir con vida, sigue hablando:

– Gira a la izquierda después de ese semáforo, debe de ser la Décima Avenida, creo. Estoy intentando recordar si por la autovía del West Side pueden circular camiones. Quizá tengamos que ir hasta Riverside Drive, o mejor subir hasta Broadway y continuar todo recto hasta llegar al puente.

Ahmad se deja guiar, dobla a la izquierda. El camino es recto.

– Estás conduciendo como un profesional -le dice el señor Levy-, ¿Estás bien? -Ahmad asiente. -Sé que te encuentras en estado de shock. Yo también. Pero no creo que encontremos dónde aparcar este cacharro. En cuanto lleguemos al puente, prácticamente estaremos en casa. Confluye en la Ruta 80. Iremos directos al cuartel general de policía, detrás del ayuntamiento. No dejaremos que esos cabrones nos intimiden. Que devuelvas este camión de una pieza los hará quedar bien, sólo con que tengan unas pocas luces lo van a entender. Podría haber sido una catástrofe. Si alguien te amenaza, recuérdales que te metió en esto un agente de la CIA que andaba en un doble juego de dudosa legalidad. Tú eres una víctima, Ahmad, una cabeza de turco. No creo que el Departamento de Seguridad Nacional quiera que los detalles se filtren a la prensa, o que se aireen ante un tribunal.

El señor Levy permanece callado durante una manzana o dos, espera que Ahmad diga algo, pero luego apunta:

– Sé que te parecerá prematuro, pero lo que he mencionado antes de que serías un buen abogado no iba en broma. Bajo presión sabes mantenerte frío. Hablas bien. En los próximos años, los árabes americanos van a necesitar muchos abogados. Oh, oh. Me parece que estamos en la Octava Avenida, pensaba que íbamos por la Décima. Pero no la dejemos, por aquí llegamos a Broadway a la altura de Columbus Circle. Creo que aún lo llaman así, aunque el pobre espagueti ha dejado de ser políticamente correcto. A tu izquierda tienes la Port Authority Bus Terminal; seguramente habrás estado aquí alguna vez. Luego cruzaremos la Calle Cuarenta y Dos. Aún me acuerdo de cuando era una zona caliente, pero me temo que la corporación Disney ha hecho limpieza.

Ahmad quiere fijarse, entre la marea de taxis amarillos y semáforos y peatones apiñados en cada esquina, en este nuevo mundo que lo rodea, pero el señor Levy no deja de tener ocurrencias. Dice:

– Será interesante averiguar si esa maldita cosa estaba realmente conectada o, si los de nuestro bando tenían a algún otro infiltrado, no lo estaba. Era mi as en la manga, pero estoy contento de no tener que haberlo sacado. Gracias a Dios te has acojonado. -Esto suena mal incluso a sus propios oídos-. Bueno, que te has apaciguado, mejor dicho. Que has visto la luz.

A su alrededor, subiendo por la Octava Avenida hacia Broadway, la gran ciudad es un hormiguero de gente, algunos visten con elegancia, muchos otros con desaliño, unos pocos son bellos, pero no la mayoría, y todos quedan reducidos al tamaño de insectos por las imponentes estructuras que los rodean; pero aun así corren, se apresuran, bajo el sol lechoso de esta mañana se abstraen pensando en algún proyecto o idea o esperanza que custodian para sí mismos, algún motivo para vivir otro día, cada uno de ellos empalado vivo en la aguja de la conciencia, clavado en la tabla del ascenso individual, de la propia conservación. Eso y sólo eso. «Estos demonios», piensa Ahmad, «se han llevado a mi Dios.»